CONGRESO DE GINEBRA 1



I

     

     El año de 1902, desde el 14 al 18 de setiembre, funcionó en Ginebra el Congreso Internacional de Librepensadores2. No fue, como algunos habían predicho, una tenida masónica para divagar sobre indumentaria y ceremonias extravagantes, ni un seudo concilio de sectarios para dogmatizar el ateísmo y excomulgar al sacerdocio de todas las religiones. Fue una asamblea cosmopolita, una congregación de espíritus humanitarios y razonables que predicaron, no sólo el libre examen en su significación más amplia, sino la unión de todos los hombres, con prescindencia de castas, idiomas, religiones y nacionalidades. Ahí, con miras libertarias y mundiales, se trató de fundar lo que Sainte–Beuve llamaba “la gran diócesis del librepensamiento”.

     Para la celebración del Congreso no pudo elegirse lugar más adecuado. La intolerante y gazmoña ciudad donde el Torquemada del Protestantismo encendía en el siglo XVI la hoguera de Servet, blasona hoy de ser la cuna de Rousseau, erige un monumento a Carlos Vogt y ampara a cuantos hombres no quieren rendir su dignidad ni su altivez bajo el yugo de autoridades reaccionarias. . . “Ginebra —como dice Meslier— es la casa incesantemente abierta de par en par a todos los proscriptos del Universo, a todos los que fijan la mirada en un porvenir glorioso, y entre los huracanes y tormentas de hoy preparan la serenidad imperturbable y armoniosa de mañana”.

     Asistieron unos cuatrocientos delegados suizos, alemanes, italianos, belgas, franceses, españoles, austriacos, suecos, norteamericanos, armenios, etc. sin que faltaran mujeres, pues figuraron Ida Altmann, María Pognon, Vera Starkow, Belén Sárraga y algunas otras. Pero los cuatrocientos delegados y los mil quinientos o dos mil individuos que presenciaron las sesiones y profesaban las ideas del Congreso no constituyen la única fuerza del librepensamiento: las demás fuerzas —las mayores— están en el número considerable de adhesiones individuales y colectivas, en las grandes masas anónimas representadas por las delegaciones. Sin salir de España, casi no hubo pueblo donde alguna corporación no constituyera su delegado, ni villorio donde algún individuo no enviara su adhesión. Belén Sárraga representaba ochenta sociedades de librepensadores, organizadas por ella en la sola provincia de Málaga.

     León Furnémont no exageraba, pues, al decir en el Rapport de la sesión inaugural:

“Nosotros representamos aquí más de tres mil grupos organizados: sociedades de librepensamiento, logias masónicas, sindicatos profesionales, grupos de estudios sociales. Nuestros delegados vienen de todos los rincones del mundo, y nuestro movimiento es verdaderamente internacional. Si contamos los adherentes de nuestros grupos, los electores de los hombres políticos y los lectores de los diarios adheridos a nuestra causa, tenemos hoy el derecho de hablar y la obligación de actuar en el nombre de muchos millones de librepensadores diseminados en toda la superficie del globo” .

     Ahí se discutió cosas tan arduas y difíciles de resolver como,

“Relaciones del librepensamiento y el positivismo, Medios prácticos de combatir el espíritu de autoritarismo que manifiesta hoy su recrudescencia en muchos países. —El librepensamiento y la cuestión social.— Desenvolvimiento de las ideas librepensadoras en el espíritu de los niños.— ¿Cómo interesar a la mujer en el movimiento librepensador? —Defectos inherentes a la titulada moral del Cristo.— Acción internacional contra las congregaciones religiosas”.

     En las discusiones se reconoció la necesidad de combatir lo mismo a los poderes civiles que a las autoridades eclesiásticas, no divorciando las, cuestiones sociales de las religiosas, consíderandolas inseparablemente unidas, al punto de aceptar que no se liberta al individuo de la servidumbre económica sin redimirle al mismo tiempo de la esclavitud religiosa.

     Ensanchado el horizonte, no se concreta hoy el librepensamiento a la exclusiva y monótona labor de combatir dogmas o derribar ídolos, ni se confina al librepensador en un debate de injurias y denuestos con rabinos, bonzos, popes, clergymen, santones y curas. Según Víctor Charbonnel (que no profesa mucho amor al Catolicismo ni guarda mucho respeto a la calotte), “el Congreso de Ginebra ha quitado a los librepensadores la obsesión, algunas veces mezquina, de un anticlericalismo simplemente político, interesándoles por una forma nueva de la lucha, por la educación filosófica, científica y social”. Furnémont va mucho más lejos: “Si odiamos la esclavitud intelectual y queremos desarraigarla de los pueblos que la sufren, no podemos seguir tolerando la esclavitud material en que gime la masa del proletariado”. Se pide la acción agitante y batalladora que trasporte la idea filosófica y científica al terreno social, humano.

