POLITICA Y RELIGION

     

I

      Cuando Gambetta dijo que “no había cuestión social sino cuestiones sociales”, le respondieron que todas las cuestiones se resumían en la lucha del individuo con las colectividades: del jornalero con los capitalistas, del ciudadano con las autoridades, del filósofo con las comunidades religiosas. Le respondieron también que todas las luchas pedían una solución —la independencia del individuo.

      En las naciones donde existe separación entre el Estado y la Iglesia o, cuando menos, impera la igualdad de todas las religiones ante la Ley, el conflicto religioso desaparece o disminuye de intensidad. Nadie se ve compelido a fomentar la celebración de cultos ajenos; todos pueden enunciar sus creencias y defenderlas con la palabra o la pluma. Donde el Estado profesa una religión y la favorece con perjuicio de las otras, el individuo queda sacrificado a los intereses de una colectividad, y tiene que reaccionar con energías proporcionadas a las fuerzas opresoras. Reacción inevitable en el Perú, donde exclusivamente domina el clero de una secta. Aquí, por derecho de legítima defensa, los hombres más pacíficos serán un día, no sólo anticatólicos, sino anticlericales agresivos.

      Como algunos sabios no admiten conflictos ineludibles entre la Religión y la Ciencia, fundándose en que el saber humano y la verdad revelada evolucionan en órbitas diferentes, así muchos filósofos y hombres públicos no aceptan abismos insondables entre las cuestiones religiosas y las cuestiones políticas, imaginándose que la libertad se concilia con el Dogma, hasta pretendiendo que “un revolucionario no tiene por qué vivir en guerra con ninguna de las religiones positivas”. Vacherot, que en uno de sus mejores libros había considerado la religiosidad como un fenómeno sicológico, destinado a desaparecer con los adelantos de la Ciencia, llegó en los últimos años de su vida a lanzar este aforismo estupendo: “Dios entrega a los hombres la Política y se reserva la Religión”.

     ¿Convienen semejantes separaciones? ¿Las admiten los católicos?

     

II

      A pesar de los subterfugios, de las argucias, de los distingos y de las evasivas, no cabe duda que de toda cuestión social o política surge siempre una cuestión religiosa. El Catolicismo ha dominado tanto las conciencias, se ha ingerido tanto en la formación de la sociedad civil, que al emprender una reforma radical nos encontramos frente a frente de la Iglesia para cerrar el paso en nombre de un dogma, de un canon o de un derecho consuetudinario. Queramos, por ejemplo, modificar las leyes arcaicas de la familia, y la Iglesia nos argüirá considerando el divorcio como una infracción de las leyes divinas y llamando al matrimonio civil un repugnante concubinato. Queramos oponer la justicia y la solidaridad al régimen inicuamente egoísta del Capital, y la misma Iglesia nos dirá que no invoquemos la justicia sino la caridad, que el pauperismo se resuelve con la limosna o sopa de los conventos, y que al no resolverse, al proletariado le cumple resignarse y esperar la retribución en el otro mundo.

      Desde la libertad del esclavo hasta la emancipación de la mujer, y desde la independencia de las naciones hasta la inviolabilidad de las conciencias, todas las grandes reformas encontraron en la Religión Católica un enemigo, ya descubierto, ya embozado. Pudo el Cristianismo naciente significar una reacción saludable contra el cesarismo romano y el sacerdote judío, pudo sembrar en los pueblos un germen de insubordinación y rebeldía, pudo hasta infundir en las almas un vago anhelo de libertad y cosmopolitismo; pero la sencilla creencia de los siglos evangélicos se ha modificado de tal manera, que hoy el Catolicismo figura como el aliado inevitable de todos los opresores y de todos los fuertes: donde asoma un tirano, cuenta con dos armas —la espada del militar y la cruz del sacerdote. Cuando la Iglesia favorece o aprueba el espíritu revolucionario de las muchedumbres, no lo hace con el fin de contribuir a la emancipación integral del hombre, sino con el propósito de encauzar la revolución, de beneficiarla en provecho del catolicismo.

