Castelar seduce por el arte de rejuvenecer en España las ideas envejecidas en Europa, i arrebata por su estilo de períodos ciceronianos i cervantinos; pero cansa con la amplificación interminable de los mismos pensamientos, i hace sonreír con su lenguaje sesquipedal, heteróclito, abracadabrante, palinjenésico, caótico, superplanetario i cosmogónico.
No contiene un ápice del jeneroso espíritu pagano que animó a los grandes oradores de l’Antigüedad; por el contrario, personifica la neurosis mística que desde hace mil ochocientos años inficiona los pueblos de Occidente. Parece un Fénelon que llevara en sus venas unos cuantos glóbulos rojos de la sangre impía i volucionaria de Víctor Hugo, i muestra visos de un San Luis Gonzaga hipnotizado por un descreído como Pi i Margall.
Su corazón exhala vapores de falso sentimentalismo que perturban las funciones del cerebro. De ahí su carencia de lójica; librepensador, “no consiente que derriben los altares donde repetía sus oraciones de niño”; apóstol de la democracia universal, se opone a que la “Monarquía española deje caer de su manto la hermosa perla nombrada Cuba”.
Los años pasan con sus tempestades i sus cataclismos, sin grabarle el sello de austeridad que la lluvia i el viento imprimen hasta en los monumentos de piedra. Viejo, escribe hoi con la misma lijereza i la misma superficialidad de hace cuarenta años, i no descubre en ninguna de sus obras “una madurez potente, un dulce i rico sabor de Otoño”2.
El cráneo deste hombre maravilloso semeja la retorta de un alquimista, o más bien, un caos mental donde accionan i reaccionan las utopías de todos los soñadores, las negaciones de todos los incrédulos i las afirmaciones de todos los creyentes. Nadie tiene derecho de creerle materialista o espiritualista, librepensador, o católico, monarquista o republicano, pues con un fragmento de sus libros se refuta lo que se prueba con un trozo de sus discursos, pues todas sus producciones se reducen a “magnífica i abigarrada i procesión de pensamientos desordenados i rapsódicos”3.
II
Como político y propagandista, como literato i orador, Castelar no pertenece a la familia de los hombres que amenazan desequilibrar la Tierra cuando la golpean con los pies. El ha removido la costra del terreno arable, pero no ha sabido ahondar el surco, estirpar de raíz las malas yerbas ni sembrar una buena semilla.
El causó mayores daños a España con su liberalismo espectante i emoliente, que Bonaparte con su invasión sangrienta, que Isabel II con su reinado gangrenoso, que los Prim y los Martínez Campos con sus pronunciamientos i conspiraciones. Como el Nerón de Soumet asfixió a sus convidados con una lluvia de rosas, así Castelar ha concluído por ahogar la democracia española en un de flores oratorias. El más que nadie merece el título de “ilustre calamidad”.
Puede servir de oráculo infalible entre los estudiantes de España y Sudamérica, puede figurar como apóstol en los corrillos de sus partidarios; pero en Alemania, Inglaterra i Francia, en países donde se piensa con madurez, Castelar no ejerce ninguna influencia, no goza de autoridad ninguna.
En Sociología i Moral, sólo divaga cuando intenta vulgarizar, como en Ciencias Naturales lo consiguen Figuier, Foinville, Verne o Flammarion. En Historia, desnaturaliza el arte que Michelet poseía de evocar una época: la Humanidad que nos presenta en sus narraciones aparece desfigurada, contrahecha, como cuerpo retratado en caprichosa combinación d’espejos cóncavos i convexos. Ve cosas i acontecimientos como si adoleciera de daltonismo intelectual. Cuando en sus biografías pretende reconstruir un personaje, procede como el paleontolojista que para restaurar un fósil uniera el cráneo de un hombre, las alas de un pterodáctilo i el tronco de un megaterio.
Como orador, con todo su descomunal talento, es un capuchino estraviado en la política: ha convertido la tribuna en púlpito. De sus creaciones oratorias debe repetirse lo que Villergas dijo de los dramas escritos por Gil i Zárate: “Empiezan en la Tierra i acaban en el Cielo”.
En Castelar los órganos fonológicos se nutren a espensas del juicio. Su palabra tiene la inconsciencia de una función animal, habla como los otros dijieren. Es el Zorrilla de la elocuencia. Adjetiva como el poeta de Granada: los sustantivos de Castelar desfilan con sus adjetivos, como interminable hilera de cojos i paralíticos apoyados en sus muletas. Posee la verbosidad inagotable sin el razonamiento irresistible. No convence, porque sus argumentos se reducen a perisolojías declamatorias o a meros arranques de sentimentalismo. Tiene relampagueos i auroras, pero no la luz meridiana de los clásicos griegos; arranques enérjicos, pero no las frases decisivas del gran historiador latino.
