NUESTROS CONSERVADORES

Por Manuel González Prada,

Horas de lucha

     

I

     Los conservadores del Perú no han logrado constituir una agrupación normal y viable, pues las colonias o núcleos de tardígrados no merecen llamarse un partido: les falta la cabeza. Como en la novela de Paul de Kock, el señor Avefría caminaba en busca de su mujer, así, en la política nacional, los ultramontanos andan a la pesca de un jefe. En su paño de altar o bandera de enganche deben escribir esta única frase: Aquí se necesita un García Moreno.

     Piérola (su mesías durante muchos años) no les produjo todo lo deseado, aunque rejuveneció las iglesias, fundó nuevos obispados, dejó que frailes advenedizos se adueñaran de los conventos y se opuso a la ejecución de las poquísimas leyes favorables a la secularización de nuestro Código Civil. Ni a sus mismos correligionarios podía dejar satisfechos el individuo que donde posa las manos introduce el desconcierto y el embrollo. Las ideas en el cráneo de Piérola son telarañas en el laberinto de Creta. A más de aturdido, vacilante y divagador, deja algo que desear en materia de virtudes públicas y privadas. Los Conservadores, que no piden mucha limpieza subcutánea, exigen a sus correligionarios, y principalmente a sus jefes, una envoltura o epidermis sin manchas ni granulaciones sospechosas. Como siguen la ley de salvar las apariencias, desean que su monstruo guarde incólume la piel, aunque lleve ensangrentados los colmillos.

     Romaña les sirve de aperitivo mientras asoma el Núñez, el Francia o el García Moreno. No colma las esperanzas del bando clerical por ser, más que hombre, una especie de autómata movido por un civilista, un demócrata, un constitucional, un reverendo padre comendador o una madre abadesa. Parece una substancia incolora, insípida y amorfa, un fluido grueso que se adapta a la forma del recipiente; de modo que, según lo disponga el envasador, presentará la figura de garrafa, alcuza, vinajera o cosa menos limpia. Esforzándose mucho, superándose a sí mismo, Romaña se solidificaría y hasta se cristalizaría en el molde, pero sin adquirir la estructura orgánica ni ascender al rango de persona consciente.

     Si los Conservadores hallaran a su hombre y lograran construir un organismo, consagrarían la República a los Sagrados Corazones, derogarían las leyes que en algo favorecen la emancipación del individuo y ejercerían con sus enemigos una verdadera caza de hombres. En tanto, deben llamarse el grupo de los durmientes, de aquellos bienaventurados que duermen el sueño de las marmotas y se imaginan que el siglo XX no dista mucho del año mil. Hoy, sólo disponen de inválidos en cuerpo y alma o de solideos y moños, no habiendo logrado fundar sino algunas pobres y vergonzantes Uniones Católicas de hombres y muchísimas agrupaciones femeninas o hermandades y cofradías, con títulos churriguerescos y estrafalarios.

     

II

     En las Uniones Católicas, hermandades o cofradías manejan la battuta algunos clérigos que ingieren a Priapo en la Trinidad, concilian la doncellez con la prolificación de gemelos y sirven tanto para rodrigones de viudas como para coadjutores de maridos. junto a los clérigos, se destacan los arrepentidos de última hora, los magistrados reblandecidos que llevan la unción en el alma después de haber llevado toda su vida el ungüento en las manos. Figuran también muchas jamonas de mírame y no me toques o jubiladas hermosuras que in illo tempore dieron a la carne lo que pedía la carne y hoy ofrecen al Señor los resplandores de una castidad que nadie osaría someter a prueba. No faltan mozas de buenas barbas que se afilian por desocupación, disfuerzo, novelería o snobismo, pues, a decir verdad, no sueñan morir con palma y corona, sienten más ganas de broma que de rosarios y gustosas se dejarían cargar por el diablo si en el viaje toparan con el tálamo nupcial o su equivalente. Alrededor de viejas y muchachas, mariposean algunos mozuelos escuchimizados y sietemesinos, anémicos de sangre y bolsa, especie de corsarios en mar divino, que andan al acecho de ricas devotas para tener en ellas el cajero y la enfermera.

     En la turbamulta o cuerpo de coros, abundan viejos tartajosos y gurruminos, desengañados ya de las vanidades terrestres, pero animados por la esperanza de hallar en el cielo la felicidad que sus católicas esposas no les concedieron en este mundo; y sobran también infelices y desvalidas mujeres o señoras de medio pelo que desean rozarse con las personas decentes, darse ínfulas de ilustradas damas y coger uno que otro auxilio para saciar el hambre y cubrir la desnudez.

