MANUEL GONZÁLEZ-PRADA

RECUERDOS DE UN HIJO1

Por Alfredo González Prada

Es una extrañísima sensación la que experimento al verme escribiendo sobre mi propio padre. Pero, como el director de Books Abroad2 ha insistido tan amablemente, no me puedo negar más, y trataré de reunir, en notas hasta hoy no publicadas, retazos de recuerdos y unas cuantas anécdotas que sirvan para esclarecer más la vida, la obra y la actitud de un escritor peruano de la generación pasada.

Mi padre era alto -un poco más de seis pies-, muy erguido y de complexión atlética; de ojos azules, nariz perfecta, cabellos plateados, barbilla agresiva y un todavía más agresivo bigote a lo Lord Kitchener. (Hasta los cuarenta y cinco usó patillas a la española; pero, un día, yendo por la calle, se miró a un espejo, y se vio “tan absurdo con aquellos pelos”, que entró al punto a una barbería y se los hizo afeitar). Solía caminar con gran dignidad, lo cual era, sin duda, una de sus más saltantes características. Un periodista chileno, Jorge Hübner Bezanilla que, en 1917, pasó varios meses en Lima, escribía, poco después de la muerte de mi padre, lo siguiente: “Yo lo vi pasar cien veces por las calles de Lima alto, magnífico, atrayendo todas las miradas. Su elegante manera reflejaba la serenidad de su alma. Su personalidad era tan fuerte que daba la impresión de un hombre capaz de encararse a una asamblea tumultuosa y hostil, e imponerle silencio con sólo un gesto de su mano”.

En casa era muy distinto. Por ser uno de los más beligerantes escritores de Hispanoamérica, la leyenda lo presentaba como un hombre violento y amargado. La realidad difería mucho: era tranquilo y pacífico, alegre y hasta juguetón. Pero, lo más extraño es que tal diferencia entre la impresión que causaba y la realidad en que vivía, encuentra curioso paralelo en sus escritos: toda su prosa es severa; mas gran parte de sus versos, en especial los inéditos, son satíricos y humorísticos.

Etnicamente, mi padre era casi totalmente español. Su familia, por ambas líneas, venía de Galicia, la céltica región noroccidental de la Península; pero tenía alguna sangre irlandesa, por una de sus abuelas maternas, hija de madre española y padre irlandés. Este, de apellido O'Phelan, fue uno de los refugiados religiosos que, en el siglo XVIII, emigraron de Irlanda, en pos de asilo, hacia las católicas colonias del rey de España, y casaron con mujeres de su propio rito en la patria adoptiva. Ninguno de los biógrafos de mi padre (ni siquiera Luis Alberto Sánchez, el más acucioso de todos) ha concedido gran importancia a la influencia de ese remoto abolengo no-hispánico. Quizás tuvieron razón; pero siempre me sorprendió a mí, observar los profundos rasgos de irlandés que mostraba su psicología, sin hablar de su aspecto físico como, por ejemplo, su notable parecido con Parnell sin barba, pero con la misma nariz, los mismos ojos, la misma frente luminosa y la misma arrogancia.

Vivíamos -mi padre, mi madre y yo- en una pequeña y atrayente casita en el centro de Lima, una casa de un piso, con su patio lleno de plantas y flores, y una gran enredadera, en la que, por primavera, hacían los pájaros sus nidos. La casa tenía seis o siete piezas y un espacioso traspatio. A la izquierda del patio, entrando a la casa, había una “ventana de reja”: pequeño departamento de dos piezas, con una ventana enrejada sobre la calle. (Esas “ventanas de reja”, que ahora están desapareciendo de Lima, son uno de los residuos de la arquitectura hispano-colonial típica). Fue ahí donde, por más de treinta años, vivió mi padre (1887-1918); ahí tenía su escritorio y su biblioteca.

Como regla general, se levantaba hacia las siete de la mañana; tomaba el desayuno con mi madre y conmigo, y el resto del día lo pasaba en su gabinete, excepto el intervalo del almuerzo, o cuando se le ocurría -con frecuencia- ir a la escuela, a mediodía, por mí. Yo tenía entera libertad para interrumpirlo a mi gusto y sabor; él era el reverso de los hombres disciplinarios, y mis interrupciones, si no siempre bien recibidas, al menos eran amablemente toleradas. En su escritorio empleaba las horas leyendo y escribiendo. A veces, yo me le acercaba y le decía: “Pero, papá, tú no haces nada, lees todo el tiempo”.

El se reía divertido, pero no me contestaba, pensando, acaso, en la malévola acusación de “ocioso” lanzada contra él. Sus compatriotas no podían entender la invisible, pero extenuadora tarea de un hombre de letras. Cómo puede un hombre inteligente contentarse con un pequeño ingreso y no buscar un puesto de gobierno o en alguna empresa lucrativa? Como podía un hombre dedicar su vida a la literatura, ocupación que, de acuerdo con los patrones de vida sudamericana, se suponía monetariamente improductiva per se. Los romanos calificaban a esta clase de vida con tres palabras tomadas de Cicerón: otium cum dignitate; pero los peruanos de las generaciones precedentes usaban una sola palabra: ociosidad.

