ROMAÑA Y LA PRENSA 1
A un pobre diablo se le ocurrió domesticar osos; pero lo hizo con malísima suerte, porque uno de los animales le asentó dos bofetadas que le inflamaron los oídos y le produjeron una irremediable sordera. El pobre diablo adquirió una tremenda ojeriza con los osos, de manera que vivía pensando y soñando con ellos. Hasta se imaginaba que el origen de su sordera se había convertido en acontecimiento de perenne actualidad: así cuando en una tertulia se hablaba del calor, del frío, de la política o de las modas, el sordo se encartuchaba las orejas, daba muestras de oír la conversación, y de repente decía con el mayor entusiasmo: “¡De veras: oso, mal animal!”
Los mandatarios del Perú nos recuerdan al hombre del oso. Por unos cuantos rasguños de pluma, recibidos con razón y en parte sensible, juran odio implacable, no sólo a periódicos y periodistas, sino a todo lo que se relaciona con los escritores y los libros. Venga o no venga al caso, por lengua propia o ajena, en circulares o mensajes, dirigen sus tiros más o menos francos a la libertad de imprenta. Ejemplo, Romaña.
En su Mensaje del año pasado vociferó contra la prensa, en el último Mensaje acaba de renovar las vociferaciones, y probablemente las seguirá repitiendo en todos los mensajes que le escriban sus domésticos de Palacio y le dejen pronunciar sus amos del Congreso.
Dice el Presidente: “A la sombra de una mal entendida libertad de imprenta, se ha seguido atacando todos los derechos y conculcando todas las libertades: se insulta a la religión del Estado, a la moral pública y a la vida privada; se turba la conciencia y se mancilla la honra, sin que la sanción penal vuelva por los fueros sociales”.
¿Cuáles han sido esos “derechos atacados” y esas “libertades conculcadas”? Probablemente el derecho de los Ministros para adueñarse de los tesoros nacionales o la libertad de los otros funcionarios para alzar con el santo y la limosna.
¿Cuáles los insultos a la religión del Estado? Quizá el referir la escapada de algunas monjas, la inclinación de algunos tonsurados a la copa y las faldas, o las travesuras de algunos reverendos padres que entran a componer relojes y jugar al toro en ciertos conventos de mujeres. Esto no quiere decir que neguemos la sinceridad religiosa de Romaña: posee las dos cualidades propias de todo buen católico: el embuste y la bellaquería.
¿Cuáles esos insultos a la moral pública y a la vida privada? ¿Dónde están los Catones y los Cincinatos, hundidos en el lodo y cubiertos de infamia? ¿Dónde esas doncellas, esas casadas y esas viudas insultadas y escarnecidas en los periódicos?
Aunque el desborde y el escándalo de la prensa hubieran llegado al mayor grado posible, aunque se hubiera ofendido y calumniado con el cinismo más sórdido y repugnante ¿quién hizo al Presidente de la República el defensor de honras ajenas? ¿A título de qué transforma en sermón de moral un documento de informaciones políticas? La moral no viene ni puede venir de las frases murmuradas por un presidente, sino del ejemplo irradiado por su vida y sus actos; y aquí, ínter nos, señor de Romaña ¿qué lecciones ejemplares nos ofrecerá un gobernante nacido en el fraude y la imposición, mantenido con el engaño y la superchería?
No se requiere la penetración y malicia de un Metternich o de un Talleyrand para descubrir que a Romaña le importan un comino las honras de todos sus conciudadanos y que al hablar de insultos a la vida privada y mancillas a la honra, se refiere a sí mismo, resollando por la herida y convirtiéndose en abogado de su propia causa. Y ¿sabe el lector los grandes insultos que los periódicos han inferido al Presidente? Le han dicho que debe el poder a un cúmulo de actos ilegales; que no ha descubierto la pólvora; que no tiene iniciativa ni voluntad; que sigue los consejos del último interlocutor; que durante su período se ha hecho aumentar el sueldo en seis mil soles; que ahorra una vela de sebo y desperdicia un millón; que sigue el mal camino de todos sus antecesores; que si logra escapar a la tutela de su primer amo sólo será para servir de juguete a una serie de abogaduelos ambiciosos y astutos. ¡Por semejantes insultos hay quien se nos quiere presentar como una víctima expiatoria! Llamen al primer sinvergüenza que atraviese la calle, y sufrirá iguales o mayores agravios, con tal que le ofrezcan buen alojamiento, buena mesa y treinta mil soles al año.
