NUESTRAS GLORIFICACIONES

     

La de Bolognesi

Por Manuel González Prada,

Horas de lucha

     

I

     Juzgando Taine a Corneille envejecido, afirmaba: “Ya no crea, fabrica”. Fabricaciones, no creaciones, pueden llamarse las obras que generalmente nos mandan los artistas europeos. En Arte, como en modas, hay el artículo sudamericano. Querol sigue la regla: siendo capaz de un Chef-d'oeuvre, se ahorra la faena de ejecutarle y nos elabora un artículo de exportación ultramarina.

     No merece otro nombre ese triple maridaje de granito, mármol y bronce, esa aglomeración heteróclita de simbolismos arcaicos y ornamentaciones manoseadas. Con la fama embocando su trompeta y la gloria ofreciendo sus laureles, el escultor sigue las tradiciones de los poetas seudo clásicos que se figuraban eclipsar a Virgilio y Horacio porque ingerían en los versos el cinturón de Venus, las flechas de Cupido, la cítara de Apolo y el tridente de Neptuno, En la Literatura hubo un Paganismo de convención, como en las Bellas Artes superviven una ornamentación y un simbolismo de commande, tan usados en el cartón piedra de las exposiciones internacionales como en el bronce y el mármol de las obras públicas.

     Al contemplar el monumento de Bolognesi viene la idea de compararle con la estatua de Colón y la columna del Dos de Mayo. El simbolismo de la primera no ofrece mucha dificultad en la interpretación: el blanco levantando moralmente al indio, Europa civilizando la América; el simbolismo de la segunda tampoco la encierra: las estatuas, dándose la mano, representan a Bolivia, Chile, el Ecuador y el Perú, unidos para rechazar la agresión de España. ¿Qué nos dice el monumento de Bolognesi? Cierto, una obra de Arte no prueba como un silogismo ni moraliza como una sentencia; pero ha de hacer pensar o sentir, ha de sugerir algo, no solamente a los iniciados en el simbolismo del taller, sino a las muchedumbres ignorantes de toda fórmula convencional. “El Arte, según el mismo Taine, posee la singularidad de ser superior y popular a la vez, manifestando lo más elevado y manifestándolo a todos”. De ahí que el simbolismo de los monumentos públicos deba ser fácil en la interpretación, sondable a las miradas de todos.

     A más de recargada y oscura en el simbolismo, la obra carece de esbeltez y gracia, entendiendo que en vez de referirnos a la gracia melosa y pompadouresca, aludimos a la gracia tranquila y severa que podríamos llamar bisexual porque tanto se halla en la Melpómene del Louvre como en el Apolo del Vaticano. Gracia de lo diminuto y de lo enorme, contenida en una esfinge y en una Tanagra, en un toro alado de Khorsabad y en un fresco de Pompeya. “La gracia es todo, con ella todo pasa”, decía un poeta que deseaba hacerse perdonar las travesuras de sus composiciones eróticas. Modificando la sentencia, podríamos afirmar que la gracia no es todo en el Arte, pero que sin ella no cabe perfección.

     La columna achaparrada y tosca parece un gigante a medio surgir de la tierra. Con su capitel charro, denuncia la pesadez sin la fuerza, el recargo sin la suntuosidad, algo así como la obesidad anémica, en el lujo harapiento y guiñaposo. Sobre esa mole se erige la estatua icónica de Bolognesi, como figura Napoleón en la columna Vendóme. Pero ¡qué diferencia entre la desnudez atlética de la una y el atavío lugareño de la otra! El exceso de la ornamentación no prueba fecundidad en el artista, como la verbosidad y el floreo no dicen elocuencia en el escritor. Al contrario, la sobriedad en la Plástica y el laconismo en Literatura revelan una concentración de fuerzas, sólo alcanzada por los privilegiados. Velásquez al pintar su Cristo, no le rodea de accesorios, le destaca solitario en el madero; Rodin, al modelar su Víctor Hugo, suprime hasta el vestido, no pide a la Naturaleza más tributo que un peñasco. ¿Quién no prefiere la desnudez de un obelisco a la vestimenta de casi todas las pirámides y columnas modernas? Si con la imaginación suprimiéramos los accesorios, veríamos que el monumento no perdía mucho, quedando reducido a la basamenta, la columna y la estatua.

