SEGUNDA PARTE
Por Manuel González Prada,
Horas de lucha
Si por un orgullo mal entendido y risible no reclamamos la formación de una policía internacional que reprima los golpes de estado y finalice con las dictaduras de Bajo Imperio1, deberíamos trabajar porque los escritores —y de modo singular los diaristas2— organizaran una corporación higiénica para desinfectar el aire saturado con el miasma político. Mas los grafómanos sin convicciones definidas, los inverosímiles tipos de oscilación mental, ¿poseen la médula suficiente para iniciar una obra de tamaño alcance? Para sólo concebir la institución de esa nueva junta de sanidad3, habrían de ser honrados, entendiéndose aquí por honradez la adhesión a una doctrina, o cuando menos, la fidelidad al hombre de su partido.
Rechazando la afirmación absoluta de que el ingenio se deprime con las bajezas del corazón, se ha dicho que una obra de arte no lleva necesariamente el sello moral del autor. En el dombo de San Pedro, en la estatua de Moisés y en los frescos de la Capilla Sixtina, vemos la poliforme grandeza creadora de Miguel Angel; pero en el Cristo del Escorial, en el martirio de San Bartolomé y en la partitura de El Barbero no descubrimos la fiereza de un Benvenuto Cellini, la tortuosidad de un Españoleto ni la avara parsimonia de un Rossini.
Se ha dicho también que la excelencia de una verdad científica y la bondad de un método filosófico no desmerecen por lo indigno y bajo de sus enunciadores; y efectivamente: aunque Darwin y Comte, en vez de figurar como tipos de elevación moral, fueron citados como ejemplos de criminalidad y vileza, el Darwinismo no sería una hipótesis menos probable ni el Positivismo encerraría menor número de verdades.
El artista y el sabio se crean un medio ficticio, se abisman en una atmósfera interior de belleza o de verdad, en una palabra, se autosugestionan al concebir y ejecutar sus obras. Merced al entusiasmo de un hombre con alma y corazón igualmente negros puede salir una producción buena y hermosa, como de dos carbones atravesados por la electricidad brota la espléndida luz de arco. No sucede lo mismo en el orden político. Ahí la obra lleva irremediablemente el sello del autor, ahí el hombre se revela en el acto como la causa en el efecto: el corazón insidioso y sanguinario de un Thiers1 se delata en la represión de la Comuna, así como el alma undívaga y fofa de un Castelar se deja ver en su efímera presidencia de la República Española. Nadie niega lo mucho que un principio se realza con el carácter de su defensor. Mientras algunas reformas útiles y de fácil implantación suelen escollar en el descrédito de sus iniciadores, otras muchas transformaciones difíciles y al parecer irrealizables, se logran consumar llanamente, gracias al buen nombre de sus apóstoles. Los bienes mismos, al venir de los malos, nos inspiran desconfianza y miedo.
Si no, ¿por qué todos los hombres públicos blasonan de honrados? ¿Por qué ni los sorprendidos con la mano en el tesoro y la prevaricación en los labios se resignan a confesar el robo y la perfidia?
Entre los hombres públicos debemos incluir también el diarista, que si no desempeña cargos administrativos y ejerce funciones políticas, influye directamente en la generación y marcha de los acontecimientos. En el campo de las ideas y aun de los hechos, no hay tal vez una acción tan eficaz ni tan rápida como la del periodista: mientras el autor de libros se dirige a reducido número de lectores, y quizá de refinados, el publicista vive en comunicación incesante con la muchedumbre. El lanza hoy una idea, insiste mañana, continúa insistiendo, y concluye por introducirla en el cerebro de su público: trepana los cráneos más duros y más gruesos. ¿Qué abusos, qué supersticiones no acaban por ceder a una embestida de todas las horas y de todas las plumas? ¡Cuántas obras no realizadas con el discurso de un parlamentario, con el decreto de un ministro ni con la sublevación de un militar, se efectuaron con el simple artículo de un periodista!
Para la multitud que no puede o no quiere alimentarse con el libro, el diario encierra la única nutrición cerebral: miles y miles de hombres tienen su diario que aguardan todos los días, como el buen amigo, portador de la noticia y del consejo. Donde no logra penetrar el volumen, se desliza suavemente la hoja, y donde no resuena la austera palabra del sabio, repercute el eco insinuante del vulgarizador. Más que el sacerdote, el periodista ejerce hoy la dirección espiritual de las muchedumbres. Como dice Tarde5, una pluma basta para dar movimiento a mil lenguas. También basta para enardecer a muchos cerebros y armar a muchos brazos. Nadie medirá todo el alcance de un pensamiento divulgado en las columnas de un periódico: es la piedra lanzada en medio del Océano, y no sabemos a qué profundidades puede bajar.
