NUESTROS LIBERALES

Por Manuel González Prada,

Horas de lucha

     

I

     Se abusa tanto del Liberalismo; sirve para disimular tan groseros contrabandos que las gentes concluirán por hacer algunas restricciones al oírse llamar liberales. Si el Liberalismo no excluye al revolucionario de buena ley, si admite en su seno a los Kropotkine, a los Reclus, a los Pi y Margall, a los Faure, dejémonos tratar de liberales; si únicamente acepta a reformadores en la órbita parlamentaria, a guardianes de la Iglesia y el Estado, a defensores del vetusto régimen económico y social, rechacemos el nombre1. Rechacemos ese Liberalismo burgués, edulcorado, oloroso y hasta chic, donde caben Guillermo II y Rothschild, Menelike y León XIII, el Rey de Inglaterra y el General de los jesuitas.

     Según Spencer, la mayor parte de los que ahora se titulan liberales son conservadores de nueva especie. El sociólogo inglés se refiere a los parlamentarios de su nación que revelan el conservantismo en abrumar al individuo con leyes y contribuciones para aumentar el poderío y la riqueza del Estado. Si alguien deseara indagar en qué denuncian su espíritu conservador muchos liberales de las naciones católicas, hallaría la piedra de toque en los asuntos religiosos. Los que fundándose en la tolerancia, elevan intangibles muros divisorios entre la política y la religión; los que aduciendo la libertad de enseñanza, dejan la instrucción pública en manos de las congregaciones; los que basándose en lo prematuro y riesgoso de ciertas reformas, no se atreven ni siquiera a tentar la posible secularización lejana de las leyes, son liberales de tinte sospechoso, liberales con punterías a la Curia Romana, liberales con vislumbres ecuménicas, liberales que tal vez se ordenarían in sacris, si con las sagradas órdenes lograran un ministerio, una diputación, una vocalía, una plenipotencia y hasta un buen curato. Hombres de ese temple disgustan del Liberalismo y contribuyen a engrosar las filas de los conservadores.

     Si se comprende que muchos filósofos o librepensadores se alejen de las contiendas políticas y vivan consagrados a ejercer una propaganda serena en la región de las teorías, no se concibe que un político reformador y militante quiera evolucionar o revolucionar sin herir los intereses de la Religión Católica, olvidando que toda libertad ganada por el individuo significa un trozo de poder arrebatado a la Iglesia. En semejante olvido incurrieron los republicanos franceses de 1870; mas hoy, a los muchos años de vacilaciones y paliativos, se convencen de su error y abren campaña formidable contra el Catolicismo. Los republicanos españoles, aguerridos ya con el lastimoso ensayo de 1873, no separan lo divino de lo humano y, con Salmerón a la cabeza2, sostienen que para arrancar de raíz la monarquía deben sustraer el pueblo de la influencia moral de Roma. Un notable publicista colombiano —J.M. Rojas Garrido— escribió un largo y sesudo artículo para demostrar lo siguiente: El que es católico no puede ser republicano; y fundándose en los razonamientos de Rojas Garrido, al hombre de menos argucias, no le daría mucho trabajo el deducir que un liberal no puede ser católico, ni un católico puede ser liberal.

     Infunden muy triste idea de su Liberalismo los que segregan las cuestiones sociales o las religiosas y se consagran exclusivamente a los negocios políticos, imaginándose que los pueblos se regeneran con sólo mudar de presidentes, derrocar ministerios o renovar Cámaras Legislativas. Los segregadores abundan en Sudamérica: muchos persiguen una libertad rociada con agua bendita y quieren ganar la Tierra sin renunciar a la esperanza de adquirir el cielo. Conciliando lo irreconciliable, entonarían el Syllabus al son de la Marsellesa o aplicarían el canto llano a la Declaración de los derechos del hombre. Verdaderos oportunistas (o moderados como se dicen ellos mismos), van por una línea equidistante de avanzados y retrógrados, siguiendo una táctica muy censurable pero muy proficua: si les interesa inclinarse a los conservadores, rechazan las transformaciones violentas y preconizan los medios conciliatorios; si les conviene aproximarse a los radicales, condenan los acomodos o medidas prudentes y se proclaman revolucionarios. Benjamín Constant les llamaría murciélagos que unas veces encogen las alas y se confunden con el ratón, otras despliegan el vuelo y se igualan con el pájaro.