Mi padre solía sentarse en una incomodísima silla, frente al escritorio, leyendo, tomando notas, sumido en sus pensamientos. Esa predilección peculiar por los asientos duros, es muy española: cada vez que veo esas hostiles y angulosas sillas de vaqueta, en que mis abuelos se sentaban, comprendo el estoicismo con que los españoles sobrellevaron tantos contrastes a través de los siglos, no necesariamente para conquistar tierras remotas, sino también en la supuesta comodidad del hogar... En esa silla, mi padre se sentaba horas de horas: estático, inmóvil, aparentemente sin experimentar nunca la necesidad de descanso. A veces, el perro o el gato saltaban sobre sus rodillas, y, como Buda con los pájaros anidados en su cabellera, mi padre permanecía en la misma postura para no perturbar el sueño del animal.

Los libros tuvieron gran importancia en la vida de mi padre. Su biblioteca, no muy grande (cerca de tres mil volúmenes), estaba admirablemente escogida según sus preferencias. Pero, aparte de los deleites que le proporcionaba, constituía su tenaz preocupación, a causa de las polillas, esos voraces insectos de la costa peruana, capaces de devorar un libro en pocas horas, y de traspasarlo de tapa a tapa con la cruel perfección de un taladro. Varias veces al año se realizaba la importante ceremonia de “limpiar los libros”: cada tomo tenía que ser meticulosamente empapado en kerosene, mezclado con ciertos productos químicos (junto a la cubierta, a fin de no humedecer las hojas), único medio más o menos eficaz de defenderla contra las polillas. Mí padre ejecutaba este trabajo personalmente, desde la misma preparación del insecticida. El era experto químico (supervivencia de sus días de agricultor y de sus investigaciones para fabricar almidón industrial), y ponía gran interés en tales experimentos. Yo no recuerdo si al fin logró encontrar la fórmula del perfecto polillicida, pero, sin duda, tuvo pleno éxito en hacer de su biblioteca la más olorosa que jamás haya conocido yo en toda mi vida...

Verlo coger un libro era un placer: trataba hasta las más ordinarias ediciones con el mayor cuidado y respeto. Nunca marcaba una página ni con la más leve rayita de lápiz; pero agregaba al final del tomo una estrecha tira de papel en la que apuntaba sus notas y referencias.

Recuerdo un incidente particularísimo, que muestra a qué extremos lo llevaba su bibliofilia. Un día, en Lima, mi padre y yo íbamos en un tranvía, frente a un hombre absorto en hojear un libro. El hombre parecía un cualquiera, pero el libro era una edición espléndida: un in-quarto con magníficos grabados y las páginas sin cortar. De pronto, usando la mano a guisa de cortapapel, el individuo metió los dedos entre las hojas, hizo un violento ademán y empezó a abrir el pliego, dejando el filo de las páginas más dentado que una sierra. Esto ocurrió dos o tres veces. Miré a mi padre: estaba pálido de rabia, “Vámonos -me dijo-; porque si este bárbaro sigue así, lo voy a tirar abajo”.

El “bárbaro” estaba a punto de “atacar” la página siguiente, cuando el carro se detuvo y nosotros bajamos.

El retrato que aparece con estas páginas fue tomado por mí en 1915. Durante un tiempo, en mi juventud, solía yo andar por la casa con mi “cámara” amenazando con una instantánea, dueño de esa terrible insistencia de los novicios. Una de las fobias de mi padre era su propia fotografía. Para desalentar mis propósitos, cada vez que lo enfocaba con mi lente, me hacía mil muecas, riendo de buena gana de la facilidad con que daba al traste con mis intenciones. Pero, un día le sorprendí desprevenido; y hélo ahí: sentado a la mesa del comedor, preparando goma de pegar para sus papeles.

El parecido es notable, y la semisonrisa, una de sus más típicas expresiones, cuando, bajo la habitual serenidad de su rostro, retozaban pensamientos humorísticos. Está vestido dentro de la moda convencional; pero, por lo general, prefería estar cómodo, y la foto lo muestra tal como andaba de ordinario dentro de la casa. Opinaba, citando las palabras de George Bernard Shaw, que los cuellos duros eran una molestia, y que pantalones y saco debían “humanizarse según rodillas y codos”. Invariablemente en el hogar usaba un corbatín blanco, hecho por mi madre: no recuerdo haberlo visto jamás en casa con ninguna otra prenda al cuello.

