EL ESCRITOR Y LA LEY 1

I



     La Ley que nos otorga en la Constitución el derecho de escribir sin previa censura nos amenaza en la Ley de Imprenta y en el Código Penal con multas, prisión y destierro si discutimos los dogmas de una secta o ponemos en duda la realidad de simples entidades metafísicas. Iguales penas se ciernen sobre nosotros si negamos la probidad de un ministro que ayer vegetó en la miseria y hoy florece en la abundancia, o si afirmamos que un presidente capaz de tener la mentira en los labios es muy capaz de esconder la rapacidad en las manos. Conceder al escritor una libertad con semejantes peligros vale tanto como decir al hombre que desea refrigerarse: puedes lanzarte al agua con toda seguridad, aunque te aviso que a lo mejor del baño te sumergiré el tiempo necesario para que no vuelvas a resollar.

     Hablen los redactores de La Idea Libre. Hará unos cinco meses, fueron denunciados por un artículo sobre la ejecución o asesinato de Mackinley, y cuando todos pensaban que la denuncia hubiera muerto de puro enclenque y de puro vieja, resulta que el Jurado se reúne intempestivamente y declara que “ha lugar a formación de causa”. La denuncia partió de un fiscal flexible y condescendiente, sugestionado por algún ministro “sin muchas potencias en el alma y con ninguna en el cuerpo”, ministro aguijoneado a su vez por un Presidente que en lugar de sustancia gris lleva la pituita de la Madre Monteagudo. Si el Presidente cedió a las insinuaciones de su director espiritual o de alguna abadesa, no lo aseguramos; lo que sostenemos es que el Gobierno, al ensañarse con los redactores de La Idea Libre, no se propone mas fin que eliminar un semanario de oposición. Que existe un plan fraguado contra los periódicos no adictos a Romaña ni a la Iglesia, lo corroboran El Ciudadano de Puno, La Razón de Trujillo, La Palanca de Cajamarca, El Ariete de Arequipa, etc.

     Si el taller donde se imprime La Idea Libre hubiera sido propiedad de escritores nacionales se habría procedido militarmente (llevándose los tipos y destrozando las prensas) como sucedió con El Independiente, La Luz Eléctrica y Germinal; pero siendo italiana la tipografía, se cambia de sistema y se procede diplomáticamente, no dañando la cosa extranjera y lanzándose a caza de los redactores peruanos. ¡Siempre cobardes! Vándalos con los bienes nacionales, porque tienen segura la impunidad; gendarmes con las propiedades extranjeras, porque tras el despojo inicuo divisan los cañones de los blindados ingleses, norteamericanos o chilenos.



II



     ¿Que es legal la denuncia? no lo negamos; pero tampoco se nos niegue que la sinuosidad y mala fe de los denunciantes se revela en acudir a una ley añeja, caduca, derogada por voluntad de las personas sensatas. Nadie que piense con elevación se halla libre de caer bajo la cuchilla de un juez. Como el orden social se funda en la iniquidad y el egoísmo, todas las ideas nobles y generosas encierran un principio disociador: son penables.

     ¿Quién nombra constituciones, códigos, leyes orgánicas ni reglamentos cuando se habla de justicia y derecho? Si hay algo incompatible con la equidad, la misericordia, la ciencia, el buen sentido y hasta con el sentido común, ese algo es la Ley. Y no solamente la Ley del Perú, donde códigos y reglamentos fueron elaborados por unos cuantos leguleyos de ciencia infusa y espíritu menguado, sino la Ley de las naciones miradas como profesionales en Jurisprudencia, de las naciones arribadas al punto más culminante de la evolución política y social. En Washington o Londres, en París o Viena, en Madrid o Roma, la ley se reduce a un maremágnum de ambigüedades y argucias, a una encadenada serie de trampas insidiosas y arteras donde la justicia sale siempre mal librada y escarnecida, donde el individuo queda eternamente sacrificado al inexorable fetiche del Estado.

     Sublevémonos contra la Ley, procedamos sin miedo ni contemporizaciones, declarando que no reconocemos delito de imprenta ni autoridades con derecho a entrabar la emisión de las ideas. Lo pensado en la soledad de nosotros mismos, lo cuchicheado en el secreto de la familia, lo murmurado en el círculo de los correligionarios y amigos, debemos escribirlo en el papel, decirlo en la tribuna, pregonarlo en calles y plazas. A la mala Ley de Imprenta, opongamos la buena costumbre de infringirla.

     ¿Quién regularía la manifestación del pensamiento? ¿La Religión? encierra lo añejo, lo estéril, lo muerto, y la vida en su más noble manifestación no puede sujetarse a la muerte. ¿La Política? a más de fundarse en la astucia y la fuerza, representa los intereses y preocupaciones de la clase dominadora. ¿La Moral? varía no sólo con el tiempo sino con la longitud y latitud: la moral estrecha y meticulosa de un metodista inglés no se iguala con la moral amplia y despreocupada de un parisiense. Sólo la Ciencia podría ejercer la misión de encauzar al pensamiento, y la Ciencia dice que no sabiéndose quien posea las llamadas verdades en el orden moral, en el político ni en el religioso, se debe oír a todos, se debe pesar todas las razones. Como los animales, por más inútiles y dañinos que nos parezcan, tienen su lugar en la escala de los seres y reclaman su porción de vida, así las ideas, por más nocivas y absurdas que nos las figuremos, sirven a la evolución humana y poseen su derecho a la existencia y a la circulación.