     Como las sectas dividen a la Humanidad en bandos enemigos e irreconciliables, como las iglesias y las patrias no ofrecen moldes suficientemente grandes para servir de fusión a todos los pueblos, los delegados al Congreso de Ginebra resolvieron establecer la Federación universal de librepensadores, con el doble fin de contrarrestar el avance de las religiones agresivas y crear un vínculo seguro entre los hombres de distintas nacionalidades.

     Para formarse concepto de lo realizado y concebido en Ginebra, conviene leer algunas de las ideas consignadas por don Fernando Lozano en Las Dominicales de Madrid, octubre 6 de 1902:

“Por primera vez en la historia va a funcionar un poder internacional, resumen y condensación de todas las fuerzas revolucionarias del mundo, organizándolas, disciplinándolas y disponiéndolas a dar la última, definitiva batalla al poder tradicional”.
“Sí, todas las fuerzas de la revolución, todas, sin faltar una sola, han tenido su representación en el Congreso de Ginebra, y tendrán, por tanto, su participación y su influjo vital en el poder federal internacional allí instituido”.
“Allí ha estado representada la masonería por delegados de los grandes Orientes de Francia, Bélgica, Italia, España, etc. Allí ha estado representado el radicalismo republicano por sus apóstoles más reputados. Allí ha estado representado el socialismo por numerosos delegados, algunos de los cuales son parte en la dirección del socialismo universal. Allí ha estado representado el anarquismo amoroso, el anarquismo ideal, por su apóstol más afamado, Sebastián Faure”.


II



     Nada más natural que en una reunión de librepensadores algunos se preguntaran qué significa el librepensamiento y hacia dónde va. Un profesor de la Sorbonne, Gabriel Séailles, absuelve así la primera pregunta, en su Carta a los miembros del Congreso de Ginebra:

“El librepensamiento no es la intolerancia laica. En él hay libertad y pensamiento. No sacrifiquemos pensamiento ni libertad. Nosotros no negamos por impotencia de afirmar: negamos la fuerza mayor en lo espiritual, basándonos en principios superiores que nuestros mismos adversarios se apresuran a invocar, no bien palpan la inferioridad de sus fuerzas y vislumbran que sus principios vienen a herirles de rechazo”.
“Al librepensamiento le definiríamos: el derecho al libre examen. El exige que las afirmaciones sean llamamientos del espíritu al espíritu; que vayan unidas a la prueba; que se sometan a la discusión, y que, por consiguiente, ningún hombre quiera imponer su verdad a los demás hombres, fundándose en autoridades exteriores y superiores a la razón”.
“Así, un hombre, sean cuales fueran sus teorías y sus creencias, merece llamarse librepensador, si para establecerlas recurre solamente al auxilio de su inteligencia propia y al control de las ajenas”.
“El librepensamiento no excluye la hipótesis ni el error: aun implica por excelencia la libertad del error; pues si nos creemos candorosamente en posesión de la verdad, nos declaramos infalibles, nos conferimos a nosotros mismos una dosis de pontificado. En vez de irritarnos, regocijémonos por la diversidad de opiniones: ella nos compele a reflexionar, ella agita las ideas y al agitarlas produce nuevamente combinaciones”.
“En una palabra, el librepensamiento es un método, no una doctrina: al darse como tal, se negaría en el momento mismo de afirmarse“.

     Un profesor de la Universidad Libre de Bruselas, Héctor Denis, responde a la segunda pregunta en su discurso inaugural o de apertura:

“El librepensamiento camina hacia la unidad mental y moral del género humano, hacia el afianzamiento de una moral humana, hacia una igualdad cada día mayor, hacia la paz social, por entre las anarquías y los antagonismos del presente”. Denis no se refiere a la paz donde Nietzsche solía descubrir la universal flaqueza y el universal abatimiento, sino a la paz inalterable que reina en el corazón de los hombres cuando tienen conciencia de su dignidad y su poder. Tampoco anuncia ni concibe la unificación de los hombres al extremo de creer todos en los mismos dogmas y adorar los mismos dioses: acata la diversidad en las creencias y predica la tolerancia, sin olvidar que las sociedades humanas y los individuos deben su progreso a la doble tendencia del organismo hacia la unidad y la diferenciación.