      Y con semejante proceder se obedece a una ley: toda religión naciente se muestra revolucionaria y progresista, así en el orden moral como en el político y el social; toda religión triunfante se declara eminentemente conservadora y estacionaria: de oprimida se vuelve opresora, de popular y libre se hace aristocrática y oficial. Piensan los sectarios que el mundo no debe seguir un paso más allá del punto en que la religión se detiene, y no carecen de lógica al pensarlo: si el Dogma encierra la resolución de todos los grandes problemas, ¿qué importa lo demás? Las religiones figuran como una especie de roca cristalizada alrededor de la Humanidad: no se avanza sin romper la cristalización.

      Por eso, quien dice propaganda de libertad dice propaganda irreligiosa. No se concibe un revolucionario a medias; quien lucha por el individuo contra el Estado, tiene que luchar por el individuo contra la Iglesia. Pueden la Iglesia y el Estado declararse guerra por cuestiones secundarias o de supremacía; mas cuando surge una verdadera conmoción social, el Poder religioso y el Poder civil se unen y se auxilian, con el fin de mantener la sujeción del individuo. Son dos mal casados que viven riñendo, mas se ponen de acuerdo para atacar a los vecinos. Ya los precursores del siglo XVIII lo vieron claro al sostener que “para sembrar en Francia los gérmenes de la revolución, era necesario empezar por descatolizarla“. Cuando Voltaire1 hablaba de aplastar a la infame (refiriéndose a la Religión Católica) y Diderot2 daba el consejo de “ahorcar el último rey con los intestinos del último sacerdote”, expresaban gráficamente la idea de emprender una acción doble o paralela, sin divorciar las cuestiones religiosas de las cuestiones políticas.

     Hoy, salvo el socialismo católico (doble falsificación del Catolicismo y del Socialismo), todos los partidos avanzados reconocen que el progreso entraña la secularización de la vida, y engloban en el mismo ataque a la Iglesia y al Estado. La fórmula concreta de la emancipación social, el lema que los verdaderos revolucionarios escriben hoy en su bandera, es la frase de Blanqui: “Ni Dios ni amo”. Bakounine3 descarga tantos golpes en la Iglesia como en el Estado, y afirma que “si Dios existiera sería necesario abolirle”. “Los conservadores, dice Elisée Reclus4, no se engañaban al dar a los revolucionarios el nombre general de enemigos de la Religión, de la familia y de la propiedad; también pudieron llamarse enemigos de la patria política”. Sebastien Fauré exclama en sus horas de colérica inspiración: “Marchemos al combate contra el dogma, contra el misterio, contra el absurdo, contra la religión”. Pero no recurramos a sólo anarquistas y socialistas. Julio Simón, antes de predicar la república amable y ser un deícola de oficio, llegó a decir en el Cuerpo Legislativo de Francia: “No más alianza posible entre el Poder temporal y el Poder espiritual; el tiempo de los compromisos ha pasado ya. De hoy en adelante, el Poder espiritual no puede vivir sino en nombre de la libertad e invocándola”.

     

III

     ¿Por qué los demócratas y revolucionarios han de usar separaciones y distingos para llamarse reformadores en política y estacionarios en religión, por qué los filósofos y librepensadores han de emprender una cruzada irreligiosa, con exclusión de toda lucha política o social, cuando los verdaderos ortodoxos se declaran abiertamente conservadores en todo y rechazan la diferencia radical entre el orden político y el orden religioso? Ellos sólo distinguen lo temporal de lo eterno, cuidando siempre de agregar que al Estado le cumple doblegarse ante la Iglesia o, mejor dicho, proclamando la subordinación del Poder civil al Poder religioso. Para el buen católico, la unidad política no se realiza sin la unidad religiosa o sometimiento a la exclusiva dominación de Roma. Los Didon y los Lacordaire, los conciliadores de la Iglesia con la Democracia, y de la Ciencia con la Religión, infunden recelo y desconfianza en todos los bandos, amigos y enemigos, avanzados y retrógrados. Montalembert se vio tan acosado por los incrédulos de París como por los jesuitas de Roma. El padre jacinto no se ha granjeado muchas simpatías con su religión católica, apostólica y francesa. Hay que seguir a Lamennais —cortar el cable.