     Todas las cofradías y hermandades, ostensiblemente fundadas con fines humanitarios o piadosos, sirven de cuarteles generales al clero para conservar y extender su dominación eterna y temporal. Si ahí gobiernan públicamente los clérigos nacionales, operan bajo cuerda los sacerdotes extranjeros, señaladamente los jesuítas, dado que las demás congregaciones van perdiendo el ascendiente, que por muchos años ejercieron en la sociedad limeña. En las asociaciones femeninas se consagran las desigualdades más odiosas, se observa la más estricta división de clase: respetuosas genuflexiones a collares de perla y sombreros con plumas de avestruz, desconsideración y menosprecio a trajes descoloridos y mantas raídas. El Catolicismo, pregonando su amor a humildes y desheredados, inclina la cerviz ante soberbios y poderosos.

     La caridad de las mujeres devotas desafina o suena hueco. Piedad con el dolor y la pobreza del correligionario, inhumanidad con la amargura y el desamparo del incrédulo; en domicilios particulares, raciones y vestidos al menesteroso que hace novena o comulga semanalmente; en hospitales y casas de misericordia, desentendencia o maltrato al enfermo que no bebe el agua de Lourdes ni clama por la bendición del capellán. Muchas de nuestras humanitarias señoras olvidan que vientre devorado por hambre no pide oraciones sino pan, que carne desgarrada por el dolor no quiere asperges ni santos óleos sino inyecciones de morfina.

     Según la concepción de algunos cerebros ortodoxos, los buenos hijos de la Iglesia no pueden llamarse amigos con los enemigos de Dios ni deben tener piedad del que no la tiene con jesucristo al negarle y ofenderle. De ahí la caridad sui generis de las almas piadosas, caridad formada por una mezcla de dureza y cabotinage.

     Como los médicos llegan a no ver en el enfermo una persona sino un caso, así muchas gentes no miran en el desvalido un prójimo sino un reclamo, una pared lacrada y ruinosa donde pegar un enorme cartelón que anuncie las excelencias de la caridad evangélica. Los católicos de profesión inventarían la pobreza y las enfermedades para tener el orgullo de gritar: Admire el mundo la manera como auxiliamos al pobre y asistimos al enfermo. Tal caridad parece negocio leonino, más que acción desinteresada: el te doy uno en nombre de Dios para que él me recompense con mil, vale menos que el te socorro en nombre de la Humanidad, sin pedir agradecimiento alguno ni aguardar recompensa de nadie.

     Existen caridades que infunden odio a la caridad, como hay virtudes que inspiran amor al vicio.

     

III

     Ya no profesan con sinceridad el Catolicismo sino dos clases de hombres: los viejos por falta de combustible en la máquina, los jóvenes por escasez de lastre en la mollera. Como los pueblos y los individuos toman siempre de las religiones lo que más se amolda a sus defectos y conviene a sus intereses, nosotros nos hemos asimilado las gazmoñerías, las supersticiones y las festividades suntuosas, lo poco bueno de la moral evangélica no pudimos arraigarlo en nuestros corazones. De ahí que la Religión, en vez de actuar como fuerza motriz en el sentido de la perfección interna, sólo sirve de barniz externo para disimular los vicios o de contraseña para adquirir un bono en la repartición de los honores, el poder y la riqueza.

     ¿Dónde los católicos animados por un espíritu de bondad y justicia, humildes y generosos, listos a sacrificarse por la integridad de su creencia? Todos hipócritas o acomodaticios, desde el pedagogo que por granjearse la clientela de los ricos devotos, comulga en unión de sus discípulos, hasta el ministro que después de consumar a puerta cerrada unas cincuenta o sesenta ejecuciones de revolucionarios, entra en una iglesia, se arrodilla, pone los brazos en cruz y besa las gradas del altar mayor. Si las conveniencias soplan de lo divino, los más irreligiosos cargan la vela en las procesiones, llevan detentes en el pecho y van a misa todos los domingos: eso vemos hoy; pero si llegara el día en que Lutero, Mahoma, el Buda o Moisés repartiera honores, sueldos y granjerías, entonces los más enardecidos católicos frecuentarían la iglesia protestante, la mezquita, la pagoda o la sinagoga. Si en el Perú gobernara un presidente radical y librepensador, el arzobispo haría el panegírico de Renan, los más conspicuos miembros de la Unión Católica dejarían el escapulario y cargarían la efigie de Vigil. Max Radiguet, marino francés que visitó el Perú hace unos cincuenta o sesenta años, escribe: Si los limeños creen en la misa, también creen mucho en la plata. Y nosotros podemos agregar que el dinero, tenga o no las aguas del bautismo, es católico, apostólico y romano.

