LA FE Y SUS DEFENSORES 1



I



     Cualquiera se imaginaría que las feroces y seculares guerras de religión fueron suscitadas para desvanecer las tinieblas y cubrir de luz a la Humanidad: sólo se trató de salvar la Fe.

     ¿Qué es la tal Fe? Algunos privilegiados lo saben y se guardan el secreto, mientras el común de mártires nada comprende y pasa cargando su Fe, como un asno ciego lleva su albarda. Muchas gentes que se lastiman porque “grasa la epidemia de la incredulidad“ y va desapareciendo “el dulce bálsamo de las creencias”, muchos hombres que desenvainarían el sable para defender la sacrosanta Fe de sus padres, se hallan en la misma penumbra cerebral del pueblo que se amotinaba porque unos astrónomos ingleses querían robarle el equinoccio.

     ¿Para qué sirve? Antiguamente se usaba para trasladar las montañas; pero desde que el taladro las perfora y la dinamita las pulveriza, ya no sirve de mucho en los negocios materiales de este mundo. ¿Estamos seguros que nos sirva de algo en las cosas espirituales o de la otra vida? Oigamos al apostol Santiago: “Hermanos míos ¿qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?... La fe, si no tuviere obras, es muerta en sí misma” (Epístola Universal, II, 14 & 17). Oigamos a San Pablo: “Porque por gracia sóis salvos por la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras, para que nadie se gloríe” (Epístola a los Efesios, II, 8 & 9).

     San Pablo defiende una doctrina, Santiago enuncia la contraria. A San Pedro, como infalible, le tocaba resolver la magna cuestión de la Fe y de las obras, pero no lo hizo y se contentó con asegurar que entre las Epístolas de San Pablo “hay algunas difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para perdición de sí mismos” (Segunda Epístola Universal, III, 16). Es que sin embargo de toda la infabilidad, el buen San Pedro veía muy poco más allá de sus narices y calzaba tantos puntos de Sancho como de apóstol. Si no, véase cómo le trata Jesús en una ráfaga de mal humor: “Y él (Jesús) volviéndose y mirando a sus discípulos, riñó a Pedro, diciendo: Apártate de mí, Satanás; porque no sabes las cosas que son de Dios, sino las que son de los hombres” (San Marcos, VIII, 33).

     Fe parece creer lo que no se ve y hasta lo contrario de lo que se ve. Un desconocido viene a nuestra casa, nos deposita un gran cofre y nos repite con mucha gravedad: “Aunque el mueble pesa como el heno, está repleto de oro”. Si abrimos el cofre y afirmamos que la paja seca es paja seca, somos unos descreídos; si sostenemos que los haces de paja son lingotes de oro, somos hombres de Fe. Un creyente no se diferencia, pues, del hipnotizado que bebe horchata de almendras y se figura saborear una copa de champagne. Para llegar a ese gloriosísimo estado de sugestión, se requiere el auxilio divino, desde que según la enseñanza de la Iglesia, la Fe es un don del, Espíritu Santo, desde que los esfuerzos individuales para conseguirla valen tanto como los específicos de los barberos para adquirir pelo. Viéndolo bien, el don divino merece llamarse un presente griego, y cualquiera pediría la exoneración de recibirle, si el Espíritu Santo observara la buena costumbre de averiguar nuestra opinión antes de concedernos sus dones.

     Cualquiera tiene derecho de preguntarse cómo una Fe tan irracional y descabellada puede hallar defensores tan decididos o caballeros andantes de humor tan irascible. Un cura de indios nos declaraba con la mayor ingenuidad: “Por la Fe hasta la muerte. Verdad que muchos de nosotros no creemos o dudamos; pero ¿ a qué divulgarlo? Sería quitarnos el pan de nuestros hijos”. Un sochantre nos solía repetir: “Amigo, se lo confieso con toda reserva—: nosotros somos embaucadores o cubileteros, y nuestra rabia contra el librepensador es la misma rabia de los prestidigitadores contra el espectador que les descubre la trampa o el manipuleo”.

     Como la turbamulta de los creyentes no se halla en las mismas condiciones del sochantre ni del cura, se necesita decir algo más sobre los Defensores de la Fe: muchos no son simples cubileteros ni se guían por sólo el amor paternal. Quién sabe si en el beato, el fraile o el clérigo vamos a descubrir el antropoide que sirve de transición entre el gorila y el hombre.



II



     Los monos domesticados se conservan mansos y dóciles mientras viven sometidos al régimen vegetal; pero se vuelven ariscos y batalladores apenas se habitúan a comer carne. Algo semejante sucede con la Humanidad: desde que un individuo frecuenta la mesa eucarística, pierde toda su mansedumbre y toda su bondad para convertirse en una especie de lobo indomesticable y agresivo. Esto, lejos de hablar en favor de la teofagia, manifiesta que la carne de los Dioses no conviene al organismo del hombre.

     Olvidando que la Fe no se adquiere voluntariamente, que no se inocula convicciones en el cerebro como se inyecta morfina en la sangre, los fanáticos se declaran enemigos inexorables del filósofo porque no cree, como se llamarían adversarios del dispéptico porque no digiere. Menos injusto se muestra don Quijote al abstenerse de partir en guerra contra los estómagos que rechazan el bálsamo de Fierabrás: a Sancho que vomita la droga, le sigue considerando tan su amigo como antes.

