LA EDUCACION DE LOS JESUITAS 1



     Por mucho tiempo se consideró como indiscutible la excelencia de la educación suministrada por los miembros de la Compañía, de modo que al censurar los defectos de las congregaciones docentes se establecía una excepción en favor de los jesuitas. Hoy mismo, algunos partidarios del laicismo y del externado quieren ver en la solidez de la enseñanza jesuítica una compensación a los inconvenientes del internado y de la educación religiosa.

     Cierto, el jesuita prefiere los actos a las contemplaciones, no fomenta la exageración en el ascetismo y hasta parece relegar a segundo término las prácticas inconscientes y rutinarias; pero con su sistema esencialmente depresivo de la dignidad, con su doctrina de la obediencia pasiva, forma hombres sin verdadera voluntad ni verdadero carácter, déspotas hasta la autocracia cuando mandan, humildes hasta la bajeza cuando obedecen. Como los jesuitas reducen su ideal a convertir la Humanidad en un solo rebaño regido por un solo pastor, amputan cerebralmente a las muchedumbres para quitarles la posibilidad de erguirse y emanciparse.

     Con el jesuita reina la moral de apariencias, la moral que bajo una costra sana esconde un fondo enfermo, la moral de reticencias y duplicidades, la moral que se propone no tanto corregir las malas acciones como evitar o disminuir el escándalo. No importan mucho los actos de Caín, con tal de velarse con la sonrisa de Abel.

     Si esto pasa en asuntos de moralidad o educación propiamente dicha: no sucede cosa mejor en materia de enseñanza. ¿Dónde los comprobantes de la proverbial y decantada solidez en la instrucción? ¿Dónde los textos luminosos? ¿Dónde los métodos infalibles? Los jesuitas proceden hoy mismo como si viviéramos en el siglo XVII, y caracterizan su enseñanza por estas dos palabras; añeja y retrógrada. Desde 1656 Pascal les aconsejaba “no echarla de maestros porque no tenían el carácter ni la suficiencia para tales”. Mas los padres desoyen el buen consejo y siguen dando a sus discípulos una instrucción incompleta y desproporcionada, donde fomentan unas facultades con detrimento de las otras, donde hacen predominar la sutileza en la argumentación a costa de la solidez en el juicio, donde favorecen la credulidad a expensas del discernimiento.

     Y ¿qué decir de su Estética? El mal gusto de los jesuitas, así en las Bellas Letras como en las Bellas Artes, se ha vuelto proverbial: ellos cultivan con asiduidad de maníaco los hueros poemas en hexámetros latinos; ellos prefieren el santo polícromo y chillón a la estatua de mármol con su inmaculada blancura; ellos aglomeran en sus construcciones lo churrigueresco y lo Pompadour, lo grotesco y lo mignon: díganlo Lourdes y Montmartre. Nada tiene de raro que cerebros radicalmente falsos carezcan de concepción estética, dado que lo bello puede llamarse una cristalización de lo verdadero.

     Hasta en la enseñanza de las lenguas, donde pasan todavía por eximios y únicos, no hicieron más que valerse del latín y del griego para infundir una idea mezquina y engañosa de la Antigüedad. Ellos figuran, si no como los inventores, al menos como los partidarios de las ediciones expurgadas. Si en las controversias con sus adversarios citan pasajes de libros que no existen o mutilan y falsifican los textos, en las traducciones de los clásicos, tergiversan el sentido de las frases y adulteran la índole de los autores.

     En vez de considerar al hombre como un fino instrumento que para vibrar armoniosamente exige el ser templado por un afinador de buen oído, le manejan como un recipiente vacío que tanto vale llenar de agua tomada en una fuente como de fango recogido en un camino. De ahí la abrumadora carga de asignaturas diversas e incongruentes en el año escolar. Desde que el programa estriba en llenar, los padres ingieren los conocimientos en la cabeza del alumno como el cebador de pavos introduce nueces y castañas en el buche de sus clientes.

     Eso sí, la operación debe realizarse pomposa y teatralmente. Los padres se lucen con los exámenes aparatosos; con las reparticiones de premios ante numerosos y escogidos espectadores; con las procesiones escolares a son de música y en medio de estandartes desplegados; con el interminable desfile de uniformados alumnos por las calles y plazas de las grandes ciudades; en resumen, con todas las manifestaciones que deslumbran los ojos de las muchedumbres y halagan la vanidad de los ricos. Los nobles y los ricos, señaladamente los ricos ansiosos de nobleza, forman en el mundo europeo la clientela preferida de los jesuitas, de esos buenos jesuitas que han tenido la feliz idea de popularizar estos dos axiomas: El Catolicisimo es aristocrático; y, educar a los hijos en los institutos de la Compañía es de buen tono.

     La enseñanza extensa y no profunda, superficial y mundana de los jesuitas sigue llenando la Tierra de pedantes y eruditos a la violeta. No enseñan a ser sabio sino a manifestar sabiduría. Un joven atiborrado con la instrucción de semejantes maestros se parece a los enormes frascos verdes, azules y rojos que los farmacéuticos exponen en sus vidrieras: seducen la vista, y sólo contienen algunos litros de agua con unos cuantos miligramos de sustancia colorante.

     La educación jesuítica sigue también proveyéndonos de excelentes modelos en orden a la moralidad, Si en los países católicos nos remontamos al origen de los hombres públicos, veremos que los más embusteros y venales, los más hipócritas y sanguinarios, los verdaderos monstruos morales, recibieron su primera educación en algún instituto de la Compañía. En todo cerebro de circunvoluciones intrincadas, en todo corazón de repliegues tenebrosos, germina de seguro la simiente arrojada por la mano de un jesuita. “Lo poco bueno que hay en mí —decía un gran pecador— se lo debo a mi madre; por el contrario, lo mucho malo que tengo, se lo debo a la Compañía de Jesús”.

     Barniz de enseñanza, educación de casta y secta; formación no de hombres para la Humanidad, sino de sectarios para el Cristo: he aquí la esencia de toda la famosa labor docente de los jesuitas. Si puede tomarse por simple broma el dicho de Voltaire: “Los padres sólo me enseñaron bellaquerías y latín”, no sucede lo mismo con la afirmación de Leibniz: “En materia de educación los jesuitas no llegaron ni a lo mediocre”.


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Notas

     1Publicado en El Libre Pensamiento de Lima, el 4 de agosto de 1900 [AGP].

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