POLEMICAS RELIGIOSAS 1
Las discusiones religiosas presentan el inconveniente de no sembrar el convencimiento en el ánimo de los llamados a ser convencidos, en los creyentes de buena cepa: con algunos años de Catolicismo, el hombre de cerebro más robusto concluye por quedar eternamente emparedado en el absurdo, viviendo a semejanza de quien desciende a un sótano, rechaza tanto el gas como la luz eléctrica y no reconoce mejor alumbrado que una vela de sebo.
Pero el inundo no se compone de sólo fanáticos o víctimas cogidas en los tentáculos del pulpo religioso: hay una gran ola humana que fluctúa, indecisa entre la Razón y la Fe, no acertando a declararse por la ciencia que nos rasga la venda ni por la Religión que nos circunda de tinieblas. Y se disculpa su estado de alma: ¡es tan dulce la pereza intelectual! Hay, a la vez, una gran masa de hombres indolentes que siguen el Catolicismo como seguirían otra religión cualquiera, por haber nacido en ella y no darse el trabajo de pensar ni de mantener una lucha consigo mismo. Y también se les disculpa: ¡es tan cómodo abandonarse a la corriente de las ideas adquiridas! Nada tan agradable como navegar muellemente recostado en la cámara de un trasatlántico, mientras los hombres de mar fijan el rumbo, manejan el timón y atizan los calderos.
Pues bien, si la Iglesia se apodera de los indecisos e indolentes ¿por qué no se apoderará de ellos el librepensamiento? Hay que ayudar a muchos en la empresa de quitarse de los hombros la carga tradicional. Abundan personas que llevan el Catolicismo en su cerebro como se lleva una erupción cutánea en las espaldas o un forúnculo en las posaderas: no están enfermas de muerte, pero necesitan de mano ajena para curarse.
¿Se dirá con muchos seudo–liberales del Perú que la era de las discusiones religiosas ha concluido, pues todos creemos lo que mejor nos parece sin acordarnos de las creencias profesadas por los demás? Los católicos no piensan así, y lo prueban con sus libros y sus diarios: cuando algún filósofo discurre basándose en la Razón, surge inmediatamente algún fanático a refutarle en nombre del Dogma. Pregúntese a un santurrón si averigua o no la fe religiosa de sus prójimos, si sabe quiénes acuden los domingos a misa y quiénes comen de viernes en cuaresma.
Cierto, las religiones van muriendo de puro viejas al mismo tiempo que hasta en la masa popular los fetiches del Catolicismo pasan de moda y dejan de ser temas de actualidad; pero aquí no sucede lo mismo: las supersticiones católicas nos acometen, nos circundan, nos penetran y nos emponzoñan. Estamos como sumergidos en atmósfera de emanaciones patógenas, como hundidos hasta el cuello en líquido saturado de microbios. San José nos asedia, la Virgen nos obsede y Jesucristo, como el pimiento en Castilla y el ajo en Marsella, no falta en ninguna de nuestras combinaciones culinarias.
Veamos Lima y fijémonos en un solo hecho: la multiplicación y predominio de la casta sacerdotal. Los conventos donde en años no muy remotos vegetaban unos pocos frailes, han sido sorpresivamente colmados de huéspedes recogidos entre los mas groseros palurdos de Italia y España. Y estos frailes advenedizos, no satisfechos con reinar en sus conventos y disfrutar de pingües rentas, monopolizan la instrucción, dominan en las familias y ejercen una incesante succión en todos los jugos sociales: son algo así como un imposible natural, como sanguijuelas que chuparan por la cabeza y la cola.
Mientras la miseria cunde en todas las clases, mientras el obrero ve disminuir el jornal y crecer las contribuciones, mientras la mujer se prostituye por hambre o muere prematuramente por exceso de trabajo mal remunerado, el clérigo y el fraile viven hartos, alegres, felices y hasta relucientes: se diría que los rosados mofletes de cada presbítero acabaran de ser enlustrecidos con charol de puño. Si al cruzar por la calle divisamos un semblante donde se trasluzca la seráfica beatitud de haber comido bien y bebido mejor, no preguntemos el nombre de ese dichoso mortal: es un fraile. Si escuchamos el metálico ruido de herrajes en los adoquines y vemos aparecer dos rozagantes caballos enganchados a un coche de cuatro asientos, no preguntemos quién va dentro: es un obispo. Si divisamos una señorona con traje de seda y sombrero de plumas acompañada de tres o cuatro chiquillos con botines de hule y ternos de rico paño, no preguntemos a nadie el estado civil de aquellos envidiables seres: son la comadre y los sobrinos de algún cura.
Y aún estamos en el exordio de la cruzada tenebrosa. Gobernados por un hombre con instinto de albañil y alma de monaguillo, Lima se va convirtiendo en un mixto de lupanar y sacristía. Muy pronto caerá sobre nosotros un denso crepúsculo, mejor dicho, una noche cimeriana donde no veremos más que la silueta de pájaros negros, donde no escucharemos mas que el graznido lanzado por aves de mal agüero.
Digan ahora las gentes racionales si aquí se necesita o no emprender una campaña contra el fanatismo, si se debe o no discutir la influencia del Catolicismo en el atraso de nuestra sociedad. Pero viéndolo bien, al ocuparse de materias religiosas no conviene discutir sino atacar sin responder. Los católicos nos enseñan el ejemplo cuando en vez de hablar racionalmente se contentan con oponer a los hechos el versículo de la Biblia, a las leyes de la Naturaleza el latín de algún santo padre. Conduciéndonos más cuerdamente que ellos, desvirtuemos las afirmaciones de la Fe con las negaciones del buen sentido. ¿Quién discute con mónagos y santones? El ácido fénico ¿argumenta con el microbio?
Quedamos, pues, en que la mejor manera de luchar con los fanáticos es asestarles de cuando en cuando un buen golpe, hacemos los distraídos y dejar que chillen. Pero tanto como lanzarles descargas de grueso calibre o propinarles sendos varapalos en lugar sensible, vale tal vez hincarles con alfileres o azotarles con ramas de ortiga, es decir, tomarles el pelo para que todos los hombres de buen humor se rían a costa del ídolo, del dogma y del bonzo. Hablar siempre con gravedad y miramientos equivale a confesar tácitamente que se mira en la Religión una cosa digna de respeto, seria, intangible, sagrada.
¡Ved lo santo y lo respetable de nuestra
En resumen, quien logra tener de su parte a los que ríen, lleva mucho camino avanzado, porque una religión que sirve ya de burla y escarnio está muerta o moribunda. Tratemos, pues, de hacer reír al lector, recordando que la risa es irrefutable y poderosa, revolucionaria y democrática, que “el lloriqueo de Rousseau no derribó tanto como la carcajada de Voltaire”.
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El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.
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1Publicado en Germinal de Lima, el 28 de enero de 1899 [AGP].