LA SANTA IGNORANCIA 1
Conversando con la familiaridad de buenos compadres, se paseaban en los jardines del Vaticano el banquero Mires y el Pontífice Pío IX.
El Papa, siguiendo la inveterada costumbre de sus predecesores, lamentaba la creciente impiedad de los corazones, la escasez de las arcas pontificias y la gran dificultad de procurarse fondos. Tal vez se hallaba necesitado de rifles y cañones para hacerse grato a Dios con el exterminio de las bandas garibaldinas. Levantaba los ojos al cielo, como implorando una lluvia de oro, cuando el banquero le dijo con la mayor seriedad:
El Padre Santo se llenó de íntima satisfacción, y nerviosamente abría y cerraba las manos, como si ya cogiera los napoleones de París o las libras esterlinas de Londres. A la vez que dibujaba en sus labios la sonrisita peculiar a los jesuitas, preguntó a Mires en qué se fundaba para emitir semejante opinión.
—¿En qué me fundo? En que lo más durable, lo más seguro y lo más fácilmente explotable de este mundo es la tontería humana.
Aunque la historia no parezca muy auténtica, merece consignarse porque encierra mucha verdad y mucha filosofía. Leyendo ignorancia en lugar de tontería, la respuesta de Mires adquiere toda la fuerza de un axioma.
Por regla general, quien tonto nace, tonto muere, o, el tonto a nativitate es tonto per secula seculorum; pero sucede muchas veces que la tontería no viene de la constitución orgánica sino de la ignorancia, como se ve, por ejemplo, en la sencillez o pobreza de espíritu que denuncia la fe religiosa: creemos, no porque hayamos nacido tontos incurables, sino porque nunca hemos pensado en ahuyentar la nube de errores que nos envuelve desde la infancia, porque de jóvenes y viejos seguimos viviendo como vivíamos en los primeros años.
La secular y magna labor de la Iglesia Romana se resume en tres vocablos: fomentar la ignorancia. Desde los primeros siglos de la era cristiana, los apologistas de la Religión y los buenos creyentes manifestaron un odio encarnizado a la ciencia y un entrañable amor a la santa ignorancia. ¿Jesucristo no llamaba bienaventurados a los pobres de espíritu y les ofrecía el reino de los cielos? Ya puede anticipar el sabio lo que en el otro mundo se le espera: no hay asiento a la diestra del Todopoderoso, sin llevar patente de ignorancia o imbecilidad.
Según Tertuliano, “la Filosofía es superflua o riesgosa, es la obra de los demonios. Después de Jesucristo, toda curiosidad ha llegado a ser insensata; después del Evangelio, toda ciencia ha llegado a ser inútil”. Se argüirá que por mala fe citamos a un doctor de la Iglesia, nacido en el segundo siglo. Mas no: en pleno siglo XIX, el filósofo Balmes asegura que “el Catecismo nos hace llegar desde nuestra infancia al punto más culminante que señalará a la ciencia la sabiduría humana”. ¿Cuál es la ciencia suprema? Indudablemente el conocimiento de Dios, puesto que conocida la causa se conoce el efecto. Ahora bien, conforme a la teología mística, “Dios no es conocido verdaderamente sino de los simples y de los débiles: la ciencia de las escuelas no hace más que esparcir o interponer una nube entre Dios y el hombre“. Los teólogos, en sus tenaces y prolijas lucubraciones, han llegado a esta conclusión: “La ignorancia de todas las cosas creadas es la condición del verdadero saber divino”.
Por declaración de los mismos teólogos y apologistas, media pues una grave incompatibilidad de humores entre la Religión y la Ciencia: en eso estamos conformes con ellos. ¿Qué tiene que ver la divinidad de Jesucristo con la paralaje de un astro, el dogma de la Trinidad con la duplicación del cubo, la virginidad de María con la dilatación de los gases, o el misterio de la eucaristía con el binomio de Newton? El mismo Dios, que representa un serio papel en la Metafísica y la Teología, no luce mucho en las Matemáticas, la Química, la Física, la Historia Natural ni la Astronomía: en algunas ciencias hay que suprimirle, como hipótesis inútil o cantidad despreciable.
Desde que la Roma de los Césares degeneró hasta el extremo de convertirse en la Roma de los Papas, la Iglesia Católica vino ejerciendo el oficio de huracán y despabiladera. Durante los primeros siglos y en la Edad Media, cuando un hereje o filósofo quería pensar libremente y encender su vela en el secreto del hogar, entonces la Iglesia (que todo lo sabía y todo lo miraba) se convertía en la despabiladera para matar la luz y suprimir la vela. Cuando todo un pueblo encendía una gran hoguera para alumbrarse sin necesidad de pedir luz a Roma, en ese caso la Iglesia Católica se trasformaba en el huracán que no sólo extinguía la hoguera, sino arrasaba con los muros del pueblo y concluía con la existencia de sus moradores. Se necesita realizar un prodigio de reconstitución histórica para imaginarse hoy el proceso mental de aquellos energúmenos divinos que rompían las estatuas, derribaban los templos, quemaban las bibliotecas y hundían el hierro en el corazón de los paganos y de los herejes.
Como los tiempos no son ya los mismos, la Iglesia se resigna o finge resignarse a ejercer el oficio de pantalla: quiere interponerse entre la Ciencia y la Razón para disminuir la intensidad de la luz o hacerla cambiar de colores. Verdad que Pío IX con su Virginidad de María, su Infabilidad de los Papas y su Syllabus, levantó una especie de muralla china entre la Religión y la Ciencia; pero verdad también que el infeliz Pío IX es considerado por muchos católicos como un brouillon o gáte–sauce, como un Pontífice más digno de la Edad Media que del siglo XIX, como un espíritu mezquino y estrecho que habría merecido el curato de una aldea, no la silla de San Pedro.
Los modernos apologistas dejan las medidas violentas, realizan su cuarto de conversión y a fuer de buenos oportunistas o diplomáticos, se desvelan por manifestar que no cabe la más mínima discrepancia entre la ciencia humana y la ciencia divina; que las verdades encontradas por el hombre con el simple auxilio de su inteligencia se conforman con las verdades comunicadas a la Iglesia por el Espíritu Santo. Conclusión: Moisés fue tan buen astrónomo como Laplace, Jesucristo supo tanto como Aristóteles, Joaquín Pecci vale, científicamente hablando, lo mismo que Spencer o Haeckel.
De todos modos y sea cual fuere el plan de guerra seguido por la Iglesia, se llega a las mismas conclusiones de Balmes y Tertuliano: la proclamación de la inutilidad de la ciencia y el culto a la santa ignorancia.
Esta santa ignorancia, esta arma eterna del Catolicismo y demás religiones, es necesario combatirla por todos los medios posibles: quitándosela al hombre, le quitamos una interminable y pesada cadena de males, le purificamos y ennoblecemos. Para conseguirlo, basta inocularle en el organismo unos cuantos centímetros cúbicos de instrucción laica: la Ciencia es a las religiones como el ácido fénico, es a los microbios.
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1Publicado en El Libre Pensamiento de Lima, el 16 de junio de 1900 [AGP].