     Desaparecería algo muy risible —una mujer enseñando la pierna, únicamente la pierna. Querol arremanga, no desnuda. Al desnudo (a ese desnudo tan abominable para los hipócritas de ayer y de hoy) se llega por la sanidad en la inspiración del artista y la limpieza en las costumbres nacionales, no por degeneración y falta de civilidad, como se figurarían los pacatos y gazmoños: en Esparta nadie se enfurecía ante una mujer sin vestido, en París nadie se escandaliza con una estatua desnuda. Sólo en la Roma de los Pontífices se cubría con hojas de parra los cadáveres destinados a los estudiantes de Medicina. Los jueces modernos condenarían a Friné; pero tratando de ir a seducirla en su prisión.

     También desaparecerían las alas. ¡Qué profusión de ellas! Parece que nos halláramos en un museo de Ornitología: hasta un caballo, muerto y en una posición escabrosa, más tiene de ave hidrópica y desplumada que de solípedo. Como invención y factura, no implicaría gran pérdida la eliminación de una mujer Ocupada en señalar o escribir una fecha. ¿Quién es? ¿La hija o la viuda de Bolognesi? ¿La Historia, la Patria o sólo una vociferatrice? No harían falta los bajorrelieves donde asoman figuras tiesas, apergaminadas, sin blanduras ni flexibilidades humanas, con parecido de objetos vaciados en un solo molde. En ninguna se siente circular la sangre, que todas semejan recortes de cartón, pegados en un muro y medio desprendidos por la humedad. Como en cada bajorrelieve leemos el nombre de Querol, les tomamos por hojas arrancadas a un diario de avisos. La Humanidad no sabe quiénes esculpieron la Venus de Milo y el grupo de Laocoón; pero las generaciones futuras no ignorarán quién hizo el monumento de Bolognesi.

     

II

     ¿Qué decir de la estatua, lo esencial del monumento? Bolognesi aparece cogiendo un revólver y asiéndose al asta de una bandera, como pudo figurar tocando un tambor o soplando una corneta. Históricamente, es falso el asido a la bandera; simbólicamente, raya en lo vulgar y sólo cuadraría en las imágenes de Epinal o en los compendios de instrucción cívica. El escudo patrio, con su llama, su árbol de la quina y su cuerno de la abundancia, habrían simbolizado mejor al Perú; así que debemos estar agradecidos al artista por no haber puesto, en lugar de la bandera, un broquel donde figurara un espécimen de los tres reinos —animal, vegetal y mineral. La actitud de Bolognesi no expresa la resignación viril del militar que voluntariamente ofrenda su vida, sino la mansedumbre pasiva, la conformidad ovejuna. En vez del jefe herido y próximo a caer para no levantarse más, vemos al soldado que en día de francachela empuña el revólver del coronel, atrapa la bandera del batallón y va tambaleándose hasta rodar en tierra para dormir la crápula. Le vemos cómico y trágico, pues antes de ir al suelo, puede arrojar un tiro a cierta mujer que le brinda la imprescindible corona de laurel. ¡Infeliz Bolognesi! El plomo chileno le quitó la vida, el bronce queroliano le pone en irrisión.

