Por Manuel González Prada,
Horas de lucha
¿Por qué se afana el Gobierno en sustituir con una nueva Ley de Imprenta la Ley de 1823? Según el Ministro que somete el proyecto a la deliberación de las Cámaras Legislativas, “el país reclama la reforma de la Ley de Imprenta”, y S.E. el Presidente, acatando las manifestaciones de la opinión pública, ha consignado en su programa administrativo la satisfacción de esa necesidad, calificando a aquella ley de una aberración inconcebible que no puede subsistir por más tiempo y de cartel permanente de descrédito para la República.
La opinión se manifiesta en diarios y conversaciones, en comicios y actas; así durante las últimas elecciones, se leía diarios que denunciaban los embrollos de la junta Electoral, se oía conversaciones en que peruanos y extranjeros admiraban el descaro de ciertas gentes al llamar populares unas votaciones en que abundó todo, menos los sufragios, y se tenía conocimiento de comicios y actas en donde los ciudadanos protestaban de los abusos cometidos por las autoridades. Las manifestaciones de la opinión fueron tan claras entonces que si don Manuel Candamo hubiera sabido acatarlas, no se habría satisfecho con deber la Presidencia a la protección oficial y a las discordias de sus adversarios. Hoy ¿dónde los actos para reclamar esa reforma de que nos habla el Ministro? El amor del Gobierno a sus gobernados le induce a proteger cosas que no le demandan protección. Nos amarra un barboquejo sin que nos hayamos dolido de las muelas. De repente nos juzga pletóricos y nos manda sangrar con algún barbero de Tebes o Chinchao.
El Partido Civil, por boca de su jefe, se ruboriza y siente
escrúpulo de seguir tolerando los deslices de la prensa.
¡Escrúpulos de
Naná! ¡Rubores
de la Mouquette! Los cotidianos de la hermandad o voceros del
bluff civilista hacen coro al Gobierno y fingen los mismos
aspavientos. Esos diarios
A no revelarlo el Gobierno, nadie maliciaría que la pobre Ley de 1823 nos deshonraba, que “era un cartel puramente de descrédito para la República”, sin duda por dejar algún resuello al escritor y no acabarle de asfixiar en una máquina neumática. Entre los cargos a las repúblicas sudamericanas no figuran los desmanes de la prensa. Nos hemos desacreditado, no por lo que unos dijeron sino por lo que otros han hecho. La mala fama, el hedor sudamericano, proviene de focos distintos, por ejemplo, las guerras civiles y las trampas internacionales, “Las 22 repúblicas latinas de América, dice Gustavo Le Bon, viven de empréstitos europeos que se reparten bandas de bribones políticos asociados a bribones de la finanza europea encargados de explotar la ignorancia del público... En esas desgraciadas repúblicas el pillaje es general, y como todos quieren participar en él, las guerras civiles son permanentes”. (Psychologie du Socialisme).
Refiriéndose al Perú, agregaríamos que el robo presenta los caracteres de una pandemia nacional: donde hay un duro y una mano peruana, hay noventinueve probabilidades contra una para que el duro desaparezca. ¿Quién es ella? preguntaba un juez al saber la perpetración de algún crimen. ¿Quién es el ladrón? debemos decirnos aquí, siempre que veamos construir edificios públicos o tengamos noticia de consumarse operaciones financieras. Casi todas las riquezas privadas tienen origen fiscal y habría derecho de proceder a una confiscación en globo. Las haciendas, las casas, los mobiliarios, la ropa, y quién sabe, hasta el cuero de algunos individuos representan defraudaciones al Estado. ¿Dónde la institución o sociedad que no haya sufrido el zarpazo de algunos bribones? Hablen las recaudadoras, las aduanas, los correos, las beneficencias, las municipalidades, sobre todo la de Lima, donde no faltó concejal patriota que se robara el dinero consagrado a subvencionar las escuelas de Tacna.
Pero no solamente operamos en familia: somos una especie de fósforos mágicos que prendemos en todas las cajas. Particulares, agentes financieros, cónsules y hasta Ministros, han dejado tan buena fama desde Londres a París que en muchos círculos decentes de la última ciudad se prohíbe el ingreso de peruanos (no creemos que haya sido por abusar de la prensa y defender la Ley de 1823). Y como en el Perú carecemos generalmente de sentido moral, a nadie le cortamos su carrera por abuso de confianza ni por un gatuperio: al que por falta de honradez pierde un destino, le concedemos otro con responsabilidades mayores; al que se fuga para evadir la acción de la justicia, le nombramos cónsul o Encargado de Negocios; al que en su bagaje histórico guarda una bancarrota fraudulenta, le diplomamos de financista, con honores y fueros de ministro de hacienda en disponibilidad.