“Los pensadores del siglo XVIII —agrega Denis— buscaron la necesidad de la tolerancia en este principio: igualdad de todos los derechos, de todas las conciencias y de todas las razones; nosotros, de acuerdo con Spencer, Proudhon, Guyau y Fouillée, hallamos su fundamento más sólido en esta concepción: relatividad de todos los conocimientos humanos. Gracias a tal concepción, indagamos qué fondo de verdad puede haber en toda creencia, y deducimos el mutuo respeto del hombre hacia su pensamiento, hacia su convicción y hacia su persona, como el legítimo corolario de nuestra limitada facultad de conocer. Si más allá de los fenómenos, nada puedo negar ni afirmar; si nunca mis afirmaciones alcanzan una verdad absoluta; si se reducen a meras aproximaciones de la verdad, yo tengo que reconocer un límite natural a mi poder sobre los demás pensamientos y las demás voluntades: los linderos de mi saber demostrable fijan el alcance de mi derecho personal, marcan la extensión de mi deber”.

     Palabras sinceras y conciliadoras, tan conciliadoras y sinceras como las pronunciadas por Gabriel Séailles. Al leerlas, recordamos las ideas emitidas en el Congreso de las Religiones (Chicago, 1893). Un brahmán dijo ahí:

“La religión debe reducirse a la fraternidad de los pueblos”; un chino exclamó: "Confucio es el deber, el altruismo"; un obispo católico se avanzó a declarar: “No importa que nos diferenciemos por el culto y la fe, si estamos unidos por nuestra común humanidad”; y un clérigo protestante lanzó estas frases que no deberían olvidar los sectarios ni los proscriptores: “Un hombre puede ser pagano, musulmán, cristiano, budista o lo que guste: puede hasta no profesar ninguna religión; pero si vive honradamente, afanándose por cumplir con su deber, yo le tengo en mi corazón por un santo agradable a los ojos de Dios”.

     Del ambiente generoso y cosmopolita esparcido en ambos congresos, de la conformidad entre las conclusiones adoptadas por creyentes y librepensadores ¿qué se deduce? Estas dos consecuencias:

     Los hombres que piensan con elevación, se asfixian entre los muros de una iglesia, no caben en el recinto de una patria.

     La paz y unión internacionales vendrán por esfuerzos del individuo y acción de los pueblos, antes que por iniciativa de gobiernos y argucias de diplomáticos.

     Hablen la Conferencia de la Paz y el Congreso Panamericano. Casi al mismo tiempo en que los diplomáticos de La Haya discuten el desarme general y prodigan todas las flores de la elocuencia humanitaria, el Zar despoja de las últimas libertades al gran ducado de Finlandia, los Estados Unidos se arrojan sobre Puerto Rico y Filipinas, Inglaterra consuma la anexión del Transvaal, los aliados invaden China. Pocas frases merece el congreso reunido en México: sirvió solamente para descubrir el bajo nivel intelectual y moral de algunas naciones sudamericanas.



III



     Sin embargo, nos alucinaríamos si en el Congreso de Ginebra quisiéramos ver un apacible debate de filósofos animados de respeto y veneración al Catolicismo. Los hombres que nos parecen menos apasionados y más tolerantes, descargan furibundos golpes sobre la Iglesia, sus doctrinas y sus ministros.

     Según Héctor Denis,

“la Iglesia, impotente para realizar su principio de universalidad, actúa como factor de nuestros formidables antagonismos, retardando, contrariando la marcha normal de la Humanidad. Todo anuncia que los dogmas absolutos se han convertido en base demasiado estrecha y demasiado frágil para sostener el edificio humano, y que hasta la disolución moral se haría inevitable, si no rechazáramos la idea de estribar en el dogma la regla inflexible y permanente de los derechos y obligaciones entre los hombres”.

     Según Gabriel Séailles,

“el librepensamiento excluye sólo a quienes se excluyen ellos mismos con su presunción de instalarse fuera y encima de la razón; de ahí que tenga por enemigo irreconciliable a la Iglesia Católica... Tanto sus crímenes pasados como sus pretensiones actuales nos imponen el deber de combatirla, pues en su debilidad y su impotencia ciframos la sola garantía del pensamiento libre. Hasta en los católicos respetemos la libertad de creencias; pero con la firme resolución de ponerles en condiciones de no perjudicarnos”.