El periodismo encauza los arroyos difusos de las opiniones individuales, les unifica y forma el irresistible río de la opinión pública. Según el mismo Tarde, si las literaturas sirven para testificar la existencia de una nación, los diarios aguzan la vida nacional, provocan los movimientos globales de espíritus y voluntades en sus cotidianas fluctuaciones grandiosas. El periodismo tiende, no sólo a formar el alma colectiva de un pueblo, sino la conciencia de la Humanidad. Hoy, merced al telégrafo y al diario, las grandes acciones y los grandes crímenes reciben simultáneamente la glorificación o el vituperio en el orbe civilizado. A cada momento escuchamos latir el corazón del Planeta. Con vivir la vida de todos los hombres, vamos dejando de ser los egoístas vecinos de una ciudad para convertirnos en los generosos habitantes del Universo.
En un diario se condensan el Agora de Atenas y el Foro de Roma, la arena de un torneo y el campo de una batalla, el ambiente de un jardín y el vaho de un pantano, la luz de una apoteosis y el bisturí de una vivisección. Como resumen de la vida, encierra un abigarramiento de bienes y males, de justicias e injusticias, de tragedias y sainetes. Debemos mirar en él una fuerza superior al soberano, al parlamento, a la magistratura y a la misma nación. Para estimar el valor del periodismo, imaginémonos la sociedad moderna sin el diario, el wagón sin locomotora. Aunque se juzgue vulgar la comparación, el periodismo guarda semejanza con el alumbrado público: suprimamos el petróleo, el gas o la luz eléctrica, y las ciudades más civilizadas se transformarán en bosques de bandidos; eliminemos los diarios, y en las naciones más libres surgirán los tiranos más inicuos y más abominables. De ahí que el primer deseo de los autócratas, llámense Napoleón o Francia6, es imponer el gran silencio cesariano.
Sin embargo, el periodismo no deja de producir enormes daños. Difunde una literatura de clichés o fórmulas estereotipadas, favorece la pereza intelectual de las muchedumbres y mata o adormece las iniciativas individuales. Abundan cerebros que no funcionan hasta que su diario les imprime la sacudida: especie de lámparas eléctricas, sólo se inflaman cuando la corriente parte de la oficina central. Los lectores de un diario, a más de contaminarse con el espíritu y el lenguaje, se apegan a las dimensiones del pliego, al ancho de las columnas, a la forma de los tipos.
Naturalmente, se granjean mayor público los histriones que más hablan de honradez y menos la observan, que se empinan muy alto y piensan muy bajo, que gritan mucho y razonan poco. El mundo se alucina con las palabras, y desgraciadamente, con las palabras más vacías: la Humanidad, lo mismo que el niño, sigue al tambor mayor. De ahí la enorme circulación de los grandes cotidianos.
Desde Le Figaro de París hasta The Times de Londres, y desde The New York Herald hasta la Gaceta de Colonia, algunos de ellos merecen llamarse tenduchos de compra y venta, covachas de embustes por mayor y menor. En las grandes potencias, así como en los pequeños estados, los presupuestos consignan sumas destinadas a los periodistas oficiales y oficiosos, lo que se llama el fondo de los reptiles. Cavour y Bismarck no vacilaron en confesar lo mucho gastado por Italia y Alemania con el fin de ganarse las simpatías o el silencio de la prensa internacional. Si en cuarenta o cincuenta diarios leemos hoy la narración de algún hecho acaecido ayer, difícilmente sacaremos en limpio la verdad cuando el hecho se relaciona con los intereses de la banca o la política del gobierno. Muy pobre muestra daría de su criterio el historiador que para sondear el fondo de un personaje acudiera únicamente a las informaciones de las hojas cotidianas. El diario puede revelar la sicología de un pueblo, mas rarísima vez servirá de testimonio fidedigno para juzgar a los hombres públicos. El diarista posee su verdad, que no siempre es la verdadera.
Fouillée7 se duele de la supersticiosa veneración a lo escrito; y Zola8, que nunca dio señales de bonachón ni de tímido, declara llanamente que sólo teme a Le Figaro de París. Temor general. Si en plena calle un fanfarrón vulgar o un beodo consuetudinario nos endilga una insolencia, nosotros no perdemos la serenidad y continuamos nuestro camino como si nada hubiéramos escuchado; pero si el beodo y el fanfarrón nos agravian en las columnas de un diario, entonces no guardamos la tranquilidad y nos creemos perdidos en la estimación de las gentes honradas. El daño inferido a nuestra honra se nos antoja mayor cuando los tiros vienen de manos ocultas o invisibles. El anónimo hace que las vociferaciones de un zaragate o caballero de industria nos, parezcan fallos de la opinión pública. Tomamos por Caballero de la Blanca Luna al Bachiller Sansón Carrasco; por voz de un paladín, el ruido de un ratón en una armadura.