Este retrato tiene un interés singular: mi padre murió de un ataque al corazón inmediatamente después del almuerzo, el 2 de julio de 1918, sentado tal como aquí aparece. Murió como lo deseaba: con la repentinidad de un rayo, y no sólo se libró de una larga enfermedad, ese terrible prefacio de la muerte, sino que ni siquiera se dio cuenta de la proximidad del desenlace, por lo súbito del golpe.

Con respecto a su salud, debo decir que fue extraordinariamente afortunado durante su existencia: no estuvo nunca en cama, ni sufrió su carne el bisturí de un cirujano. Ni siquiera conoció el taladro del dentista: murió a los setenta con sus treinta y dos dientes intactos.

Otra de las fobias de mi padre era las cartas. La correspondencia podía amontonarse sobre su escritorio, en espera de respuesta que jamás llegaba a escribir. Mantenía de modo absoluto una total no-correspondencia. Escribir cartas era para él una como imposibilidad física: recuerdo haberlo visto, por largo rato, pluma en mano, ante el papel intacto, aparentemente vacío de pensamientos. En 1915, Rufino Blanco Fombona publicó un ensayo sobre mi padre, uno de los mejores estudios críticos que se hayan escrito en América Latina sobre un autor vivo: mi padre nunca pudo encontrar tiempo utilizable para enviar unas líneas a Blanco-Fombona.

Hacia 1900 recibió una carta de Unamuno. Bastante sorprendido, le respondió. Pudo haberse seguido, entonces, una interesante correspondencia; pero, a la segunda carta, Unamuno abordó uno de sus temas favoritos: su desagrado hacia los autores franceses porque “escriben con excesiva claridad”. Mi padre, para quien la lucidez en la expresión constituía el sine qua non de un escritor, no estaba de acuerdo con Unamuno, pero, decidido a no entrar en debate al respecto, no contestó jamás la carta. Generosamente, el gran filósofo español no mostró ningún resentimiento y, al contrario, poco después, hablaba de mi padre con los más calurosos términos, en sus Ensayos. De Páginas libres dijo: “Es uno de los pocos, de los muy pocos libros latinoamericanos que he leído más de una vez; y uno de los pocos, de los poquísimos, de los cuales tengo un recuerdo vivo”.

A propósito de polémicas.

Siendo, como era, primordialmente, un escritor de combate, un polemista, resulta paradójico que mi padre nunca mantuviera una sola controversia pública. Su estrategia consistía en atacar y siempre atacar, sin defenderse nunca, sin replicar a su antagonista. Ningún insulto ni calumnia lograron apartarlo de esta línea.

En uno de sus ensayos publicados, confiesa su admiración hacia la indiferencia de Renán para con los ataques de sus adversarios. Es un apunte volandero. Pero, entre sus escritos inéditos, sí he encontrado un párrafo que define ésa su política de indiferencia:

“Evitemos las discusiones y arrojemos la semilla dejando que el viento la lleve donde quiera llevarla: de mil granos, uno siquiera germina; de mil palabras, alguna despierta un eco. El que discute, se expone a dejarse conducir por el adversario, a descender adonde él quiera empujarnos. Se empieza por un monólogo en las nubes, y se acaba por un diálogo en el lodazal...

“Si la discusión produce algún bien, es arraigarnos en nuestras convicciones y hacernos ver con más claridad al adversario. Alejandro Dumas aconsejaba: ‘No discutáis jamás, no convenceréis a nadie. Las opiniones son como los clavos: cuanto más se les golpea, más se les hunde’”.

En el Perú -uno de los más conservadores y reaccionarios países del Continente-, mi padre sigue siendo considerado un rebelde. Combatió con persistencia y furia poco peruanas contra la corrupción política, la hipocresía religiosa, la injusticia social. Más que exactamente un rebelde, fue un inconforme, como la mayoría de los grandes escritores. Así, la observación del cardenal de Retz, on prend pour révolte tout ce qui n'est pas soumission, resulta muy justa aplicada a los escritores contemporáneos de América Latina, de la misma manera como se le aplicó a los de la Francia de Luis XIV. Y así también, por su individualismo, su voluntario aislamiento y su apostolado solitario, mi padre pudo repetir, refiriéndose a sus compatriotas, las palabras de Byron en el Childe Harold:

I stood

Among them, but not of them3

Nueva York (1943).



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1Reproducido de Manuel González Prada, Obras, ed. Luis Alberto Sánchez, tomo 1, vol. 2 (Lima: Ediciones Copé (PetroPerú), 1985, pp. 17-24. Reproducido con el permiso de PetroPerú [TW].

2Revista trimestral de la Universidad de Oklahoma [LAS]. Alfredo González Prada, “Manuel González Prada: A Son’s Memories.” Books Abroad 17.3 (1943), pp. 201–07. JSTOR, https://doi.org/10.2307/40083403. Accessed 22 July 2023 [TW].

3“Estoy entre ellos, pero no soy de ellos”. El texto de este artículo está integramente traducido del original inglés. Las citas son también, en el caso de las en español, redraducciones de esta lengua [LAS].