     Algunos se dejan arrebatar por el entusiasmo y exclaman:

“La lucha nos llama. ¡Cojamos las armas! El coloso con pies de arcilla, estremecido por la Reforma, sacudido por la Revolución Francesa, minado por la exégesis y la crítica religiosa del siglo XIX, vacila y amenaza desplomarse: a nosotros nos cumple asestarle el último golpe, en beneficio de la Humanidad”.

     Para justificar vehemencias y arrebatos, no dejan de alegar razones:

“Nadie admira más que nosotros la serenidad filosófica de los grandes sabios, contempladores casi impasibles de la evolución humana, seres que estudian la marcha de los grupos sociales como si analizaran el movimiento de los astros. Pero muchos de nosotros nos hallamos en las primeras filas del combate, en los conflictos cotidianos, sufriendo los tiros de adversarios habilísimos en el arte de ejercer la persecución, y no debe exigírsenos la majestuosa indiferencia reservada a los hombres que respiran en las nevadas cumbres de la ciencia y la filosofía“.

     No nos sorprendamos al oír semejantes declaraciones ni veamos una contradicción o falta de consecuencia, si el espíritu de tolerancia se agria con el ánimo de hostilidad a la Iglesia. El Catolicismo, como todas las religiones positivas (quizá más que todas ellas) sale del orden sicológico y actúa en la esfera de los hechos brutales, dejando de ser metafísica para degenerar en gobierno. De opinión inerme, se transforma en fuerza agresiva; de pensamiento que razona, en brazo que hiere y extermina. Y si una opinión se equilibra con otra opinión, una fuerza se rechaza con otra fuerza, un brazo se detiene con otro brazo. La tolerancia en espíritus serenos y razonables, no se opone a la energía para condenar el absurdo ni a la intransigencia para combatir y debelar al fanático. Proscribir en nombre de la razón es más imperdonable que hacerlo en nombre de la fe; pero dejarse avasallar por tolerancia, parece más necio que tiranizar por fanatismo. Como la pusilanimidad de los honrados aumenta la audacia de los pícaros, así la cobardía de los librepensadores acrecienta la desfachatez de sus enemigos. Si los pacíficos y los justos se hubieran sublevado contra los inicuos, la justicia reinaría ya sobre la Tierra. Lo mismo, si todos los incrédulos tuvieran el valor de su incredulidad, estaría muy cercano el tiempo en que las religiones cedieran el campo a la razón.

     Conceder a los hombres el derecho de engañarse no implica el autorizarles a dogmatizar su error ni el facultarles para someternos y amordazarnos. Puede un excéntrico negar el movimiento del globo, creer al Sol una mera ilusión óptica o no admitir la realidad del mundo sensible; pero ¿tiene derecho de obligarnos a que todos profesemos sus errores? Las religiones se arrogan tan original derecho y siguen una ley invariable: al sentirse débiles, argumentan y predican; al sentirse fuertes, conminan y fuerzan. Creyéndose en posesión de la verdad, imponen autoritariamente su dogma a las conciencias, como, sin oír súplicas ni razones, se administra una pócima desagradable a un niño enfermo. Bien se colige la suerte de sabios y filósofos si el Catolicismo restaurara su poder y sometiera el mundo a la tutela de Roma. El carlismo en España, como el antisemitismo en Francia, denuncian la posible regresión de grupos modernos a la barbarie de la Edad Media.

     No se preconice la humanidad y mansedumbre, descendidas con la religión del Cristo y guardadas, como herencia tradicional, por las instituciones religiosas, señaladamente la Iglesia romana. Después de los horrores cometidos en China, ya sabemos a qué atenernos sobre la mansedumbre y humanidad de las naciones cristianas. Cismáticos griegos, protestantes y católicos han perdido el derecho de execrar a los musulmanes por las abominaciones de Macedonia y Armenia. Demos fuerzas al Catolicismo, y veremos si no hace del orbe una segunda China.



IV



     La Federación, que provisionalmente ha fijado en Bruselas el asiento de su comité central, se propone establecer en la capital de cada estado una delegación o comité de diez individuos. Estas delegaciones o comités nacionales se organizarán como lo juzguen conveniente y fundarán en las provincias sociedades de la misma índole para ejercer una vigorosa propaganda, ya ofreciendo conferencias públicas, ya dando a luz periódicos, ya vulgarizando folletos de espíritu librepensador.

     Cumple a las delegaciones:

     l. Celebrar con todos los librepensadores un acuerdo amigable a fin de abrir simultáneamente y en los periódicos de todas las localidades, campañas sobre las mismas cuestiones.