Teórico primero que todo, no recula ante un aluvión de palabras, cuando ceja i cede ante el hecho que presenta la magnitud de un grano de arena. No aterra como enemigo: acomete al adversario, l’envuelve i l’estrecha, pero no le desarma ni le vence: abraza con descomunales brazos de jigante, i aprieta con fuerzas de pigmeo. Cuando s’encoleriza i cree pulverizar a su contendor, no hace más que ensordecerle con una sinfonía o abofetearle con pétalos de rosa. Su elocuencia se parece a la de Mirabeau, como la espuma del champagne al hervidero de un mar en tempestad.
III
Se le debe clasificar entre los músicos, lejos de Mozart o Wagner, cerca del hombre–orquesta que azora i divierte a las muchedumbres en las ferias. Considerándolo bien, es el tambor mayor del siglo XIX: marcha presidiendo el bullicioso batallón de los hombres locuaces, de todos los inagotables habladores que hablan i hablan por el solo prurito de hablar.
Niño en sus caprichos, hembra por sus veleidades, no espresa el vigor del carácter varonil. Aunque nos empalague siempre con sus emulsiones de sensiblería siroposa, nunca nos hace sentir el salto de la carne herida por el amor, nunca el estremecimiento del corazón estrujado por mano de una mujer. Este hombre, o no amó jamás o sólo amó lo que no debe amarse. Todo prueba en él l’atrofia de los órganos viriles o la perversión del instinto jenésico.
En Demóstenes, en Cicerón, en Mirabeau, descubrimos al individuo: en Castelar vemos siempre al actor. Como su personalidad se reduce a casi nada, puede hacer suyo el dicho del orador latino: “Yo sólo suministro las palabras, que nunca me faltan”.
El no pinta como individuo, sino como colectividad: no como cóndor capaz de fatigarnos i derribarnos a fuerza de aletazos, sino como enjambre de insectos multicolores que nos marean con su incesante revoloteo i nos embriagan con el aroma recojido en el nectario de las flores i con el sahumerio aspirado en el incensario de una catedral.
Tenor que grita siempre i alguna vez arranca el do de pecho, pintor que sin cuidarse de medias tintas hermana todos los colores de la paleta, danzante que empieza a moverse en curvas regulares i acaba por entradas i salidas angulosas, estatuario que pone plinto de barro a un coloso de bronce, arquitecto que remanta el Partenón con el techo de una cabaña mozambique: todo eso i mucho más es Castelar cuando habla o escribe.
Gorgoritos de la Patti acabados en responso, retorcimientos de jimnasta unidos a contorsiones d’epiléptico, sacrílegas crispaturas de puño que terminan en señales de la cruz, ascensiones al Olimpo que paran en descensos a una sacristía, ahitamiento de ambrosía regada con agua de Lourdes: todo eso i mucho más hai en el estilo de Castelar.
Cuando recorre las épocas jeolójicas desde la solidificación del Globo hasta el nacimiento del hombre, i la Historia desde la edad de piedra hasta nuestros días, sucedan dos cosas mui naturales: el público se duerme como el individuo que bebe la dosis máxima de cloral; Castelar se duerme también sobre la palabra i habla dormido, como esos viejos soldados que se duermen en la marcha i marchan durmiendo.
Tal es el hombre que lleva sobre sí tres enormes pecados: haber convertido el idioma castellano en orquesta forana i churrigueresca donde predominan el tantán chinesco i la esquila del convento; haber hecho de la Historia, ya una leyenda inverosímil como las novelas de Dumas, ya una mascarada trájica como los Jirondinos de Lamartine; i haber representado el papel de colaborador inconsciente del carlismo, contribuyendo a que España sea lo que es hoy: el clericalismo conduciendo a la monarquía, el ciego cargando al paralítico.
1888
Para regresar a:
El índice de Pájinas libres.
El porvenir nos debe una victoria, Ensayos y poesía de González Prada.
Para comunicarse con el Webmaster.
1Luis Alberto Sánchez nota que “Castelar” originó como parte del “Discurso en el Teatro del Olimpo” de 1888 y que, como parte de Páginas libres, fue editada otra vez para darle forma definitiva en ediciones posteriores (González Prada, Obras, Lima: PetroPerú, 1985, v. 1, pág. 226, n. 1). Para los detalles de los pormenores de los cambios ocurridos al pasar de la versión de 1888 a la de 1894, consúltese el estudio hecho por Isabelle Tauzin–Castellanos como parte de su edición de González Prada, Ensayos (Lima Universidad Ricardo Palma, 2009, págs. 62–64) [TW].
2 Michelet [MGP].
3Edgar Poe [MGP].
©2003 ©2022