LA TRINIDAD 1



      Quien haya leído a Moliére, recordará que según Sganarelle o el medico a palos, llevamos por mucho tiempo el corazón a la izquierda y el hígado, a la derecha, hasta que los médicos arreglaron las cosas de otro modo, poniéndonos el corazón a la derecha y el hígado a la izquierda. Los teólogos o galenos, de alta escuela practicaron también su operación quirúrgica: dividieron en tres a la Divinidad. Hay una diferencia en el resultado de las dos operaciones: nosotros no perdimos ni ganamos con la traslación de las vísceras, mientras Dios se porta mejor y ha beneficiado en comprensibilidad desde la famosa trisección. Al menos, algunos católicos opinan que sin el Misterio de la Trinidad, no legraríamos adquirir el menor conocimiento de la Divinidad, del Universo ni del hombre.

      Decir con precisión en que consiste el Misterio, parece difícil, o mejor dicho, imposible, cuando, los teólogos mismos convienen en que es inexplicable e incomprensible. Eso no impide el explicarle ni el tratar de hacerle comprender; y como naturalmente no logran ninguno de los dos propósitos, concluyen por recomendarnos la Fe ciega y salvadora. Así, pues, los hombres que aceptan el Misterio no saben con seguridad lo que aceptan, y les basta imaginarse que creen en una cosa muy excelente: parece que en las regiones de la Teología el mérito aumenta con la oscuridad y el embrollo. Si un fotógrafo, pretendiendo habernos retratado con fidelidad, nos presenta un cliché borroso y deforme, negamos el parecido y rechazamos el retrato; pero Dios, menos descontentadizo y quizá más modesto que nosotros los hombres, queda siempre satisfecho con su imagen, aunque las facciones aparezcan desfiguradas y confusas.

     Si dividimos en tres una piedra, los trozos quedan eternamente separados porque hemos destruido la cohesión de los átomos; si dividimos en tres una fruta, no lograremos reconstituirla porque hemos roto la unión de los tejidos celulares; si dividimos en tres un animal, no conseguiremos tampoco volverle a su primitivo ser porque hemos cortado la misteriosa trama de la vida; mas si dividimos en tres a Dios, el operado queda bueno y sano, trino y uno, indiviso y dividido. Alguna ventaja debe sacarse de poseer la Divinidad.

     Según alcanza la razón a vislumbrar, las cosas suceden arriba de un modo extraño: el Padre Todopoderoso, contemplándose a si mismo, en una especie de onanismo eterno, engendra al Hijo; y el Hijo, uniéndose al Padre en un contubernio unisexual, engendra al Espíritu Santo. Y todo se realiza eternamente y presentemente, pues ni el Padre es anterior al Hijo ni el Hijo al Espíritu Santo: como si dijéramos un abuelo, un padre y un nieto nacidos a la misma hora. En la Tierra, un marqués tiene precedencia sobre un conde y un conde sobre un vizconde; en el Cielo, las tres Personas son tres marqueses. Todo ocurre amigable y democráticamente, sin enojosas cuestiones de prelación por antigüedad o rango.

     No hay tradición de que las tres Personas hayan disentido en su manera de gobernar el Universo: cuando el Padre murmura si, el Hijo repite oui y el Espíritu Santo agrega yes. ¿Quién no recuerda a los gemelos siameses? La mayor parte de su existencia vivieron acordes en la manera de sentir, hasta que al estallar la guerra civil de los Estados Unidos, el uno se declaró partidario del Sur y el otro sostuvo la causa del Norte. Supongamos una celeste guerra tripartita, con la circunstancia que un beligerante se aliara con el Diablo.

     Sólo en el Misterio de la Redención hubo lo que llamaremos una abstención diplomática: el Padre y el Espíritu Santo se quedaron arriba, mientras el Hijo descendió para sufrir vejaciones, azotes, coronamiento de espinas y crucifixión. El Espíritu Santo se hallaba probablemente escamado, pues en alguno de sus anteriores descensos o correrías por el mundo no debió de haberle ido muy bien cuando perdió un dedo, que por más señas se conservaba en un templo de Jerusalem. El Padre, más prudente que todos, no descendió de las alturas; al menos no subsiste tradición de que hubiera perdido algún dedo ni cosa por el estilo. Hasta se hizo de la vista gorda cuando Jesús le apostrofaba en los horrores de la agonía.

     Y ¿en qué se ocupan eternamente las divinas Personas? Se comprende que a la creación del Mundo, el Padre estuviera muy atareado en sacar de la Nada el Universo; que el Hijo, antes de llenar el vientre de María, se desvelara en madurar su proyecto de Redención; que el Espíritu Santo, siendo unos días volátil y otros días acuático, se gozara en volar por las nubes o flotar sobre las aguas. Pero ¿qué hacen hoy? amarse y admirarse, vivir como una especie de Budas hipnotizados por la contemplación de sus tres ombligos. Monótona ocupación; tan monótona que los simples mortales se congratulan de no ser ninguna de las tres Personas.