     Distingamos, dicen los sofistas cuando quieren embrollar las discusiones; no separemos, deben repetir los hombres que deseen proyectar luz en las controversias tenebrosas. Y no cabe separar lo social de lo religioso ni lo político de lo moral. Como se ha dicho muy bien (y nos gozaremos en escribirlo a menudo), toda cuestión política se resuelve en una cuestión moral, y toda cuestión moral entraña una cuestión religiosa. El individuo se emancipa a medias, cuando se liberta del pretoriano para someterse al cura, o sale de la sacristía para encerrarse en el cuartel. Un esclavo no se transforma en hombre libre por el solo hecho de convertirse al ateísmo, ni un fanático, políticamente libre, deja de vivir esclavizado a Roma. La acción emancipadora tiene que venir doble y simultáneamente, en el orden religioso y en el político. El verdadero liberal da tantos golpes a los muros de la Iglesia como a los cimientos del Estado.

     Uno de los cerebros más luminosos de la Francia contemporánea —Georges Clémenceau— opina que la Revolución francesa no ha de aceptarse ni rechazarse fragmentariamente o a pedazos, sino integralmente, lo que vale decir en bloque. Extendiendo y aplicando la idea de Clémenceau, se debe atacar en globo todas las iniquidades y todos los errores.

     El Estado, la Iglesia y el Capital enseñan a combatir, pues cuando alguno de los tres se ve seriamente amenazado por las embestidas populares, los otros dos acuden en su auxilio para construir el bloque defensivo. Los poderes humanos y divinos guardan tan estrecha solidaridad que si uno solo claudica, todos los demás corren peligro de sufrir la misma suerte. No es de extrañar que el Estado sin alma y el Capital sin Dios combatan por la Iglesia espiritual y deísta: al defenderla, se defienden. A una revolución política puede no seguir un sacudimiento social ni un cisma religioso; pero a toda profunda renovación religiosa sucede una transformación política y social. La emancipación no desarraiga el Protestantismo en Estados Unidos ni el Catolicismo en América del Sur; mas el Cristianismo cambia la vida social y política del Occidente, la Reforma origina primero la sublevación comunista de los campesinos alemanes, más tarde la revolución republicana del pueblo inglés.

     No hay dos reinos distintos —el de Dios y el de los hombres— sino el reino de la justicia3. A la añeja teoría de al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, sucede hoy el principio de al hombre lo que es del hombre. Y ¿qué es del hombre? la Tierra. ¿A qué tiene derecho? a la felicidad. Todo ser humano tiene derecho, no sólo al agua y al pan, al aire y al abrigo, sino al amor, al confortable, al goce, al saber, en resumen, a la vida más intensa y más extensa. Los bienes monopolizados por una clase, debe disfrutarles toda la especie. El Planeta es de la Humanidad, todo pertenece a todos. Según la justicia divina, muchos son los llamados y pocos los elegidos; según la justicia humana, todos son llamados, todos son elegidos.

     

II

     Las precedentes divagaciones no dejan de ser oportunas al hablar de nuestros liberales y, sobre todo, de los aglutinados hoy con ese nombre.

     El Partido Liberal, fundado en 1900, nos parece la compostura o reorganización de un Partido Liberal Democrático que en 1897 nació con el propósito de evolucionar respetuosamente en la esfera de la constitución y de las leyes, como lo decía en su programa. El evolucionista respetuoso no vivió ni la vida de las rosas, a pesar de que en su seno contaba con algunos diputados, de que poseía el dinero suficiente para comenzar la buena labor y de que tenía lo más anhelado por las agrupaciones nacientes, un diario en taller propio. El diario, que se llamaba la República, duró no sabemos si meses, días u horas. Murió de anemia cerebral.

     El Partido Liberal, aunque encierre algunos elementos vírgenes, proviene de una cisión en el Demócrata. Heridos en sus ambiciones y despechados con la desembozada protección del Gobierno a la candidatura Romaña, algunos demócratas se alejan temporalmente de su viejo fetiche, y no pudiendo titularse nuevos demócratas ni queriendo volver a llamarse liberales democráticos, se bautizan con el simple nombre de Liberales, como se habrían nombrado constitucionales o civilistas, si en el país no hubieran existido agrupaciones con esos títulos.