     Digamos a un geómetra que todos los radios de una misma circunferencia no son iguales, a un astrónomo que la Tierra se mantiene inmóvil en el espacio, a un fisiólogo que la sangre no circula en nuestras venas: los tres hombres de ciencia querrán convencernos con pruebas experimentales, y al no conseguirlo, alzarán cuando mucho los hombros y sonreirán con ligera ironía. Pero neguemos la divinidad de Jesucristo, sostengamos la concepción humana de María o combatamos la infalibilidad del Papa: todos los miembros de la secta romana empezarán por aducir el testimonio de la Biblia o de los, Santos Padres y acabarán por esgrimir el arma hiriente, cortante o contundente. Ni siquiera un simulacro de razones. Y así corroboran una ley del espíritu humano: cuanto más injusta es una causa, cuanto más patente es un error, se les defiende con más rabia y con peores armas. Por la bilis del creyente se mide la monstruosidad de la creencia; y un escritor francés anda muy acertado cuando valiéndose de un calembour, sostiene que la Foi est une maladie du foie, la Fe es una enfermedad del hígado.

     Sucede una cosa muy original: cuando algún incrédulo aduce que las aseveraciones de un mal sacerdote no merecen crédito porque lo afirmado con las palabras queda desmentido con las acciones, los católicos responden que debemos atenernos a la excelencia divina de la enseñanza, no a la imperfección humana del órgano docente, que la rosa no deja de figurar como reina de las flores por nacer en un cementerio. Por el contrario, cuando algún librepensador combate el Dogma y prueba el origen humano de todas las religiones, entonces el clero empieza por bañar de lodo al librepensador y concluye por asentar que no debemos creerle ni escucharle, que de labios corrompidos brotan siempre doctrinas abominables, que el mal árbol produce malos frutos. Nada más natural que alrededor de todo enemigo de la Iglesia se cristalice una leyenda de perversidad. Al defender a Dios, no hay arma vedada, ni la más atroz calumnia. Ante la gloria del Ser Supremo ¿qué vale la honra del hombre?

     Alguien dijo que el olor más grato a los Dioses era el olor a cadáver; pero como han caído en desuso los sacrificios humanos y los autos de fe, hoy el mayor placer de Dios en el ciclo es oír calumniar al hereje en la Tierra. El Espíritu Santo debe reclamar la invención del célebre consejo atribuido a Voltaire: “Mentid y calumniad sin miedo que algo queda siempre”. El sacerdocio de la calumnia y de la mentira lo desempeñan muy bien, desde hace muchos siglos, todos los defensores de la Fe, principalmente los ministros del Señor.

     Algunos católicos, los menos malévolos, se imaginan que el incrédulo niega ostensiblemente; que en el fuero interno guarda la convicción religiosa; que tarde o temprano regresa al seno de la Iglesia, sobre todo en la hora de la muerte. Y sin quererlo ni pensarlo, estas almas puras y generosas infieren a su religión la más grave de las ofensas al convertirla en el último refugio de los hombres que llevan petrificadas las tres cuartas partes del cerebro. Todos sabemos que a la aproximación de la muerte, cuando el organismo sufre los estragos de la completa desagregación, las facultades mentales pierden su vigor y su lucidez, de modo que la inteligencia más poderosa oscila entre la inconsciente vaguedad de la niñez y la estúpida somnolencia de la decrepitud. Al aguardar, pues, que se regrese a la Fe cuando el cerebro se haya convertido en un desconcertado reloj que da las ocho y marca la una, se sugiere muy triste idea del Catolicismo. Así que podríamos desearle a un amigo nuestro: “—¡Ojalá te veas en condiciones de ser católico!” parodiando al jorobado que vociferaba porque le habían robado un vestido nuevo: “— ¡Ojalá mi levita le venga bien al cuerpo del ladrón!”

     Otros católicos, los menos benévolos se figuran, o al menos propalan, que siendo imposible negar de buena fe la evidencia de las verdades reveladas, la incredulidad nace de la perversión moral, que andan inseparablemente unidos el descreimiento y la mala fe. Así muchos, particularmente los sacerdotes, consideran al impío y al hereje como imperdonables delincuentes, más odiosos y más acreedores a la pena corporal que los criminales comunes, desde que a la gravedad del acto se agrega la malicia del actor y desde que matar las almas al inculcarlas una doctrina perniciosa causa mayor daño que matar el cuerpo al herirle con una espada. El impío y el hereje pecan contra el Espíritu Santo, desean perpetrar un deicidio, son un nuevo Nabucodonosor que pretende reconstruir la torre de Babel para escalar el firmamento y destronar a Dios.

     En vano responderán los incriminados que ellos no se proponen reconstruir ninguna torre, escalar ningún firmamento ni destronar a ningún soberano legítimo: ellos no saben lo que dicen y, quieras o no quieras, son Nabucodonosor. ¿Van a saber más que los teólogos? Esto recuerda una historia. En un pueblo de la sierra del Perú fue conducido al cementerio un pobre diablo que ofrecía todos los signos de la muerte, cuando sólo estaba bajo la influencia de un sueño cataléptico. Al ser arrojado a la fosa, abrió los ojos y se puso a gritar: “—¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo” —“¿Vivo tú?, exclama uno de los, enterradores: estás muerto y bien muerto. ¿Quieres tú saber más que los médicos?”

     En resumen: la Fe debe ser considerada como un órgano que se atrofia con la luz: combatir en su defensa corre parejas con amotinarse por el robo del equinoccio y acusar de perverso al hombre que no la guarda, equivale a tratar de manco al sexdigitario que se corta el apéndice inútil y queda con sus cinco dedos.

     Respecto a los Defensores de la Fe, ellos operaron antiguamente como el boa que envuelve a su víctima, la quebranta, la estrangula y antes de engullírsela tiene la buena precaución de lubrificarla con una baba pestilente y viscosa. Mas hoy que no pueden estrangular ni engullir como la serpiente, se consuelan con gruñir como los mastines encadenados o secretar ponzoña como los batracios enfurecidos.

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El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.

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Notas

     1Publicado en El Libre Pensamiento de Lima, el 14 de abril de 1900 [AGP].

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