APENDICE1

 

DOS CARTAS

I

Unión Nacional

Comité Provincial

Arequipa

Arequipa, abril 24 de 1902.

Sr. D. Manuel G. Prada.

Lima.

 

Señor:

Me dirijo a usted por encargo del Comité de mi presidencia, para inquirir, si usted tiene a bien expresarlos, los motivos que le han impulsado a separarse de la Unión Nacional.

Si el Comité de Lima ha hecho traición a los principios liberales del Partido, quisiera el de Arequipa saberlo por la voz autorizada de usted, para según eso enderezar sus actos posteriores.

Suplicando a usted una pronta respuesta, me suscribo como su muy atto. S.S.

 

FRANCISCO GÓMEZ DE LA TORRE

 

 

II

Lima, abril 30 de 1902.

Sr. Dr. D. Francisco Gómez de la Torre.

Arequipa.

 

Señor:

Acabo de recibir su carta del 24 y me apresuro a contestarla.

Para satisfacer los deseos del Comité Provincial que usted preside, voy a manifestarle la causa que originó mi alejamiento de la Unión Nacional y el motivo que ha determinado mi separación definitiva.

Mi alejamiento, como ya lo he dicho, tuvo una sola causa: mi oposición en setiembre de 1899 a que el Partido se aliara con los revolucionarios. Desde aquella época, sólo asistí a las sesiones mientras se realizaron en mi domicilio, quiere decir, hasta mayo de 1900.

¿Qué prometieron los revolucionarios del 99? ¿Hubo razones o garantías suficientes para que la Unión Nacional creyera en el próximo advenimiento de una era venturosa? Para concebir semejante ilusión, habría sido necesario no conocer a nuestros hombres ni recordar hechos abominables y recientes. Si las tiranías y malversaciones del régimen demócrata-civilista justificaban la rebelión, los revolucionarios no ofrecían esperanzas de consumar una reacción desinteresada y purificadora: entre los nuevos redentores o mesías figuraban los antiguos crucificadores del pueblo. Convino desconfiar y abstenerse, permaneciendo tan lejos de la charca sangrienta donde chapoteaban los revolucionarios, como del fango bendito donde se revolcaban los sostenedores del Gobierno. Nos igualábamos al espectador de un circo: aunque simpatizáramos con alguna de las fieras, no teníamos por qué intervenir en la lucha.

Mi separación definitiva queda explicada en la siguiente carta:

Lima, abril 11 de 1902.

“Al Presidente, de la Unión Nacional.

     Señor:

     Aviso a usted que, por no faltar a mis convicciones, me separo de la Unión Nacional.

     El Comité Central se aproxima hoy a los clericales, no sólo para extenderles la mano, sino para querer llevarles en triunfo a la Junta Electoral.

     Yo no acepto una política de genuflexiones y acatamientos a los enemigas, principalmente a conservadores y ultramontanos.

     Cuando en el país se diseña la división de los hombres por las ideas, se emprende un movimiento de retroceso al pretender borrar las líneas de separación.

     Su atento servidor".

MANUEL G. PRADA

Me parece necesario insistir en algunos puntos y agregar algunas reflexiones.

Si a conservadores y ultramontanos queremos llevarles hoy a la Junta Electoral ¿por qué no les llevaremos mañana a las diputaciones, senadurías, ministerios y la misma Presidencia de la República? La razón aducida hoy, podríamos aducirla mañana: honradez ejecutoriada. Prescindir de las convicciones retrógradas y basarse únicamente en la honradez, para conferir a los individuos un cargo público de grave trascendencia, es olvidar las lecciones de la Historia y desconocer la misión que desempeñan las agrupaciones militantes, equivale a sostener que en el mundo hay un solo partido —el de los vecinos honrados. ¿Para qué las luchas de Torys y Whigs en Inglaterra, de socialistas y oportunistas en Francia, de carlistas y liberales en España, de papistas y garibaldinos en Italia, de republicanos y demócratas en Estados Unidos? Los jefes de los partidos, en vez de intransigir y declararse la guerra, deberían celebrar una Santa Alianza y limitarse a colaborar en la formación de tribunales para castigar a los malos o de hermandades para remunerar a los buenos. El programa se resumiría en breves palabras: todo para el honrado, aunque se llame Torquemada o Loyola.

Cierto, el malo en la vida privada, no se mejora al ingresar en la vida pública: Gil Blas, no se transforma en Cincinato por el solo hecho de ceñirse una corona, terciarse una banda, coger una cartera o sentarse en una curul. A mal hombre, mal ciudadano y mal gobernante; mas ¿debe afirmarse que al buen hombre corresponda el buen político? El justo en el recinto del hogar, suele mostrarse criminal en el ámbito de un parlamento: hombre incapaz de adjudicarse los bienes ajenos, puede suscitar persecuciones, trasgredir las leyes y desangrar a todo un pueblo. Honrados fueron Francia, García Moreno y Cánovas del Castillo; honrado seguimos creyendo a Morales Bermúdez; honrado se consideró a don Eduardo Romaña y con ese único título se le confirió el mando supremo.