      En la “Política sacada de la Escritura”, Bossuet enuncia esta proposición: El sacerdocio y el imperio son dos potencias independientes, mas unidas; y a continuación se explana en las siguientes consideraciones: “El sacerdocio en lo espiritual y el imperio en lo temporal no dependen sino de Dios; pero el orden eclesiástico reconoce al imperio en lo temporal, como los reyes en lo espiritual se reconocen los humildes hijos de la Iglesia“.

      En estas palabras se nota que Bossuet procede cortesana y jesuíticamente, deseando no desagradar al Rey de Francia ni al Pontífice de Roma. Sin embargo, se trasluce algo, se deja sentir el veneno. ¿Qué se entiende por reconocerse humildes hijos de la Iglesia? Indudablemente, obedecer las órdenes de los Papas y estar animado por el espíritu de la Curia Romana. Los humildes hijos repiten que “aun cuando la Iglesia Romana imponga un yugo apenas soportable, conviene sufrirle antes de romper la comunión con ella” (Bossuet).

     Pío IX5, que seguramente no rivaliza con el Aguila de Meaux, procede con celo tan fogoso y exagerado que de vez en cuando parece un lobo con disfraz de cordero; si por sus dogmas de la Inmaculada y de la Infalibilidad ahonda más el abismo entre la Razón y la Fe, en su Syllabus codifica lo que podría llamarse incompatibilidad de humores entre la Religión Católica y las sociedades modernas. Con Pío IX, el Catolicismo hace gala de haberse convertido en una religión estéril y sin vida, algo como una mole de granito en un campo de labor o como un cementerio en el corazón de una ciudad.

      León XIII6 no sigue los rastros de Pío IX: en vez de las medidas impremeditadas y violentas, usa la sagacidad, las buenas formas, el maquiavelismo angélico; pero no siempre logra buenos resultados, como por ejemplo en Bélgica, donde sufrió un solemne fiasco al tratarse de una ley que hería los intereses de la Iglesia. Públicamente, León XIII exhorta a los obispos belgas para que transijan y se sometan a las leyes de la nación; privadamente, valiéndose de su secretario el cardenal Nina, les aconseja resistir y luchar por cuantos medios estén a su alcance. Desgraciadamente para Roma, el ministro Frére Orban descubre la intriga; y el Machiavelli del Vaticano pasa unos momentos no muy agradables.

      Para conocer a fondo el espíritu de la Iglesia, no vale recurrir siempre a los documentos oficiales: los escritos de los buenos creyentes, de esos que no andan con diplomacias ni contemporizaciones, sirven de inapreciables documentos. La Revue du Clergé Français publicó, no hace muchos años, un estudio muy digno de citarse, por la sinceridad en la expresión de las ideas.

     “La Iglesia, decía el periódico, tiene derecho a reinar, no sólo sobre los individuos y las familias sino también sobre los pueblos o, de otra manera en el orden espiritual, el Estado no es independiente de la Iglesia, sino que se halla en el deber de abrazar, profesar y proteger la Religión Católica... El Estado tiene por fin el bien temporal de los hombres; la Iglesia, su dicha sobrenatural. El fin de la Iglesia excede, pues, infinitamente en excelencia al fin del Estado, que se le subordina; pero, como la subordinación de los fines acarrea la subordinación de los medios, se deduce que el Estado queda subordinado a la Iglesia”.

     “Concluimos: el Estado debe ponerse al servicio de la Iglesia, tanto al menos como se lo permita la condición de los espíritus; el régimen de la separación, como el de los concordatos, no encierra el ideal: el Estado debe usar de la ley y la espada para el reino social de Jesús. Al hacerlo en otro tiempo, cumplía con su deber”.

     “¿Por qué tratar de excusarlo torpemente? La Iglesia, sociedad a la vez divina y humana, posee con el poder doctrinal y legislativo, el poder coercitivo que es el acompañamiento necesario: ella tiene el derecho de castigar por sí misma y con penas materiales al fiel y al hereje culpables. A más, tiene el derecho de exigir que el Estado ponga la fuerza de que dispone al servicio de los intereses espirituales que ella tiene la misión de amparar”.