A revoluciones y latrocinios, uniríamos el divorcio con la verdad. Si la historia de las naciones cupiera en una sola palabra, la del Perú se encerraría en la voz mentira. Desairado papel hacemos en el mundo, porque desde la Jura de la Independencia hasta la inauguración del régimen actual hemos vivido mintiendo, porque todos mentimos hoy, desde el Arzobispo hasta el barredor de calles y desde el sabio más sabio hasta el lego más lego, porque de la mentira hacemos nuestra ley y nuestra costumbre, nuestro pan y nuestra bebida, nuestra madre y nuestro Dios. Mentira lo acuñado en la moneda, porque nunca tuvimos firmeza, unión ni felicidad; mentira lo pintado en el escudo, porque la abundancia no reinó jamás en nuestras desvalidas muchedumbres; mentira lo sancionado en la Constitución, porque se gobierna sin leyes, se delinque sin responsabilidad y se viola todos los derechos del ciudadano; mentira la libertad, porque una raza entera gime en la servidumbre y nadie está seguro de no envejecer en una cárcel o no pasar años entre los muros de un cuartel; mentira la igualdad ante la ley, porque jueces y códigos legitiman las iniquidades de los poderosos y ahogan en un diluvio de legajos las reclamaciones de los pequeños; mentira la fraternidad, porque nos devoramos en las guerras civiles y no hemos cerrado el ciclo rojo que se inaugura con las abominaciones de Pizarro en Cajamarca y sigue el linchamiento de Vizcarra; mentira, en fin, todo eso de “Gobierno republicano, democrático, representativo, fundado en la unidad”, porque variamos los nombres mas no las cosas, porque no hemos botado el pelo de la dehesa colonial, porque nuestro régimen político y nuestra vida social se reducen a una prolongación del Virreinato, con sus audiencias, sus alcaldes, sus corregidores, sus repartimientos, sus frailes de misa y olla, sus beatas de rosario y correa, sus dómines hueros, sus virreyes mulatos y sus Perricholi francesas.
El proyecto de la nueva Ley de Imprenta denuncia la índole
del Gobierno: quiere operar a oscuras, aduciendo buenas intenciones
y olvidando que bien podríamos dudar de sus palabras. Efectivamente,
al que apaga los faroles no le tomamos por guardia civil, aunque
os hable de seguridad pública. Es tradición nacional
que todo presidente se figure venir como el ser providencial que
pega un tajo decisivo entre el hoy y el ayer. Sin embargo, muchos
están en el solio supremo como Bertoldino en el asno
Esa Ley impone gruesas multas por faltas leves, fija tramitaciones insidiosas y pérfidas, confunde a impresores con editores, solidariza al editor con el autor, exige la ciudadanía para editar un periódico, y funda una Congregación del Indice, al estatuir que “la circulación de las publicaciones hechas en el extranjero podrá ser prohibida por el Gobierno con acuerdo del Consejo de Ministros”. Lo último significa el retroceso a la época de la dominación española con el establecimiento de un cordón sanitario en el orden intelectual. Habría que organizar en las aduanas una sección de vistas para libros y que hacer incesantes pesquisas en las tiendas de los libreros. Y ¡decir que semejante enormidad ha florecido en el cacumen del hombre más preparado para el mando supremo! Los aguilones del Civilismo van resultando avestruces; y todo el programa de libertades públicas formulado por el célebre partido histórico se resume en el aviso del barbero: “Mañana se afeita de balde”.
“En hora buena, dice el Ministro, que la prensa amoneste, fustigue, marque con el estigma de sus propias faltas al empleado público que se aparte del austero cumplimiento de sus obligaciones. Pero no toque el sagrado de la vida privada de ese hombre”. Y establece como ley que “Es inadmisible la prueba de la injuria y en ningún caso exime de pena”.