     Entre el público y el escritor no debe intervenir ni el mismo Parlamento, esa múltiple divinidad de los imbéciles. Unas cuantas docenas de empíricos, ungidos de omniscientes por la ignorancia popular o el favor gubernativo ¿se hallan en condiciones de regir a pensadores y sabios, a los hombres animados por un espíritu de verdad y justicia? Como diputados y senadores ejercen el poder, luchan y se desvelan porque se venere el principio de autoridad, veneración que disminuye y desaparece cuando la vida íntima y los actos públicos de los gobernantes son analizados y discutidos en una prensa enteramente libre. De la Alta Cámara inglesa se ha dicho: “Es una carreta de basuras que se atraviesa en una calle y detiene la circulación de los coches”. De un Congreso peruano ¿qué se dirá? Cámaras que fácilmente se domestican a Grace y Dreyfus, Cámaras que dejan impunes los horrores de Huanta, el Guayabo y Santa Catalina, Cámaras que aprueban la Ley Electoral y el Código de Justicia Militar, Cámaras, en fin, que legalizan la fraudulenta elección de un Romaña, no merecen la confianza ni la estimación de los pueblos. Los Parlamentos nacionales dictando leyes a los escritores, nos hacen pensar en una colonia de ostras queriendo reglamentar el vuelo de los pájaros.



III



     El hombre no disfruta de los derechos que otros le conceden por la razón, sino de los que él mismo se conquista por la fuerza. Toda libertad nació bañada en sangre, y el advenimiento de la justicia debe compararse con un alumbramiento desgarrador y tempestuoso, no con una germinación tranquila y silenciosa. No aguardamos a que de arriba nos otorguen derechos ni libertades. Del que manda, nunca vino cosa buena ni gratuita, y las naciones que se adormecen confiadas en que la Autoridad se acerque a despertarlas con el don de la independencia son como los insensatos que en el desierto edificaran una ciudad, aguardando que un río viniese a cruzarla por el medio.

     ¿Se argüirá que el Perú no ha llegado aún a la situación de recibir las más amplias libertades? Todavía no lo hemos ensayado, pues toda nuestra vida política se redujo a una sucesión de gobiernos ilegales y abusivos, impuestos por el fraude y la violencia. En ninguna parte del mundo se puede afirmar con tanta razón como en el Perú: “El Gobierno es un enemigo acampado en medio del sistema social”. Ensayemos el ser completamente libres: el órgano se perfecciona ejercitándole, la libertad se consolida practicándola.

     Felizmente, hay mucha divergencia entre la índole de la Ley y el espíritu de la Nación. El hombre que habla y escribe con independencia no suscita ya la cólera de las turbas ni sufre la especie de excomunión social que hace unos veinte o veinticinco años caía sobre el hereje o el impío: merced al roce con los extranjeros y a la incesante labor de algunas almas generosas, un viento de purificación está barriendo con los miasmas del fanatismo español. Las buenas semillas han sido arrojadas, y nadie impedirá que germinen, broten y fructifiquen. Como núcleos de vegetación que prometen ensancharse y juntarse para formar un gran bosque, así surgen en la República muchos centros de propaganda que viven, irradian y acabarán por invadir las poblaciones más rebeldes y más recalcitrantes. Salvo las regiones de indios quechuistas y analfabetos ¿en qué lugar del Perú no existe algún hombre completamente emancipado? Unos se casan civilmente, otros se afilian a instituciones abiertamente incrédulas, otros mueren rechazando los últimos auxilios de la Religión.

     Lima, el Callao y Trujillo están casi emancipados; Cusco y Puno comienzan a batallar, mientras Cajamarca, esa supervivencia de la Edad Media, va descubriendo gérmenes de una fermentación saludable. Piura y Lambayeque se agitan, lo mismo que el Cerro de Paseo y Huancayo. Pero el fenómeno más curioso se realiza a las faldas del Misti, en el propio cubil de la fiera: gracias a la acción enérgica y persistente de un grupo de jóvenes con valor y firmeza, Arequipa sacude su modorra, combate y promete formar el centro más fuerte de la emancipación de la Iglesia. Y cuando los hombres comienzan por destrozar el yugo religioso, acaban por no sufrir la dominación política ni la tiranía social.

     La ola crece, avanza, y no la detendrán las denuncias de los fiscales, las sentencias de los jueces ni los padrenuestros de Romaña.

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El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.

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Notas

     1Publicado en La Idea Libre de Lima, el 26 de febrero de 1902 [AGP].

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