     No nos alarmemos, pues, con la religiosidad o catolicismo de las mujeres. Como en sentir de San Pablo, la mujer no debe apartarse del marido aunque sea incrédulo, no cabe duda que las esposas seguirán a los esposos en todas las evoluciones y metamorfosis. Durante la ocupación chilena, algunas caritativas señoras se declararon neutrales; cuando gobierne un mal cristiano, muchísimas católicas se proclamarán tolerantes. Por regla general, las mujeres profesan una religión epidérmica, elástica y acomodaticia que las permite casarse con un protestante o judío para en seguida jugar al escondite y la gallina ciega con un fraile catalán o un monseñor italiano.

     Muchas se van al cielo en coche, haciendo caridad con tambor mayor, cohetes y repiques de campanas, ganando bendiciones a costa del sacrificio ajeno, dando plata al diario o al tres por ciento mensual y disfrutando seráficamente el dinero ilícitamente ganado por sus cónyuges rapaces. Si no, ¿qué honrada y escrupulosa matrona se apartó de su marido al conocer sus estafas y venalidades? Todas comen tranquilamente el pan arrebatado a la boca de algún infeliz, todas lucen impávidamente las sedas compradas con el oro sustraído a la Caja fiscal. No sabemos lo que diga San Pablo sobre la participación de la mujer en los gatuperios del marido, gatuperios dignos de llamar la atención, pues las manos que más se santiguan en la iglesia son las que mejor operan en la bolsa del prójimo y en el arca de la Nación. Mas no hay razón para sorprendernos, que a menudo coinciden el exceso de fanatismo y la carencia de moral. La moralidad requiere más elevación de alma que la religiosidad, así mientras en los hombres de gran cultura florece una moral sin religión, en las mujeres y en los hombres incultos abunda una religión sin moral.

     Todo lo dicho no impide que en las hermandades o cofradías de mujeres haya personas honorables y sinceras, acreedoras al respeto y la veneración, suficientemente anémicas de cerebro para seguir con buen éxito la profesión de santas. Se dicen católicas, apostólicas y romanas, como se llamarían luteranas o calvinistas, sin saberlo ni entenderlo. La ciencia teológica de algunas matronas raya en grado tan inefable y sublime que si en su Novísimo Devocionario encuadernáramos unos cuantos pliegos de La Tierra o del Diccionario Filosófico, las excelentes señoras tomarían a Zola por el décimo tercio apóstol, a Voltaire por el quinto evangelista.

     

IV

     Conviene preguntarnos ya ¿son una arrolladora fuerza cerebral los católicos del Perú? Ellos hablan y escriben sin que les sellen los labios ni les denuncien los escritos; ellos se congregan y peroran sin que nadie impida ni disuelva sus reuniones; poseen la tribuna y el púlpito, la cátedra y el periódico, el salón y la calle; mas ¿por qué no dominan con sus palabras ni se imponen con sus escritos? Publican diarios, folletos y libros, ¿dónde las páginas henchidas de ciencia y literatura? Pronuncian sermones y discursos, ¿dónde las frases que relampagueen y hieran como espadas luminosas? Hablen o escriban, no hacen más que introducir variaciones,en las viejas tonadas de Balmes, Donoso Cortés y Augusto Nicolás. Ergotistas, divagadores y bíblicos, salen del silogismo para entrar en la divagación, y dejan la divagación para caer en las citas de los Libros Sagrados. Ni uno solo que se aleje de la órbita marcada y estrecha: Malcos de nueva especie, viven dando vueltas alrededor de su propia ignorancia; borregos divinos, digieren hoy el pasto religioso que sus abuelos masticaron y rumiaron hace diez o veinte siglos.