     Pero si los liberales democráticos de 1897 nacieron con cierta moderación y hasta con cierta humildad, los Liberales a secas de 1900 surgen con aires de bravucones y pujos de ensoberbecidos, agraviando a todos sus predecesores y presumiendo de venir a pronunciar el hágase la luz del liberalismo peruano. Antes de ellos, el caos de utopistas y soñadores; a partir de ellos, la creación ordenada de los positivistas y de los prácticos. Vienen de innovadores sociológicos y de policías o polizontes morales. Confeccionan un programa suculento y fragancioso, mucho más radical y atrevido en el orden financiero que el formulado por las agrupacioncs más avanzadas, y se echan a divagar por calles y plazas, jactándose de haber organizado el verdadero partido liberal, dándose como los enunciadores del único verbo redentor. “Los llamados entre nosotros partidos políticos (dicen en una circular del Comité organizador) no son ni han sido, en verdad, sino bandas de allegados heterogéneos y egoístas que enarbolaron por estandarte simples nombres y no ideas, y procuraron el encumbramiento de las personas, jamás de saludables doctrinas”. Del golpe no se libran ni los mismos radicales.

     No nos coge de nuevo la reorganización del Partido Liberal, dadas las condiciones del país y la efervescencia de los ánimos por la segura imposición oficial del futuro mandatario. Al aproximarse las elecciones o en vísperas de alguna crisis nacional, brotan agrupaciones que estigmatizan el personalismo y hablan de regenerarnos por la honradez, la verdad y la justicia; pero, a vuelta de programas, de comités, de circulares y de bombos, las tales agrupaciones degeneran en conciliábulos de conspiradores, cuando no en clubs eleccionarios que van a desaparecer en la gran olla de las candidaturas oficiales.

     Nos coge, sí, de nuevo la audacia y belicosidad de los regeneradores en ciernes. ¿De dónde nos salen los Cincinatos? ¿De qué planeta nos llueven los Catones? Se diría que las once mil vírgenes han descendido en figura de varón para venir a salvar el Perú. Sin embargo, mudos quedarían algunos de los donceles si les llamáramos a cuenta y les exigiéramos su hoja de servicios. Si trabajaron, que nos enseñen sus obras; si anduvieron por buen camino, que nos señalen sus huellas; si combatieron, que nos muestren sus heridas. Algunos, después de militar en filas retrógradas y contribuir a la perpetración de iniquidades y legicidios, salen hoy haciendo gala de Liberalismo, echando asperges en la cabeza de todo el mundo político y firmando programas de amenazadora truculencia. De repente vamos a tener síndicos de monjas y hermanos de la Tercera orden que se confabulen para desamortizar los bienes eclesiásticos o separar la Iglesia del Estado. Y no habría razón para admirarnos, desde que tenemos de liberales a quienes nunca lo fueron, desde que asistimos a un fenómeno tan increíble como la trasmutación del níckel en oro o la metamorfosis del ganso en pavo real. Vivimos en la tierra de las ironías: aquí se llama Partido Liberal el grupo en que los adeptos revientan de puro conservadores, como se nombra Tierra del Fuego al país donde los habitantes se mueren de frío.

     Mas digamos con las almas generosas, que saben disculpar los deslices de la flaqueza humana porque no se juzgan implacables ni libres de caer en la tentación: a todo pecado, misericordia; y saldemos las antiguas cuentas a los nuevos catecúmenos del Liberalismo ya que la conversión parece tan sincera y gratuita como la de San Pablo, ya que el arrepentimiento da señales de no ser menos fervoroso que el de San Jerónimo ni el de la Magdalena.

     El Partido Liberal blasona de su origen al anunciar que nace del entusiasmo sentido por un grupo de jóvenes universitarios. No creemos mucho en la generación espontánea del entusiasmo juvenil, y nos parece que si algún movimiento se inicia en la Universidad, viene por acción de fuerzas exteriores. Nuestros hombres públicos, y también los deseosos de llevar ese nombre, aman a la juventud y a la clase obrera con un amor intermitente, que se hace más intenso y adquiere temperaturas febriles al aproximarse las elecciones. Desde los candidatos a senadurías y diputaciones hasta los aspirantes a cargos municipales, todos buscan el cerebro del joven que piensa y el brazo del ciudadano que trabaja. Pasado el acceso de amor, ¿qué ganan el universitario y el obrero? Las cabezas negras deberían desconfiar de las cabezas blancas, la blusa debería temer a la levita. El joven con el joven, el obrero con el obrero.