Romaña quiere una ley de imprenta que forme trío con el Código de Justicia Militar y la Ley de Elecciones. Quiere poseer el medio seguro de eliminar instantáneamente al escritor o al periódico que le importune y le moleste. Eso trasciende de sus palabras al Congreso; y si admira el cinismo del hombre que las pronuncia, sorprende más la abyección y cobardía del pueblo que las escucha sin formular una protesta ni lanzar un grito de indignación. Debemos confesar que entre las naciones envilecidas y degradadas, el Perú ocupa hoy un lugar prominente. Antes formábamos con el Ecuador y Bolivia un algo así como el triángulo de la imbecilidad sudamericana; pero desde que esas dos repúblicas consumaron sus últimas revoluciones, nos hemos quedado solos y de reyes en el camino de la regresión social y política.
Nadie ignora que el programa de Romaña se resume en dos líneas: el embrutecimiento nacional por la ignorancia y el fanatismo. Para realizarlo con más prontitud y mayor facilidad, se necesita que ningún enemigo levante la voz, que todos aprueben o callen. Al imponernos el contrato Grace, nuestros mandones amordazaron la prensa que resistió al cohecho: ¿por que no liarán lo mismo para fanatizarnos o enfrailarnos? Por medio de sus contratos leoninos, sus consignaciones y sus bancos nos robaron la riqueza pública y privada; con sus guerras desastrosas y mal dirigidas nos dejaron arrebatar la honra y el territorio; ahora tratan de reducirnos a la condición de ilotas o de parias quitándonos hasta el derecho de hablar y de pensar.
Pues bien, al hombre que personifica y encabeza ese movimiento bárbaro y regresivo; al que desea transformarnos en un pueblo de la Edad Media; al que por cada poro de su individuo respira intolerancia y jesuitismo; al que sólo por incapacidad y miedo no se declara abiertamente un Francia ni un García Moreno, es al que se le pretende ofrecer hoy un banquete popular, con el objeto de “felicitarle por su acertada labor administrativa”.
¡Siempre las comilonas y siempre los ventrales! Para crearnos atmósfera de simpatías, hemos inventado el arte de coger a los hombres por el vientre, de hipnotizarles con el champagne y la trufa: con detrimento seguro de la Caja Fiscal y en beneficio improbable de Arica y Tacna, se come en Lima, en Buenos Aires, en Montevideo, en la Asunción, en Río de Janeiro y tal vez en México. A los convites siguen los telegramas encomiásticos y embusteros, que parten de Lima para derramarse por todo el continente, o vienen del Brasil, el Paraguay, el Uruguay y la Argentina para circular por los últimos caseríos de la República. En el interior, gobierno de hisopo y despabiladeras; en el exterior, política de olla y bombo.
¿No acabamos de convencernos que servimos de burla y de escarnio al mundo entero? ¿Hay algo tan bochornoso y triste como un pueblo que seráficamente masca y deglute mientras su vecino le insulta y le propina una lluvia de mojicones? Francamente, y aunque parezca muy duro el repetirlo, ya no somos dignos de morir desangrados en una guerra exterior o en una serie de contiendas civiles: mereceríamos ahogarnos en un diluvio de escupitajos o ser barridos por una marejada de sustancias excrementicias.
Mas borramos todo lo dicho y aprobarnos el régimen de los ventrales. Queridos compatriotas, coman bien, hagan excelentes digestiones y robustézcanse: así tendrán ustedes buenas piernas para correr en las futuras batallas de San Juan y Miraflores, así adquirirán robustas posaderas para recibir las nuevas azotaínas que los chilenos les administren en las calles y plazas de Lima.
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El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.
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1Este artículo es copia de un recorte de periódico