     Estériles en la ciencia y pobres en la literatura, se muestran fecundos y ricos en el insulto y la procacidad, en la mentira y en la calumnia. Vedles maniobrar en su prensa, en esos periódicos fomentados, no por el óbolo de las muchedumbres, sino por las subvenciones de conventos, obispos y autoridades políticas. Abroquelados en el anónimo, pudiendo asestar el golpe sin sufrir las consecuencias, dan libre campo a su desvergüenza de meretrices y su ferocidad de pieles rojas. Incapaces del chiste ingenioso y agudo, usan la chocarrería soez y tabernaria. Nada con la delicadeza y finura del hombre culto y bien educado, todo con la impertinencia del zancudo y la felonía del microbio. Se ha dicho: dime lo que comes y te diré quién eres; se puede asegurar también: dime el veneno que segregas y te diré la religión que profesas. Los secretadores de ponzoña bendita, los aglomeradores de estiércol divino, tienen una peculiaridad: viven rabiando. Y la rabia denuncia la impotencia y la mentira, que la fuerza nunca hizo gala de insolente ni la verdad se armó con el diente de la víbora. Los periodistas católicos de Lima, Cusco, Arequipa, etc., no son hombres serenos y razonables que empuñan una luz, la levantan a lo alto y la pasean en medio de las tinieblas; son legiones de energúmenos que introducen la cabeza en un albañal y empiezan a sacudirla en todos sentidos.

     Si los católicos o conservadores no representan la fuerza cerebral del país, ¿constituyen al menos la fuerza muscular o numérica? Cuando presenciamos el desfile de una romería o simulacro de peregrinación a la Gruta de Lourdes, cuando distinguimos a la flor y nata de la juventud religiosa, cuando vemos esas desvergonzadas calvicies a los veinticinco años, esas cabezas en forma de conos truncados, esos pómulos salientes y almagrados o terrosos, esas quijadas a lo Carlos II el Hechizado, esas diminutas espaldas con la media giba de Polichinela, esos pechos angostos y cóncavos, esos longicuos brazos que terminan por toscas manos de reptil, esas atrofiadas caderas de orangután, y por último esas piernas filiformes que ya se juntan en las rodillas para remedar una elipse, o ya se tocan en las rótulas y se apartan en los juanetes para formar un ángulo, no podemos menos de exclamar: ¡valientes defensores de la Religión! Pasan, unos envolviendo en franela sus reumatismos juveniles, otros abrigando con enormes barbiquejos sus muelas adoloridas y cariadas, otros aspirando algún desinfectante para contener su incoercible descomposición, otros menudeando esa tosecilla seca y tenaz que pide aire de Jauja y anuncia la aproximación de la fosa, todos, en fin, moviéndose cauta y recelosamente, como si un hálito de viento pudiera quebrarles o el más ligero choque bastara a desarticularles y descuadernarles. Víctimas dobles del mal hereditario y del vicio propio, van minados y carcomidos por todos los placeres, menos por los legítimos de la Venus Citerea. Aprovechemos la ocasión de saludar a esa gloriosa juventud que personifica la ignorancia y la fatuidad, encarnadas en la raquitis, el tubérculo y la escrófula.

     Ni fuerza del cerebro ni fuerza del músculo. Así, pues, no hay materia prima de donde extraer un gran partido conservador: falta el jefe, y no abundan los buenos soldados. Entonces ¿qué temer? muy poco de una agrupación conservadora, mucho de sus adversarios. La fuerza de un partido suele basarse únicamente en la nulidad de sus enemigos; y el poder del clericalismo nacional estriba en la impotencia o mala fe de los liberales. Políticos de ambiciones colosales y miras liliputienses, declaran la intangibilidad de la cuestión religiosa, y contribuyen a que los sacerdotes monopolicen la educación del pueblo y consoliden su dominación. Si aquí no existe un verdadero partido conservador, hay una gran masa sometida al yugo clerical: las mujeres, sobre todo las de coche y tres mayordomos, quieren oponer a la invasión de las ideas el más poderoso dique —la ignorancia.

     Querer inútil. Aunque los defensores de la Religión Católica poseyeran el cerebro de un Spencer y la musculatura de un Hércules, aunque fueran más numerosos que los ejércitos de Sesostris y de Jerjes, no impedirían la muerte de lo condenado a morir. Los ríos no regresan a su fuente ni las religiones caducas vuelven a su juventud. En el Catolicismo se ve apariencias, nada más que apariencias de vida, impotentes esfuerzos de existir, desesperados manoteos de moribundo. En los jardines de plantas hay árboles, exóticos y venerables, que desde lejos aparentan juventud y lozanía, más de cerca denuncian decrepitud y marchitez: con macizos corceletes de hierro, sostienen sus ramas quebradizas y su tronco bamboleante; con revoques de yeso pintarrajado, disimulan la especie de gangrena senil que les roe las entrañas. No producen frutas ni flores; pero al regresar cada Primavera, se coronan de un ramaje anémico, desteñido, irrisorio como desgreñados mechones en la calva de un nonagenario.

     Ese árbol es la simbólica representación del Catolicismo.

     1902


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