     Felizmente, el brazo que trabaja y el cerebro que piensa no acuden al llamamiento, y los Liberales operan en familia o petit comité. Si en las provincias no faltan algunos inocentes que toman a lo serio el programa y se imaginan asistir a la gestación de un gran partido, sucede cosa diferente en la Capital, donde se ve con la perspectiva necesaria, se mide bien la estatura de las personas y se toca la realidad de los hechos. En Lima se comprende que el nombre de Partido Liberal es una simple bandera para cubrir la carga, que los Liberales, accidentalmente reñidos con su jefe tradicional, son demócratas larvados.

     Porque a ciertos liberales que en su mocedad fueron demócratas les podría suceder como a los hombres que por muchos años vivieron amancebados con una vieja non sancta: suelen regresar a su feo pecado, aunque estén unidos maritalmente a una mujer bonita y joven.

     1902

     

III

     SEIS AÑOS DESPUES

     El Partido Liberal vivió consagrado a una marcha en zis zas, aproximándose ostensiblemente a los Radicales, pero acercándose solapadamente a los Demócratas. Basta recorrer La Evolución, La Alianza Liberal y El Liberal, o leer alguno de los documentos emanados del Comité, para cerciorarse de que toda la faena de los Liberales se redujo a una serie de estratagemas, manipuleos o evoluciones, tendentes a disimular las connivencias con el hombre de San Juan y del contrato Dreyfus.

     Y decimos el Partido Liberal vivió porque al arrojar la máscara y aliarse públicamente con el Demócrata, desapareció como entidad, siendo absorbido y anulado. Fue un riachuelo que se apartó de un río fangoso para en seguida volver a confundirse con él. Cuando el 26 de junio de 1904 presenciábamos la exhibición callejera de los reconciliados amigos, recordamos al Estudiante de Salamanca: como don Félix de Montemar4, los Liberales se creían vivos y estaban asistiendo a su propio funeral. No les faltaba ni las preces litúrgicas, dado que sus comanifestantes —los miembros de la Unión Católica— estaban ahí para salmodiar el de profundis.

     Probablemente, recuerdan hoy a don Rodrigo de Vivar y se alientan repitiendo: si el Cid ganó batallas después de muerto, ¿por qué no las ganaremos nosotros? Mas no se creen muertos y se dan por muy vivos, imaginándose que su alianza es una evolución lícita y usual en el campo de las maniobras políticas: los Cincinatos y los Catones amanecen de oportunistas, y a semejanza del primer Loyola, confiesan tácitamente que el fin justifica los medios. Nadie nos obliga a declararnos liberales o conservadores, ni monárquicos o republicanos (podemos quedar neutrales, que enarbolar una enseña política no parece tan necesario como vestirse y alimentarse), pero cuando nos adherimos a una agrupación y nos titulamos hombres de doctrina, nos imponernos la obligación de proceder consecuentemente y otorgamos a los demás hombres el derecho de exigirnos lealtad y buena fe. El liberal que se une a los clericales se enreda en un manejo equívoco, en un juego peligroso, en un maquiavelismo vulgar y de pacotilla. Clémenceau, citado ya por nosotros, dice: La unidad de acción supone la de pensamiento; y el gran poeta de las doloras afirma: Cuando los hombres públicos no son un principio, no son nada.

     ¿Qué principio, qué unidad de pensamiento hallamos en la fusión de Liberales y Demócratas? principio, ninguno; pensamiento, la conquista del mando. Naturalmente, los unos y los otros niegan que los partidos deban mostrarse intransigentes e irreconciliables, tanto en sus horas de formación y lucha cuanto en la época de triunfo y ejercicio del poder. Negación absurda, pues quien desea implantar reformas, necesita gobernar con los hombres que las enuncian o las encarnan. El mandatario en ciernes y el revolucionario en acción, que prometen gobernar con la heterogénea colaboración de amigos y enemigos, no exigiendo más condición que la honradez, mienten o prevarican. Desde que en ninguna parte se realiza la unidad de convicciones, desde que, por el contrario, en las naciones más civilizadas surge mayor divergencia en el modo de solucionar los problemas sociales y políticos, ningún mandatario sube al poder con la voluntad unánime de sus conciudadanos, todos ascienden con el voto de una mayoría, cuando no por la imposición de sus antecesores, como ha sucedido y sucede en el Perú. Decir que al jefe de un estado le cumple gobernar con los buenos elementos de los partidos, equivale a proclamar el reinado de tránsfugas y renegados. El buen elemento de un partido deja de ser bueno cuando sirve los intereses del partido adverso. El hombre de convicción no cede ni transige: se quiebra pero no se dobla. Así, pues, no creemos en la buena fe de los católicos afiliados al Partido Liberal, como no reconocemos la sinceridad de los liberales enrolados en las filas del Partido Demócrata.