     “De derecho divino, el Papa, jefe de la Iglesia, tiene antes que nada, el poder de dar a los príncipes (como supremo doctor de la moral) direcciones obligatorias en el gobierno de los Estados...”.

     Tales son los principios tradicionales de la Iglesia, expuestos franca y llanamente, sin evasivas de obispos galicanos ni atenuaciones de pontífices diplomáticos, a la manera como les profesaba Gregorio VII7 cuando repetía:

     “Si la Santa Sede ha recibido de Dios el poder de juzgar las cosas espirituales, ¿por qué no ha de juzgar también las temporales?... Cuando Dios dijo a San Pedro: Apacienta mis ovejas, ¿exceptuó acaso a los reyes? El episcopado está sobre la reyecía lo mismo que el oro sobre el plomo: Constantino lo sabía muy bien, cuando tomaba el último lugar entre los obispos”.

     Sueñan, pues, o se alucinan los hombres que persiguen una alianza o, cuando menos, un estado de paz entre la Iglesia y el Estado, entre la Razón y la Fe. Mientras los filósofos o librepensadores combaten el Dogma sin cuidarse de las reformas políticas o sociales, y mientras los republicanos y demócratas guardan una candorosa neutralidad en las cuestiones religiosas, los buenos católicos trabajan por someter la política a la religión, por colocar al Estado bajo la dominación de la Iglesia. Y los católicos llevan siempre la ventaja: si no gobiernan, invocan la libertad, la consiguen y la usan para combatir a sus enemigos; si ejercen el poder, no la otorgan a nadie, imponen silencio a todos sus adversarios. Louis Veuillot lo declara perentoriamente cuando se dirige a los liberales: “Nosotros pedimos a ustedes la libertad porque su doctrina les manda concederla; mas se la negamos porque la nuestra lo dispone así”.

     El Catolicismo encierra una perenne amenaza a la civilización moderna, una latente revolución a la inversa, un poder que incesantemente se afana por rehacer la Historia con el fin de borrar los rastros de la Revolución francesa, suprimir la Reforma, anular el Renacimiento y sumergir a la Humanidad en la penumbra de la Edad Media. Es el enemigo, el árbol de sombra mortífera, el manzanillo de las almas. Si quisiéramos palpar el resultado de su acción sobre los pueblos, no necesitaríamos alejarnos mucho: el progreso intelectual y moral de las naciones sudamericanas se mide por la dosis de Catolicismo que han logrado eliminar de sus leyes y costumbres.

     1900


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El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.

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Notas

     1Francisco María Voltaire (1694-1798) con Diderot y Rousseau forma un trío de philosophes, que dan forma intelectual a la Ilustración. Se interesa en el neoclasicismo, la razón, y la tolerancia en contra de la metafísica [TW]. Conocido por su Diccionario de filosofía. De todas las influencias en González Prada los filósofos de la Ilustración son los más predominantes [TW].

     2Denis Diderot (1713-1784), otro philosophe, fundador de la conocidísima Enciclopedia (1751). Por su materialismo y ateísmo es un precursor a la escuela positivista que vendría el siglo después [TW]

     3Miguel Bakunin (1814-1876), anarquista ruso, importante influencia en González Prada, especialmente en los estudios antirreligiosos [TW].

     4Eliseo Reclus (1830-1905), famoso geógrafo de Francia. Es conocido por su Geografía universal [TW].

     5Pío IX, pontífice conservador, autor del SILLABO DEGLI ERRORI PRINCIPALI DEL NOSTRO TEMPO en que atacaba el panteísmo, el naturalismo y el racionalismo absoluto, es decir los fundamentos del pensamiento gonzalezpradiano [TW].

     6León XIII, el papa que siguió a Pío IX, se le conoce por ser más tolerante y liberal que el que le antecedió [TW].

     7Gregorio VII, pontífice poderoso quien durante su papado sostuvo luchas tremendas con el poder temporal (1073-1085) [TW].

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