     Son desvergonzadamente ridículas las estatuas de guerreros con aire de buscarruidos o matamoros, tan ridículos como la figuración de caballos en actitud de lanzar manotadas a los transeúntes; pero no conviene mucho a pueblos humillados y vencidos la representación de la tristeza, del sufrimiento, de la agonía. En los cementerios, el dolor y la muerte; en las ciudades, el regocijo y la vida. Bien sabemos cómo se sufre, cómo se muere; y si aún lo ignoramos, ya lo conoceremos pronto: necesitamos aprender cómo se goza, cómo se vive, aunque únicamente sea por la enseñanza del mármol y el bronce de los monumentos públicos. Nos faltan obras impregnadas de humanidad, quiere decir, de verdadero paganismo. Desde las entrañas del bloque inanimado, el artista de inspiración pagana hace surgir a la superficie una ola de vida que infunde morbideces de carne a la rigidez de la piedra. Una estatua de mármol, una de aquellas obras nacidas al golpe de] cincel griego, nos parece la sinfonía de lo blanco, la inmaterialidad del color, algo como un ritmo sin consonantes: a los exámetros dáctilos de Homero corresponden los mármoles blanquísimos de Fidias. Y Fidias y Homero no glorificaron la muerte como no lo hicieron los grandes poetas ni los grandes artistas de Grecia: esa glorificación neurótica viene con el Cristianismo. Por eso, deberíamos anhelar la reflorescencia del Arte pagano, ese himno a la vida, en oposición al Arte cristiano, esa apoteosis del sufrimiento y la muerte. Hartos de Madres dolorosas y Cristos agonizantes, no queremos estatuas de hombres afligidos y moribundos.

     En dos líneas podríamos juzgar la obra de Querol, llamándola un monumento depresivo y lagrimoso, un artículo de exportación ultramarina.

     Por fin, la colocación no favorece al artículo. Aquí se dispone de una plaza, se adquiere un monumento, y en seguida, salga lo que saliere, se erige en la plaza el monumento, sin considerar la luz, los edificios circundantes ni la perspectiva. Permanecemos artísticamente bárbaros. Sólo en bárbaros del Arte se concibe trasladar la estatua de Colón al sitio donde hoy se eleva, sólo en bárbaros del Arte se concibe aceptar como valiosísimo regalo el monumento a San Martín y levantarle en el lugar donde se encuentra. Para rematar el escarnio del Protector, sólo queda grabar en el plinto el nombre de Pablo Jeremías.

     Vivimos entre la obsesión de lo deforme. Todo feo y de mal gusto, desde las torres fálicas de Santo Domingo y la Merced hasta las fachadas de Palacio y demás edificios públicos, salvo quizá la Exposición. Estrambóticamente pintarrajados, no presentan la severidad de un noble anciano, sino la ridiculez de un viejo verde. El exterior de los edificios privados no vale más con sus fiorituras de opulencia mezquina y suntuosidad pordiosera. Por un lado, la arquitectura churrigueresca y jesuítica de Lourdes y Montmartre; por otro lado, el estilo chillón y pretencioso de los rasta fincados en las ciudades europeas. Una serie de casas de vecindad, una invariable sucesión de cubos aglomerados, un apiñamiento de fábricas donde resalta la avaricia del dueño para economizar un metro cuadrado, nada más vemos en las flamantes avenidas de nuestra pobre ciudad.

     No existen, pues, hermosos monumentos que rompan armónicamente la monotonía del cielo nebuloso y gris. El árbol, que debería superabundar para cubrir con la gama del verde el tatuaje y la leprosidad de los muros, es mirado con desdén o como un enemigo. Si no le extirpan de raíz, le podan bárbaramente con el fin de aprovechar la leña. La municipalidades mismas no le tratan como a pupilo, como a benéfico purificador de la atmósfera, sino como objeto de explotación o de lujo inútil. De los grandes, como el ficus por ejemplo, hacen arquerías regulares que simulan acueductos o postes que semejan granaderos austríacos; de los arbustos forman conos, cilindros, silletas, sofás, pilas, etcétera: chicos y grandes quedan geométricamente encanallados. La antigua alameda al Callao fue talada, los jardines de la Exposición van siendo roídos poco a poco, lo llamado a constituir un hermoso parque ha sido ya deshonrado por horrores como el Observatorio meteorológico y el Instituto de vacuna. Los limeños no claman por bulevares: viven dichosos con sus calles desnudas y angostas, sus cañones de escopeta por no decir sus albañales al aire libre.

     Para evadir la obsesión de lo feo, necesitamos emigrar de la población o, cuando menos, buscar las siluetas de San Cristóbal y San Bartolomé o tratar de sorprender la isla de San Lorenzo, allá lejos, entre las brumas del Occidente. Nuestra pequeñez debe contar por uno de sus factores la perenne contemplación de lo deforme: quizá no guardamos altas ideas en el cerebro porque nada bello miramos ante los ojos.

     1905



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