Mientras la Humanidad no constituya un rebaño de hipócritas, aduladores y cobardes, al honrado se le llamará honrado, al pícaro se le tratará de pícaro, sin que haya fuerza ni ley capaces de evitarlo. Lo que no se pregone en el meeting, se murmurará en la conversación; lo que no se divulgue en el diario, se denunciará en el pasquín; lo que no se hable ni escriba en el país, se hablará y escribirá en el extranjero. Salvando distancias y suprimiendo nacionalidades los pueblos tienden a una conciencia universal, a una justicia humana: esa justicia no cede al cohecho, esa conciencia no perdura en el engaño. Merced a vapores, ferrocarriles y telégrafos, no cabe operar sigilosamente en ningún estado ni desviar por mucho tiempo el juicio de las naciones civilizadas sobre un gobernante y un pueblo. Con prensa de alquilones y tribuna de paniaguados se crea una atmósfera de prestigio a los malos y a los inútiles; con la sola palabra de un hombre honrado, la atmósfera se desvanece.
Al pretender que “no se toque el sagrado de la vida privada”, los Gobiernos revelan que se amilanan de salir a luz y quedar en transparencia. Son como esas viejas verdes, todo revoques y pinturas, que huyen de los alumbrados a giorno y buscan la media luz de las pantallas o de los rincones. El objetivo de la Historia horada el velo de las vestales y la clámide de los césares, retratando a los individuos completamente desnudos, con sus virtudes y sus vicios, sus perfecciones y sus lacras. Merced a ese procedimiento universalmente adoptado, les vemos cómo actúan en el orden oficial y cómo proceden en las cosas íntimas. Sabemos las crápulas de Alejandro, las depravaciones de César y los incestos de Bonaparte, como divisamos la verruga de Cicerón, la nariz de Ovidio, la joroba de Esopo y el cerviguillo de Nerón. La enfermedad de un hombre y sus amoríos explican muchas veces las aberraciones de sus actos públicos: al Luis XIV de los últimos años no le comprenderíamos sin su fístula ni su vieja. Para conocernos a fondo deben analizarnos anatómica y fisiológicamente, porque somos un producto del organismo, no un espíritu encerrado en el cerebro como una bola de oro en un pote de arcilla, o instalado en él como un mayoral en el pescante de una diligencia.
Trazar una línea demarcadora entre el hogar y la calle, dividiendo las acciones públicas y reservadas, significa decir que los hombres malos y despreciables en su alcoba pueden ser buenos y respetados con el solo recurso de salir al aire libre, que lejos del fogón, las ollas tiznadas y mugrientas se vuelven esmaltados jarrones de porcelana. El malo en pantuflas y bata casera es igualmente malo con mitra o sombrero de picos. “Atenienses, clamaba Esquines al descargar furibundos golpes en su rival Demóstenes, el que no ama a sus hijos, el mal padre, no podrá ser un buen guía para el pueblo. Sin entrañas para los seres más queridos, para su propia sangre, ¿os amará a vosotros que le sois extraños? Malo para su familia, no podrá ser un buen magistrado; perverso en su casa, no mostró en Macedonia ni honor ni virtud; ha cambiado de lugar, no de costumbres”. Las vulgarísimas frases inviolabilidad del hogar y sagrado de la vida privada han concluido por sonar hueco. La Humanidad no acepta domicilios inviolables, derechos de territorialidad, ficciones diplomáticas. Al malo le ejecuta en su dormitorio y en una plaza. Y con justo derecho. El que se lanza a la vida pública, hace pública su vida y otorga a los demás el derecho de operar en él una vivisección física y moral. El que se regocija en escuchar las alabanzas de sus amigos, el que las paga tal vez con dinero del Fisco, ¿por qué no ha de sufrir los ataques de sus adversarios? Al entrar en un bosque tanto se oye la melodía de un ruiseñor como se recibe la picadura de un insecto. Cuando las luchas políticas arrecian, los beligerantes abandonan las discusiones doctrinarias y emplean argumentos ad hominem, sin distinguir vida pública de vida privada, acosando en todo terreno al enemigo, siguiéndole al último escondrijo de su hogar, para revolcarle, herirle en lo más doloroso, desollarle vivo. Así ha pasado en todos los siglos, así pasa en todo el mundo, sin excluir al Perú, donde el mismo Gobierno que tanto celo abriga por la honra de los ciudadanos, malversó ingentes sumas del Erario en fomentar hojas semanales dirigidas por verdaderos rufianes de pluma.
Según la Constitución, el domicilio es inviolable, pero ¡atengámonos a disposiciones constitucionales! Acabamos de presenciar la formación del censo. La Municipalidad, bajo pena de fuertes multas, ha exigido de hombres y mujeres los detalles más reservados. Ellas han tenido que revelar el número de sus alumbramientos legales o ilegales, ellos que denunciar si vivían casados por la Iglesia o unidos por el amor libre. Habiendo autorizado a los empadronadores para controlar los informes, se les otorgó el derecho de invadir los domicilios y ver si algunas personas de la casa evadían la inscripción en el censo. Las autoridades ofrecen, pues, continuos ejemplos de inmiscuirse en la vida privada, de no respetar el sagrado del hogar.