     De nada nos admiramos al pensar que dos vocablos —hibridez y confusión— resumirían acaso la historia de nuestros partidos políticos. Ellos, en lugar de constituir organismos con funciones propias o de convertirse cuando menos en sólidos que se rozaran por algunos puntos de la superficie, fueron algo así como líquidos de diferente color en vasos de tubos comunicantes: a poco, los líquidos tomaron la misma coloración y adquirieron el mismo nivel. Hoy Liberales y Demócratas ofrecen el mismo color político y se hallan a la misma altura moral.

     Nadie fijaría con exactitud el número de prevaricaciones que entra en la última convicción de un político peruano. Muchos de nuestros grandes hombres llevan en su cerebro más coloretes que el manto de Arlequino, más parches y lamparones que la sotana del Licenciado Cabra. Suben a la montaña evangélica para oír el sermón y para columbrar de qué lado vienen las provisiones de boca. Dada la materia prima, nos explicamos la organización, desorganización y reorganización de los partidos nacionales. Para organizar uno nuevo, la receta no ofrece ninguna dificultad: se coge unos cuantos dispersos del Cacerismo, del Civilismo, del Partido Demócrata y de la Unión Nacional, se les reúne, se les revuelve y se les bautiza con algún nombre bizantino. En el Arte de Cocina esa clase de manipulaciones figura en el capítulo Maneras de aprovechar las sobras. Por consiguiente, no debemos extrañarnos si en el Perú hay Partido Demócrata sin demócratas y Partido Liberal sin liberales, como en ciertos restaurantes de París hay sopa de bacalao sin bacalao y arroz con leche sin leche y sin arroz.

     En fin, el Partido Liberal ha muerto; y sentimos no poder consagrarle un panegírico, siguiendo la costumbre de enterrar a los cadáveres entre un coro de alabanzas y una lluvia de flores. Su muerte causa un bien y un mal: un bien porque se desvanece una entidad que bajo capa de Liberalismo tentaba una obra de reacción y retroceso, un mal porque deja en el pueblo la memoria de una mistificación política, haciéndole desconfíar de una palabra que siempre resonó gratamente en el corazón de las multitudes. Durante muchos años, las gentes abrigarán recelo de oírse llamar liberales.

     Todo muerto quiere su epitafio, y el Partido Liberal merecería el siguiente:

     Aquí yace un partido que no siguió la línea recta ni guardó mucha sustancia gris en el cerebro.

     1908


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El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.

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Notas
     1Peter Kropotkin y Élisée Reclus fueron anarquistas conocidos, el primero de Rusia y el segundo de Francia. Pi y Margall fue políltico español con tendencias federalistas, republicanas, y anarquistas. Fue discípulo de Pierre-Joseph Proudhon. Tenía cierto interés en Latinoamérica como muestra el prólogo que hico para la tradución de Pacheco Zegarra de una obra de teatro escrita en Qheswa. Véase Ollantay. Drama en verso quechua, Comentado por Gabino Pacheco Zegarra; Prólogo de F. Pi y Margall (Madrid: Biblioteca Universal, Colección de los mejores autores, antiguos y modernos, 1886), págs. vii-x. Es probable que González Prada conociera al español durante su vista a Madrid [TW].

     2Se refiere a Nicolás Salmerón y Alonso (1837-1908) republicano español, amigo de krausistas como Julián Sanz del Río, llegando a ser Presidente del Ejecutivo en 1873, año mencionado por González Prada. González Prada tiende a mostrar cierta simpatía y afinidad con los krausistas españoles de su tiempo [TW].

     3Con lenguaje mesiánico como “reino de la justicia”, González Prada anticipa preceptos que darán forma a la teología de la liberación. Gustavo Gutiérrez, comentando un texto bíblico escribe que “se ha iniciado la supresión de la situación de despojo y pobreza que les impide [a los pobres] ser plenamente seres humanos, se ha iniciado un Reino de justicia”. Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación: perspectivas, oncena edición (Lima: CEP, 2005), pág. 425 [TW].

     4La referencia al Estudiante de Salamanca del poeta español José de Espronceda demuestra que González Prada no rechaza todo lo español. Más adelante habla del Cid de una forma favorable [TW].



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