     2. Invitar a los representantes de los diversos parlamentos para que al mismo tiempo y en todos los países, efectúen interpelaciones sobre los asuntos debatidos en los periódicos.

     3. Trasmitir a todos los centros del librepensamiento una voz de orden para que en la misma fecha y en las principales ciudades del mundo, organicen meetings a fin de que el pueblo logre expresar su voluntad y pueda con enérgicos movimientos de opinión sostener a publicistas y parlamentarios.

     La federación internacional de librepensadores no excluye a los sudamericanos: les llama. Respondiendo al llamamiento, se ha organizado la delegación de Lima con los señores: Alfredo L. Baldassari; Fermín P. del Castillo; Christian Dam; Augusto Durand; Abelardo M. Gamarra; Benjamín Pérez Treviño; Manuel G. Prada; Pedro Rada y Paz Soldán; Marino Ratto y Glicerio Tassara.

     La Federación, a más de establecer delegaciones, quiere fundar en el parlamento de cada estado grupos de librepensadores que trabajen por secularizar la vida y transformar los códigos en organismos enteramente laicos. El grupo de parlamentarios franceses consta ya de unos ochenta miembros, y el de españoles, aunque dista mucho de llegar a ese número, cuenta con diez o doce personas entre las que figuran Vicente Blasco Ibáñez, Rodrigo Soriano, Alfredo Lerroux, Fernando Gasset, etc.

     En diciembre de 1902, el Comité Nacional Español hizo un llamamiento a los senadores y diputados de las naciones hispanoamericanas. Entre muchas razones para inducirles a constituir los grupos librepensadores, les decía:

“Las repúblicas ibero–americanas, por su origen revolucionario y su forma de gobierno, tienen, sin duda, un deber de responder a esta acción general del pensamiento emancipado contra las imposiciones del Vaticano, mucho más odiosas que aquellas del trono que supieron rechazar, a costa de su sangre, los libertadores de América.

     Cuando su vieja madre España acaba de dar gallardas muestras de su pasión por la libertad del pensamiento en el Congreso de Ginebra ¿podrían quedar en la inacción y en la insensibilidad sus hijas las naciones americanas, llenas de juventud y regidas por instituciones republicanas?”

     Tal vez en México las Cámaras respondan al llamamiento; mas ¿sucederá lo mismo en las naciones sudamericanas? Por ahora, y quizá por algunos años, la idea nos parece ilusoria en el Perú. ¿Cabe fundar grupos abiertamente librepensadores en congresos donde no se ha logrado organizar ni minorías compactas de liberales moderados? Los europeos deben recordar que nuestros parlamentos consumen sus fuerzas en escaramuzas de mirmidones y pigmeos: exigirles algo superior a intereses de campanario valdría lo mismo que hablarles en una lengua prehistórica.

     Juzgamos conveniente reproducir las resoluciones del Congreso Nacional Librepensador, celebrado en París durante el mes de noviembre de 1902. Ellas resumen el espíritu que animó al Congreso de Ginebra y sintetizan lo que el librepensamiento desea realizar en las naciones católicas:

     1. Separación de la Iglesia y el Estado.

     2. Supresión de votos monásticos y congregaciones.

     3. Devolución a la nación de los bienes de mano muerta.

     4. Prohibición de indumentaria, cantos y cualquiera otra manifestación exterior del culto.

     5. Supresión del juramento religioso.

     6. Servicio laico en todos los establecimientos públicos.

     7. Servicio funerario encargado a los municipios y sustraído a las parroquias.

     8. Neutralidad escolar, asegurada de suerte que la misma educación laica y gratuita sea dada a todos los niños de la nación.

     Estas resoluciones señalan nuestra línea de conducta y sirven de aviso a todos los que en el Perú deseen secundar la obra iniciada por el Congreso de Ginebra.

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El índice de Propaganda y ataque.

El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.

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Notas

     1Publicado en El Libre Pensamiento de Lima, el 23 de mayo de 1903 [AGP].

     2El librepensamiento fue un gran tema en el ideario de González Prada como se puede constatar en Propaganda y ataque y en ensayos como “Librepensamiento de acción“ de Horas de lucha. Este librepensamiento o pensamiento libre no debe confundirse con los partidos liberales en Perú y España, los cuales González Prada censura, pero si abarca el liberalismo con tal de que incluye “a los Kropotkine, a los Reclus, a los Pi y Margall, a los Faure” como explica en “Nuestros liberales”, también de Horas de lucha [TW].

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