SEGUNDA PARTE
LA CIUDAD HUMANA 1
Si nada infunde tanto desprecio como una existencia de sinuosidades, retrocesos y contradicciones, nada inspira tanta admiración ni tanto respeto como una vida de rectitud, unidad y firmeza en las convicciones. Sobre todo aquí donde casi no hay pluma que no se alquile ni conciencia que no se venda, aquí donde liberales y librepensadores colaboran en la mala faena de gobiernos clericales y pretorianos, aquí donde no se tiende la mano a cien políticos sin rozar la epidermis de noventa y nueve tránsfugas.
Cuando se ama una idea, se combate, se padece, se muere por ella. Más aún: se la ofrece algo superior a la vida. Hay que entregar su reputación a los insultadores como el filósofo indostánico daba trozos de su carne a los animales hambrientos. ¿Qué hombre de bien atravesó por el mundo bajo una lluvia de flores y al arrullo de marchas triunfales? Solamente los amorfos y los inútiles viven y mueren sin haber sufrido el ataque de un protervo ni la mordedura de un reptil. El efecto de una propaganda se encarece, no tanto por la satisfacción de los amigos como por la rabia y el despecho de los adversarios. Donde brota más soez la injuria, donde estalla más feroz el ataque, ahí se golpeó con más justicia, ahí se dio con más destreza en el blanco. Nadie se irrita con el flechazo que no le llega ni se sulfura del zurriagazo que no le toca.
Cuando la Humanidad quiere estimar el mérito de los hombres, no les mide la circunferencia de los vientres ni les numera las libras esterlinas amontonadas en los cofres: les pesa las convicciones almacenadas en sus cerebros, les cuenta las heridas ganadas en los combates por la verdad y la justicia.
Creemos no equivocarnos al decir que la dignidad humana disminuye en proporción a la influencia del Catolicismo y que la verdad no brota de concilios, así como la libertad no surge de camarillas parlamentarias ni la cuestión obrera se resuelve en conciliábulos de capitalistas. ¿Muchos piensan como pensamos nosotros? Quizá. De Norte a Sur nacen y se difunden periódicos para combatir lo viejo y lo maleado, en todas partes resuenan voces para clamar por algo nuevo y algo puro. Un soplo de rebelión agita los ánimos. Se quiere transformaciones hondas y fecundas, se rechaza revoluciones superficiales y estériles para encumbrar o derribar caudillos adocenados. Ya se empieza a comprender que la sangre de un humilde trabajador vale más que la ambición de todos los generales y de todos los políticos. No se esquiva la muerte; pero se desea morir por cosas grandes, en vez de sacrificarse por hombres pequeños.
Aunque fuéramos uno entre mil, no deberíamos arredrarnos: revoluciones y reformas se iniciaron por minorías que sacudieron y empujaron a la masa inerte de las mayorías. El campo nacional aguarda la simiente, y si ella no germina, culpemos a la insuficiencia de los sembradores antes que a la infecundidad del terreno. Mas, dado que los pueblos de la República siguieran en la noche del Coloniaje, dado que aceptaran por única luz las macabras penumbras del sacerdote católico, no por eso deberían retroceder y callar los hombres que piensan libremente: hay que rechazar la imposición de mayorías que tal vez no traspasaron los límites de la vida puramente animal. El número, la cantidad, no sirve de prueba, que algunas veces un solo hombre tuvo razón mientras la Humanidad entera se equivocaba. Al emitir ideas o preconizar reformas, no se pesa las libras de carne que las abominan. Una masa de gusanos logra contener a un ferrocarril en marcha; no por eso el gusano vale más que la maquina de vapor.
Aunque viviéramos seguros de la derrota, no deberíamos retroceder: el vencido sabe arrojar semillas que brotan, arraigan y producen la ruina del vencedor. Y no se concibe lucha más necesaria ni más generosa que la iniciada en el Perú con el fin de transformar en asociación de hombres a las aglutinaciones de siervos. No se juzgue extemporánea la difusión de las ideas redentoras: donde reinan más oscuridad y más apocamiento de ánimo, donde la multitud se inclina más al yugo de las autoridades, ahí se habla con más independencia y osadía, ahí se actúa con más valor y más tenacidad.
No importa si las tradicionales castas de opresores y explotadores se levantan a vilipendiarnos y maldecirnos: al predicar reformas, no se mendiga el aplauso ni la venia de ricos y poderosos; se atiende a la razón de oprimidos y explotados. No importa si los mismos esclavos o los mismos siervos se enfurecen y rugen al sentir la rudeza del brazo que les despierta y les empuja; las muchedumbres yacen a veces en tanta miseria intelectual y moral, que toman por enemigos a las espíritus generosos que se aproximan a ellas para defenderlas y redimirlas. No importa si vivimos asfixiándonos en una sociedad metalizada y egoísta donde se pregona la santidad del agio y la supremacía del vientre: el hombre no es digno de llamarse hombre, la vida no vale la pena de ser vivida, sino cuando a todos los bienes y a todas las glorias se prefiere el amor, el desinterés, la piedad y el sacrificio. En fin, no importa si nos llaman ateos porque de la ciudad humana desterramos la Metafísica y la Teología, o nos acusan de escépticos porque sonreímos ante las puerilidades seniles de la religión: no cabe ateísmo cuando en lo íntimo del alma se rinde culto a la justicia: no hay escepticismo cuando se tiene fe en la redención de la Humanidad por la ciencia.
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El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.
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1En el original de este artículo