Para administrar justicia o guardar un depósito, se busca hombres de honradez ejecutoriada; para ejercer altas funciones políticas se elige personas que a la pureza de la vida, reúnan elevación en las ideas. Se les exige limpieza en las manos y luz en el cerebro: no luz de Teología medioeval sino de ciencia moderna. Los partidos liberales que patrocinan a un conservador o cejan en el terreno de las convicciones, desacreditan la propaganda, ofrecen una lección de inconsecuencia, realizan una obra malsana y contraproducente. Los espíritus sencillos o rudimentarios son esencialmente simplistas: como el ojo del salvaje no distingue bien el matiz de los colores, ni el oído del inarmónico diferencia las notas, así el cerebro de nuestras muchedumbres no aprecia las graduaciones en las ideas que desunen a los partidos afines: los simplistas reconocen dos bandos, liberales y clericales. ¿Qué efecto produce la unión, el acercamiento, la mera connivencia de los bandos enemigos? las muchedumbres piensan que todas las divisiones de principios se reducen a palabras o que los liberales proceden con mala fe y no merecen la confianza popular. Eso vemos en el Perú, donde las facciones enemigas, después de luchar a muerte, se coligan y marchan amigablemente, para en seguida desagregarse y volver a nueva lucha, viviendo en perpetua serie de concesiones y alianzas, de rupturas y guerras.

A todos los hombres, amigos y enemigos, les debernos algo más que conmiseración y caridad evangélica —les debemos justicia: mas para realizarla, nos vemos obligados a combatir con los injustos, con los individuos que profesan la teoría de ahogar el pensamiento y someter el mundo a la dominación de Roma. Clérigos o seglares, aislados o en grupo, los católicos son el enemigo más temible en las naciones sudamericanas. Aunque algunos muestren indiferencia política o se adhieran a facciones moderadas, pertenecen a un solo partido —la Iglesia—. En todo conflicto de lo humano con lo divino, sacrifican lo primero a lo segundo: juran hoy cumplir la Ley y mañana la desconocen y la violan alegando una razón canónica o un interés sobrehumano. Para un buen católico el summum de la honradez se cifra en proceder conforme a la doctrina y favorecer los intereses del Poder eclesiástico. Y ¿existe un poder más absorbente ni más peligroso? El Catolicismo es tanto una religión como una política: fingiendo tender a sólo el gobierno espiritual, la Iglesia persigue el dominio temporal del Orbe. Cuando arrecia la lucha de lo nuevo con lo viejo, el súbdito de Roma tiene que renegar de sus convicciones o que transformarse en soldado contra la Razón y la libertad.

Conviene cerrar el paso a los ultramontanos, no concediéndoles armas que tarde o temprano descargarán sobre nosotros. Ya que no lograremos obligarles a practicar el bien, reduzcámosles a la impotencia de hacer el mal. Dando al enemigo poder y honores que él nos negaría en virtud de sus doctrinas, confiándonos en la buena fe de sus intenciones, procedemos con inocencia infantil y convertimos la política en orden de caballería andante. La tiranía de un soldado se destruye con el sable de otro soldado: a la fuerza, la fuerza; pero al clericalismo no se le anonada con batallas ni constituciones: al desaparecer de la ley y de la política, permanece en las costumbres, se refugia en la familia. Para combatirle y aniquilarle se requiere el trabajo infatigable de muchos años y de muchas voluntades.

El florecimiento de honradez y virtudes en el campo conservador no modifica la manera de proceder en el bando liberal. Cuando dos ejércitos aperciben las armas y se arrojan al combate, ninguno de los beligerantes averigua si en las filas contrarias hay hombres de honradez acrisolada: ambos hacen fuego, de modo que en el fragor de la pelea, caen el bueno y el malo, el justo y el inicuo. Un propagandista es un soldado futuro, un partido es una revolución latente; se empieza con la tinta y el papel, se termina con la sangre y el rifle. En las naciones más civilizadas reina el servicio militar obligatorio; en ningún partido se ve la coacción para reunir y conservar adherentes: el pacífico se abstiene, el desilusionado se aleja. Hay en la sociedad un espacio suficientemente grande para el desarrollo de todas las energías: los tolerantes y contemporizadores fundan asociaciones oportunistas y moderadas, no partidos avanzados y batalladores, capaces de arrollar obstáculos, remover cimientos y cambiar las instituciones sociales y políticas de un pueblo.

Usted y el Comité Provincial de Arequipa juzguen de mi conducta: no quiero imponer mis ideas, mas deseo que los espíritus serenos y levantados las conozcan y las valoricen. Ustedes que presencian la lucha de liberales y conservadores arequipeños, ustedes que palpan la intolerancia y agresividad no sólo del clero sino de los católicos más humildes, ustedes que tal vez sirven de blanco a celadas, injurias e imputaciones calumniosas, ustedes respondan si los fanáticos proceden con lealtad y buena fe, si la Unión Nacional puede vivir en armonía con adversarios semejantes, si conviene llevarles en triunfo a la Junta Electoral.

Saludando a usted, me suscribo su muy atto. y S. S.

MANUEL G. PRADA.

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El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.

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Notas

     1Este Apéndice de la correspondencia de Manuel González Prada y Francisco Gómez de la Torre forma parte de las ediciones de Horas de lucha de 1908 y 1924. La edición de la Biblioteca Ayacucho en 1976 eliminó este Apéndice que es reinsertado en la presente edición [LAS].



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