No siempre las palabras vuelan y los escritos quedan. El Buda, Sócrates y Jesús no escribieron. Miles de hombres lo han hecho, y nadie se acuerda de sus escritos. Sin embargo, las gentes no acaban de saber que la mentira y la necedad impresas valen tanto como la mentira y la necedad habladas. Tal vez por muchos años conservamos un temor divino a lo impreso en los diarios; que si todos los dioses del Olimpo han muerto ya, viven y reinan el Dios-Alcohol y la Diosa-Imprenta.
Los males causados por la falta de sinceridad y honradez resaltan en los diarios de Lima, casi todos sin opiniones fijas ni claras, defensores sucesivos del pro y del contra, apañadores de los más odiosos negociados fiscales, voceros de bancos, empresas de ferrocarriles, compañías de vapores y sociedades en que imperan el agio y el monopolio.
¿Qué diarista limeño representa la encarnación de un principio? Mientras uno se acuesta montañés y se levanta girondino, el otro se duerme autocrático y se despierta anarquista. El liberal escribe en la hoja conservadora, el ultramontano en la revolucionaria. A nadie sorprende que un radical masón salga colaborando en El Pan del Alma o en El Amigo del Clero. Especie de moléculas errantes, nuestros famosos publicistas entran hoy en la combinación de un sólido, mañana en la de un líquido, pasado mañana en la de un gas.
Algunos de ellos infunden conmiseración y repugnancia. Clowns gibosos y encorvados, viven desde hace treinta o cuarenta años repitiendo la misma ensalada de chistes vulgares, ejecutando las mismas cabriolas, dándose las mismas costaladas y sacándose del estómago el mismo cintajo policromo y chillón. Atraviesan las calles, denunciando la lucha entre la muerte que les inclina hacia el suelo y la tierra que siente asco de recibirles. Van donde el negocio les llama, habiendo tenido la imprudencia de afirmar que el periodismo no es una cátedra sino una empresa industrial. Pasan de civilistas9 a demócratas10 y de opositores a gobiernistas, sin modificaciones en el fondo, con simples cambios en la superficie: mudan de piel como las víboras, no atenúan la virulencia de su ponzoña. A más del clown, representan en nuestra sociedad al bravo de la Edad Media: el bravo clavaba un puñal, si le ofrecían una bolsa; ellos hincan la pluma, si les decretan la subvención fiscal o les arrojan las propinas individuales.
La falta de sinceridad y honradez se juntan casi siempre al exceso de ignorancia, hasta cabe afirmar que la ignorancia con humos de suficiencia vive inseparablemente unida a la improbidad: un espíritu honrado aprende antes de enseñar y no enseña lo que ignora. Si hay delito en alquilar su pluma y vender sus opiniones, también le hay, quién sabe mayor, en divulgar una ciencia que no se posee y llevar el engaño a los ignorantes y los sencillos.
El hombre que después de revisar algunos diarios europeos, recorre una hoja de esta ciudad, siente la misma impresión del dilettante que al salir de escuchar una magnífica ópera oyera los chirridos de una música china. Y ¿para qué alejamos hasta el Viejo Mundo? En materia de información, nuestros seis o siete diarios, fundidos en uno solo, valen muchísimo menos que La Nación o La Prensa de Buenos Aires. En el terreno de las ideas, no se igualan ni con los de Chile. La Ley de Santiago no halla competidores en Lima. Un artículo de El Diario puede trasladarse a El Comercio, y uno de La Opinión a El Bien Social, sin que el público dé señales de conocer el trasiego. Nos parece que ni los mismos redactores notarían el cambio, si su periódico saliera a luz con el nombre del ajeno. Algo semejante pasa con los individuos: hay sujetos de fisonomía tan común o impersonal que si al uno le pusiéramos la cabeza del otro, ni ellos mismos lo notarían al mirarse en el espejo.
Tan sucede así que en la época de los gordos negociados o de las grandes conmociones políticas, algunos diarios viven de sólo reproducir los editoriales de sus colegas. Procedimiento juicioso y agradable, que no vale la pena de afanarse por escribir, si el primer esgrimidor de pluma dirá seguramente lo mismo que se le puede ocurrir a uno. Vendedores de la misma droga, repiten el mismo reclamo; mercachifles de la misma baratija, machacan el mismo boniment. Tendríamos derecho de aplicarles el verso de Campoamor11: Todo es uno y todo igual, si no surgiera entre ellos la marcada diferencia de ayunos y ahítos, o hablando con deliciosos eufemismos, de oposicionistas y gobiernistas.
