LOS LIBROS SAGRADOS 1



I



     En la Biblia se atesoran las verdades reveladas por Dios para instruirnos en el magno negocio de nuestra salvación. Deberíamos leerla y meditarla, con la seguridad de tener en ella un faro y un guía; pero no sucede así: nadie se consagra a la meditación y lectura de la palabra divina sin exponerse a infectar su alma con et virus de la impiedad. El guía suele convertirse en mal compañero que nos arrastra por caminos de perdición; el faro, en luz traidora que nos Ileva derecho al precipicio. El Gran Libro quedaría perfectamente simbolizado por una droga con el rótulo: Panacea mortífera.

     Los antiguos hebreos no permitían a menores de veinte años la lectura de algunos libros sagrados, como por ejemplo, Ezequiel y el primer capítulo del Génesis; y los católicos, siguiendo las huellas de sus progenitores morales, prohiben a jóvenes y viejos la lectura de Biblias sin notas. Y la Iglesia tiene salidas cómicas, dignas de recogijarnos. Cuando nos recomienda la meditación de los Libros Sagrados, vedando el interpretarles según las luces de la razón, se parece a la vieja solterona que chochea con gatos, les mima y les concede todo, menos el ejercicio de la virilidad. Cuando se vale de notas para hacernos ver claro un versículo turbio, compite en malicia con el gitano que ponía gafas verdes al burro para hacerle creer que le daba pasto fresco.

     En la interpretación de los pasajes bíblicos dudamos a que atenernos, pues mientras una persona inteligente y de buena fe les entiende de una manera, otra persona dotada de la misma. inteligencia y de la misma buena fe les comprende de un modo contrario. Si conforme a la opinión de algunos doctores musulmanes, cada sura del Corán admite unas sesenta interpretaciones diversas ¿cuántas admite cada versículo de la Biblia? Repasando la formidable historia de cismas y herejías, se constata que cismáticos y heresiarcas se apoyan en el testimonio de los Libros Sagrados: las controversias religiosas se redujeron siempre a tiroteos encarnizados en que los textos servían de proyectiles. Si los médicos de Moliére se bombardeaban con aforismos de Hipócrates y Galeno, los ortodoxos y heterodoxos se cañoneaban con versículos de Moisés y San Pablo.

     Existen alemanes que todo to sacan de Goethe, españoles que todo to extraen de Cervantes, ingleses que todo to encuentran en Shakespeare: abundan creyentes que todo to almacenan en la Biblia. Hubo protestante que en las malas horas de su existencia abría los Libros Santos, seguro de hallar una enseñanza o un consuelo en las primeras líneas que le saltaran a los ojos. El día que se le muere su hijo único, el buen hombre acude a su Biblia y logra descubrir un bálsamo providencial para el alivio de su dolor en la historia de Sansón, o lo que da lo mismo, en la quijada de un asno, enrojecida con sangre de mil filisteos.

     ¡Qué fortuna de algunos hombres! ¡Encerrar en un solo volumen toda una enciclopedia humana y divina donde yacen implícita o explícitamente condensadas las cosas más incongruentes, desde las pruebas de la divinidad de Jesús hasta la Economía Política, desde el binomio de Newton hasta la fórmula de los ingredientes para confeccionar el vinagre de los cuatro ladrones! Supongamos la ganga del boticario que poseyera un barril maravilloso donde cada noche transvasara algunos litros de agua y de donde pudiera extraer todas las mañanas cuantos específicos y recetas mencionan las farmacopeas conocidas y por conocer.

     De todo to hallado en el Gran Libro, nada tan asombroso como la Religión Católica, Apostólica y Romana. Desafiamos al hombre más sutil y más agudo, retamos al mejor alquimista del Universo para que, manipulando todos los simples y todos los compuestos de la Biblia, logre realizar la síntesis canónica o formular un sistema religioso parecido en algo a la doctrina enseñada hoy por la Iglesia. Parece tan difícil como retazar un canto de la Ilíada en griego, unir a ciegas los pedazos, y obtener en aimará un capítulo de la Vida de Bertoldo. Un elefante producido por un huevo de hormiga, un avestruz nacido de una palmera, no causarían más admiración que un misterio y un dogma brotados de un versículo.