Nada más sagrado que el dormitorio; pero ni a él se le respeta. Al solo indicio de infección pestosa, las agentes del Municipio asaltan un cuarto de dormir, se aproximan a la cama, desarrebujan los cobertores y examinan al dueño, para saber si en alguna de sus glándulas quieren asomar los infartos de la bubónica. Al más leve síntoma, aíslan al hombre, le declaran contaminado. Dirán que se procede así para detener la difusión del mal. Pero si hay un contagio físico, ¿no hay también una contaminación moral? Si unos tienen bubones en el cuerpo, ¿otros no esconden la infección purulenta en el alma? Como señalamos a variolosos y coléricos, ¿no marcaremos a ladrones y asesinos? Se practica una acción loable al denunciar dónde se presenta un caso de fiebre amarilla o de tifus; se incurre en delito punible y odioso al decir dónde se alberga un pícaro y dónde respira un malhechor. Proclamamos el mal físico menos temible que la depravación moral; pero llega la hora de las aplicaciones, aislamos a los enfermos y declaramos intangibles a los criminales.
Al establecer la inviolabilidad de la vida privada, se permite alabar las virtudes caseras, no vituperar los vicios de puertas adentro. Así, pues, alabemos a un general si oye misa con devoción o regala veinte centavos a las Hermanitas de los Pobres; no le censuremos, si en un retrete de Palacio se araña con su mujer o si a hurtadillas le pega un beso al oficial de guardia. Tampoco denigremos al senador que trasnocha en el garito, al prefecto que va trascendiendo a cuba mal cerrada, al magnate que en su familia implanta el régimen de ayuno y dieta, al cónsul que se viene de fuga para eludir las grafas de sus acreedores ni al funcionario que sube con asombrosa rapidez, gracias al poder ascendente de las faldas. Todos los bribones adquieren una póliza de seguros sobre la hora, desde el parlamentario que recibe la propina de un gordo negociante hasta el ministro que se adjudica los extraordinarios, desde el juez provinciano que ablanda con unas seis gallinas o dos carneros hasta el magistrado limeño que no se rinde ante un cheque menor de cincuenta libras, desde el militar que al primer fogonazo toma las de villadiego, dejando el sable y llevándose la caja del cuerpo, hasta el conspicuo miembro de la Unión Católica que ensalza las excelencias de la monogamia cristiana, pero al más leve descuido de su mujer, se escurre a perfumarse con los embalsamados atractivos de la cocinera. Para lo malo, un violín a la sordina; para lo bueno, tutta la orquesta. Así, la Historia se resumirá en un almácigo de veneraciones, beatificaciones y santificaciones; uno competirá con el venerable Beda, otro con el beato Martín de Porres, otro con santa María Magdalena.
Tapar vicios reales y encarecer virtudes falsas no parecen actos muy laudables; sin embargo, los hombres públicos se imaginan lo contrario y sueñan con imponer el régimen de libertad relativa en el uso de la palabra. De ahí las leyes tanto más opresivas cuanto menos solidez ofrecen las bases de la autoridad. En la vida pública sucede lo mismo que en la vida social: a mayor humildad del origen, mayor soberbia del parvenu; a mayor legitimidad del mando, mayor insolencia del mandón.
Mayor miedo también. Con el miedo, los hombres públicos exageran el peligro y sufren continuas aberraciones: en el tufo de un puchero huelen la pólvora de un rifle, en la crema de un pastel gustan el sabor de algún tósigo, en el zumbido de una mosca perciben las repercusiones de un trueno. Como sumergidos en perpetua neblina, toman la rama de un arbusto por el tronco de un cedro, la silueta de un conejo por la figura de un buey. En todo recluta del periodismo miran un César o un Alejandro, en toda pelotilla de migajón temen una bala dum-dum. Tratándose de periódicos, llegan al extremo de perder el juicio y convertirse en una especie de Licenciados Vidriera. “No me toquen porque soy de vidrio muy tierno y quebradizo”, decía Tomás Rodaja a los muchachos que le amenazaban con piedras; “no, me pinchen porque soy vejiga muy delgada y reventadiza“, repite hoy el Gobierno a los escritores que le enseñan los dientes de una pluma.
1903
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