Antiguamente, cuando una vieja daba un tropezón y se rompía el abutismo, la culpa era de Voltaire y de Rousseau, que pasaban por los causadores de todo mal terrestre; por el contrario, si algo bueno sucedía, la honra le tocaba a Dios, que entonces se hallaba joven y tenía el humor de hacer milagros. En concepto de los escritores oposicionistas, el Gobierno tiene la culpa, si aparece un caso de lepra o sobreviene un terremoto. Para los gobiernistas, si los arrozales de Lambayeque auguran pingüe cosecha o los carneros de Puno se duplican en la parición de San Juan, el Gobierno produce tales beneficios12. Todo el mundo se divierte en esa batalla de migajones. Solamente los Gobiernos escuchan con majestuosa gravedad el ruido de las alabanzas repetidas en las hojas mercenarias, tomando por sinfonía nacional a toda orquesta la empalagosa tonada del organito callejero que ellos mismos buscan y pagan.
Sin embargo, no sería malo ver las cosas con alguna seriedad. Como el diarista influye de preferencia en cerebros maleables y primitivos, como lleva entre las manos una arcilla que amasar y modelar a su antojo, posee mayores facilidades para hacer el mal. A todo cirujano se le exige una limpieza absoluta; y ¿por qué no ha de pedirse lo mismo al escritor público? Se ha dicho ya: Médico, sánate a ti mismo. Sin obedecer a un pesimismo exagerado y hasta de mal gusto, nos parece que el diario limeño no da esperanzas de evolucionar. Rara vez el buen ejemplo salió de nuestra Capital. Si un pueblo se figura por un individuo, Arequipa es el soldado varonil que empuña el rifle, se cuelga el detente, sale al campo de batalla y regresa teñido en sangre a la vez que rodeado por un tufo de chicha y pólvora; Lima es la zamba vieja que chupa su cigarro, empina su copa de aguardiente, arrastra sus chancletas fangosas y ejerce el triple oficio de madre acomodadiza, zurcidora de voluntades y mandadera de convento13.
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El índice de Horas de lucha.
El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.
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1Bajo imperio, el Imperio Romano entre 235 y 476 [TW]
2Era común en la época de González Prada llamar diaristas a los periodistas que publicaban en los diarios. De la misma forma cuando González Prada habla de los publicistas se refiere asimismo a periodistas [TW].
3Es interesante que González Prada use la expresión “junta de sanidad”, no sólo por ser una de sus tan famosas metáforas clínicas, sino también porque recuerda mucho al “poder moral”, el Areópago, que proponía Simón Bolívar para las nuevas repúblicas latinoamericanas. Según el Libertador, “La Cámara de Moral dirige la opinión moral de toda la República, castiga los vicios con el oprobio y la infamia, y premia las virtudes públicas con los honores y la gloria. La imprenta es el órgano de sus decisiones”. Simón Bolívar, Doctrina del Libertador, ed. Manuel Pérez Vila y Augusto Mijares (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1976), págs. 128-34 [TW].
4Adolfo Thiers (1797-1877), político y escritor francés, autor de Historia de la Revolución y primer presidente de la Tercera República [TW].
5Gabriel Tarde (1843-1904), sociólogo francés que influyó en los escritores modernistas latinoamericanos, especialmente González Prada y José Enrique Rodó [TW].
6José Gaspar Rodríguez de Francia (1766-1840), tirano que gobernó a Paraguay con una mano dura [TW].
7Alfred Jules Emile Fouillée (1838-1912), filósofo y sociólogo, autodidacta, que quería reconciliar el naturalismo y el idealismo [TW].
8Emile Zola (1840-1902), novelista francés que encabeza el movimiento naturalista el cual proponía la importancia de la Naturaleza en el destino humano y como la ciencia podría analizarla para mejorar la condición humana. Dentro de su serie Rougon-Macquart figura la novela Germinal sobre la terrible vida de los mineros en Francia. González Prada seleccionó este título para una importante revista de combate [TW].
9El partido de José Pardo [TW]
10El partido de Nicolás de Piérola [TW].
11Ramón de Campoamor (1817-1901), poeta popular de España, hoy día vilipendiado por la crítica [TW]
12Lambayeque y Puno son departamentos del Perú [TW].
13González Prada parte de la rivalidad entre los municipios de Lima y Arequipa, las dos ciudades más importantes del Perú, según algunos,
para describir el estado del periodismo nacional.
Nosotros hemos estudiado un poco el ambiente de la prensa peruana en Thomas Ward, “Four Days in November: The Peruvian Experience of Eugenio María de Hostos”, Revista de Estudios Hispánicos 28.1-2 (2001), págs. 89-104 [TW].