II



     Pero, arguyen los teólogos, no es, la razón humana quien de los Libros Sagrados extrae la Religión Católica, sino la Iglesia iluminada por las luces del Espíritu Santo, sino el mismo Dios hablando por boca de sus legítimos representantes en el mundo. La Iglesia, interpretando la Biblia, se reduce a Dios interpretándose a si mismo. Las anotaciones eclesiásticas no pasan de aclaraciones divinas al texto divino, deben mirarse como reparos de un autor a sus propias obras.

     Consecuencia: no habiéndose Dios expresado con suficiente claridad, necesita no sólo explicar el sentido de sus palabras, sino recurrir a la colaboración de los hombres para que le ayuden a salir del aprieto. (Valiente Divinidad, condenada por espacio de muchos siglos a la monótona faena de corregir sus libros, haciendo nuevas ediciones con fe de erratas más voluminosa que el texto! No posee mucha probidad literaria ni merece muchas consideraciones el Dios plumífero que nos repite a cada momento: “Donde escribo gorro, léase pantufla; y donde pongo blanco, entiéndase negro”. Como seguramente no ha finalizado el ciclo de las revelaciones, aconsejaríamos al Espíritu Santo que antes de comunicarnos nuevas verdades, se diera el trabajo de descender a la Tierra, no sólo para estudiar algo de Física y Astronomía sino para adquirir algunas nociones de Lógica y Moral.

     Vendría tal vez al caso exigir poderes en forma o documentos fehacientes a los portavoces de la Divinidad; pero basta recordar que la Iglesia monopoliza el interpretar los Libros Sagrados porque ella misma se arroga el monopolio, porque ella sola se concede la exclusiva: según Rousseau, “La Iglesia decide que la Iglesia tiene el derecho de decidir”. Y la buena señora emprende una labor de titanes y de hormigas. Una obra fantásticamente colosal y diminuta donde alternan lo grosero con lo refinado y lo ingenioso con lo burdo. Sorprende el ver cómo de un texto amorfo y ambiguo nos deduce un dogma y un misterio, ya sobrepasando la extravagancia del protestante que hallaba relaciones providenciales entre el amor de padre y la mandíbula de un asno, ya eclipsando la destreza y agilidad del prestidigitador que en el bolsillo de cualquier transeúnte descubre un ramo de flores o un sombrero de picos.

     ¿Qué debemos figurarnos encerrado en el pasaje de Moisés: Y el Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas? nada menos que el misterio de la Trinidad. ¿Qué significa el Libro de los Cantares de Salomón? no la más voluptuosa manifestación de los amores carnales, sino las bodas místicas de Jesús y la Iglesia. No importa que alegorizar a la Iglesia. y a Jesús algunos siglos antes de aparecida la Religión Católica, nos recuerde la pared hecha con cemento romano, doscientos años antes de fundada Roma.

     Los intérpretes oficiales o exégetas por procuración divina, renuevan las sutilezas y argucias de los talmudistas, con una diferencia: los comentadores judíos consideraban la letra como una cosa intangible y sagrada, mientras los nuevos anotadores de Biblias no se hallan animados por el mismo espíritu. Así, traducen caprichosamente, suprimen o interpolan con tanta ligereza, que la Biblia nos ofrece hoy el más curioso espécimen de fraude literario. Pero con las mil interpretaciones, unas veces alegóricas y otras veces literales; con las mil interpolaciones y supresiones; con los mil escolios y engañifas, quedaron errores tan groseros y subsistieron contradicciones tan palpables, que muchos santos llegaron a declarar que sólo creían en la verdad de los Libros Sagrados porque la Iglesia les mandaba creer. El círculo vicioso merece la pena de insistir: creían en la Iglesia porque lo mandaban los Libros y creían en los Libros porque lo mandaba la Iglesia.

     Si el Romanismo, en vez de conformarse con la Biblia, la niega o la contradice, se nos ocurre preguntar: ¿qué haría Jesús si volviera hoy a la Tierra? probablemente buscaría a los, verdaderos cristianos en todas las religiones menos en el Catolicismo; echaría en una hoguera los centones evangélicos; arrojaría del templo a los mercaderes con tiara, mitra o bonete; preferiría la bomba de Vaillant al agua bendita. de León XIII; y, por segunda vez, moriría crucificado, no ya en Jerusalem sino en Roma.

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El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.

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Notas

     1Publicado en La Revista de Lima, el 1 de julio de 1903 [AGP].

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