     Entre los hombres que penetraron a fondo en los arcanos divinos, se cuenta Chateaubriand, aquel célebre poeta que murió con la seguridad de haber sido el primer romántico y el último santo padre. Cuando el autor de Los mártires usa de tanta familiaridad y desenvoltura al explicarnos los Misterios, debemos admitir que algunas veces daba sus escapadas al Cielo para juzgar de visu y servir de testigo presencial. Según Chateaubriand, el Padre se halla arriba, el Hijo se encuentra abajo y “el Espíritu Santo desciende eternamente del Padre al Hijo y eternamente sube del Hijo al Padre”2. La trinidad se reduce, pues, a una maroma; la tercera Persona se convierte en funámbulo. Caras le salen al Espíritu Santo las alas de paloma.

     Tomando por un momento las cosas a lo serio, se puede argumentar: si las tres Personas son meros atributos de un ser único, todo el Misterio se reduce a un juego de palabras; si, por el contrario, son verdaderas sustancias, el Dios trinitario no pasa de una divinidad politeísta, formada de tres dioses fundidos en uno.

     El Misterio católico no ofrece el mérito de la novedad: las teogonías de Caldea, Asiria, Egipto, India, China, Persia, Grecia, etc. poseyeron sus tríadas divinas, y muchos filósofos —alucinados quizá por las virtudes concedidas en la Antigüedad al número tres—3 mostraron predilección por la idea trinitaria. En los sistemas de Sócrates, Platón, Aristóteles, Plotino, Proclo, etc. abundan las concepciones trinas, no de personas sino de atributos.

     Interesante sería indagar cómo y cuándo se introdujo la Trinidad en el seno del Catolicismo. Se la diría una concepción alejandrina, un eco de Platón en la metafísica cristiana. En los dos primeros siglos de nuestra era se habló confusamente de la Trinidad (Tertuliano es el primero en usar la palabra) y como fue ignorada por más de un católico, muchos santos debieron de sufrir una gran sorpresa al ingresar en el Cielo y encontrarse con un Dios trino, cuando habían adorado un Dios unipersonal.

     Al Hijo le fue simple incorporarse en el seno del Padre, desde que Jesús, al tercer día de sepultado, resucitó y ascendió en cuerpo y alma: ¿qué le tocaba al Padre sino recibirle y sentarle a su diestra? Al Espíritu Santo no le costó la Divinidad azotes ni crucifixión: sólo algunos años de paciencia y la interpretación maliciosa de unos cuantos versículos. Parece. que algún maligno intentó concederle el sexo femenino: concesión peligrosa y nada decente, pues habríamos tenido, en el Cielo algo así como un desposorio de tres. El Padre Eterno, viejo y bonachón, habría representado el papel de San José; en tanto que el Hijo, ilustrado, ya con las lecciones de Magdalena, habría cometido las travesuras de Querubín y Don Juan. Felizmente, para que los impíos no encontraran un motivo más de burlas, el Espíritu Santo conservó la varonía con todos sus accesorios. Faltaba ingerirle en la Divinidad, y eso lo realizó el Concilio de Nicea, gracias a la influencia e imposición de Atanasio. Desde entonces (por gratitud a sus benefactores) el Espíritu Santo desciende a la Tierra siempre que se retine un Concilio ecuménico.

     ¿Se ceñirá el Catolicismo a sus tres Personas en una? El terno divino concede esperanzas de convertirse en cuaterno y hasta en quina, si Jesucristo, como buen hijo, introduce en la trinidad a María y a San José4. Verificada la introducción, San José y María arrastrarían a todos sus ascendientes hasta concluir en Adán; y Adán, como buen padre, otorgaría la Divinidad a todos sus descendientes. No cabe solución más sabia del problema religioso, y parece que vamos en camino de aceptarla. En concepto de las muchedumbres ¿qué es María sino la cuarta persona de la Trinidad? ¿qué son los santos sino dioses a medias? ¿qué los Pontífices romanos sino colaboradores y participes de la Divinidad?

     Como el Carlos V de Hernani pronunció su dramático “¡Perdono a todos!”, el Papa debería extender sus manos sobre la especie humana y exclamar en un arranque de entusiasmo: ¡Divinizo a todos!

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Notas

     1Publicado en El Libre Pensamiento de Lima, el 6 de abril de 1901 [AGP].

     2Chateaubriand, Les Martyrs. París, Pourrat Fréres 1836; Tomo I, Libro III, pág. 76. [autor]

     3Nota marginal del autor: Véase el ensayo Isis y Osiris, de Plutarco.

     4Nota marginal del autor: En el segundo siglo, María es la Virgen–Madre; en los siglos cuarto y quinto, asume el rango de un ser semidivino, no ya la madre de Jesucristo considerado como hombre —como lo pretendía Nestorio— sino la Madre de Dios, conforme a la decisión del Concilio de Efeso en 431. En la Edad Media, María se transforma en la Reina del Cielo. Só1o falta incorporarla de título a la Trinidad, que funcionalmente forma ya parte de ella.

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