NUESTROS AFICIONADOS

Por Manuel González Prada,

Horas de lucha

     

I

     Entre las heridas legadas por los Conquistadores, ninguna tan bárbara como las lidias de toros, y en las lidias, nada más cruel ni más repugnante que la suerte de la pica. No figuraba ya en nuestras funciones tauromáquicas; mas últimamente “ha reaparecido con gran satisfacción del pueblo y mucho regocijo de nuestros aficionados”, como anuncia un rotativo de no pequeña circulación. ¿Para cuándo las banderillas de fuego, la lanzada, el rejón, el desjarrete y el toro de perros?

     “Cuanto más conozco al hombre, más admiro al caballo”, dice Mark Twain; y al hombre no le conocemos bien, no le estimamos en su justo valor moral, mientras no le vemos cómo trata a los animales ni cómo se goza en los espectáculos de sangre. Las corridas de toros nos enseñan que si una reducidísima fracción de la Humanidad sigue avanzando por el camino de la civilización, la mayoría está muy lejos de haber eliminado su parte de mono.

     Hay circunstancias en que al abreviar la vida de un animal, ejercemos un acto de misericordia; pero la agonía lenta y dolorosa deberíamos sustituirla con la muerte invisible y rápida, con la fulminación instantánea. Al caballo, el más útil acaso de los animales, al que nos lleva por desiertos sin agua ni sombra, al que valorosamente nos acompaña en el fragor de un combate, al que nos salva en el asalto de unos malhechores, al que durante muchos años nos alimenta con su resignada labor de todos los días, no le reservamos ese fin. Malogrado por un accidente o viejo, enflaquecido, extenuado por el hambre y la fatiga, cuando tiene adquirido el derecho al descanso y a una espera tranquila de la muerte, le condenamos a un suplicio atroz, le echamos a sufrir los picazos de un bruto en figura humana, a recibir cornadas de una fiera embravecida, a ser tasajo viviente, a pisotear sus intestinos, a morir entre las desvergüenzas y las rechiflas de una muchedumbre soez, doblemente embriagada por el alcohol y la sangre.

     La pica nos hace lamentar la condición de las bestias, condenadas a sufrir el yugo de un ser tan implacable y egoísta como el hombre. También da sobrada razón a Mark Twain, que ferocidad e ingratitud no ponen al rey de la Creación muy por encima del caballo. Al animal envejecido o invalidado en nuestro servicio le debemos una cesantía o una indemnización: obrero como el hombre, como el hombre merece disfrutar los beneficios de una ley protectora. Como hay un derecho humano, existe un derecho zoológico. Lo decimos sin valernos de ironía, en este caso inoportuna y de mal gustó: la acémila y el perro, el buey y el asno, pueden alegar más títulos a una jubilación que muchísimos ciudadanos a quienes la Humanidad no debe el menor contingente de fuerzas útiles. Así lo comprendieron alguna vez los Atenienses. Al terminar el Hecatompedon dieron soltura y amplia libertad de comer a las mulas más dóciles y más trabajadoras. A una que voluntariamente se había presentado para cargar materiales del Acrópolis, la concedieron una verdadera jubilación o cesantía, ordenando que hasta su muerte fuera mantenida por la ciudad. Pero los atenienses eran paganos.

     En una sociedad inhumana y egoísta, nunca se repetirá demasiado que los animales son nuestros conciudadanos en la gran república de la Naturaleza, nuestros compañeros en el viaje de la vida, nuestros iguales en el dolor y en la muerte. Les debernos gratitud porque, sin ellos, no habríamos existido: faltarían los peldaños de la escala inmensa que se apoya en los abismos del Océano y viene a rematar en la especie humana. Vivimos hoy porque vivieron ayer los batibios. Todos —los animales lo mismo que las plantas— somos hermanos en nuestra madre común, la célula del mar primitivo. Universal parentesco de la hormiga con el elefante, de la grama con el cedro, del hombre con el infusorio y el musgo. Bárbaro el que inútilmente deshoja una flor o destruye una planta, bárbaro el que innecesariamente o por mera diversión suprime un insecto.

     Quién no ama ni compadece a los animales no ama tal vez ni compadece mucho a los hombres. Huyamos de la casa donde no hay bocas inútiles, quiere decir, donde no trina un pájaro, no salta un gozque ni se despereza un gato. Hogar de sólo hombres, hogar en que algo falta aunque hormigueen los niños y perduren los abuelos: el animal completa la familia. Guardémonos del individuo que nunca tuvo un perro o que, teniéndole, se goza en atormentarle y descarga en él los ímpetus de cólera. Perdonaríamos a Sancho sus bellacadas y su avidez cuando besa al rucio, si bien lo hace por conveniencia, más que por amor. Abrazaríamos a San Francisco de Asís cuando pone en libertad a las palomas y trata de hermanos al lobo, al pez y a la golondrina. El Buda nos infunde admiración casi divina por su inmensa caridad; y Jesucristo nos parecería más grande, si en alguna de sus peregrinaciones le divisáramos seguido de un perro.

     Imaginémonos la extinción de los animales, figurémonos a la Humanidad solitaria y sin amigos inferiores, a la Tierra sin el gorjear de un pájaro ni el revolotear de una mariposa. ¿Valdría la pena vivir en tan mudo y monótono cementerio? La muerte vendría como una variación redentora. Si algo de nosotros sobrevive a la gran catástrofe, ese algo debe de regocijarse al ver que en nuestro sepulcro se mece una rosa o canta un ruiseñor. Eso pensaría un célebre poeta alemán cuando legó sus bienes a un monasterio con una sola obligación —que en la piedra de su sepulcro abrieran cuatro pequeños huecos y todos los días les llenaran de grano. Durante algún tiempo, los monjes cumplieron con la voluntad del testador; mas un día se dijeron: “Nosotros necesitamos más que las aves”, y suprimieron el grano. La tumba, que había sido un concierto de notas regocijadas, se convirtió en un sitio de melancólico silencio; y el algo del poeta midió la distancia de los monjes alemanes a los ciudadanos atenienses.

     

II

     No extrañamos que el toreo, con sus picadores, sus banderilleros y sus espadas, figure como un sport esencialmente ibérico; en Europa, a medida que marchamos hacia el Sur, notamos el aumento de la crueldad con los animales. Nos sorprende que nosotros, a pesar de recibir una instrucción europea, leer los libros de los pensadores eminentes y vivir en íntimo comercio con inmigrantes de las naciones más civilizadas, no hayamos podido eliminar la sangre torera y continuemos figurándonos un gran honor merecer el título de Aficionados. Porque las lidias, lejos de gustar a sólo veinticuatrinos, degenerados y analfabetos, regocijan a los más cultos, enajenan a la élite y hasta gozan las prerrogativas de una institución social. Los limeños pueden disentir en todo, menos en la afición. La Beneficencia (que negocia con el ramo de suertes) lucra también con la plaza de Acho; las compañías de bomberos, confesando tácitamente que el dinero nunca hiede, dan corridas de toros para allegarse fondos; y hasta los presidentes de la República (llamados a ofrecer lecciones de humanidad y dulzura) van a solazarse con los picazos de Agujetas. Los diarios nos comunican por medio de telegramas venidos de Madrid que “en una gran corrida de toros en que tomó parte la cuadrilla de Lagartijo, el banderillero Perdigón sufrió un varetazo en el pecho, que le ocasionó el quinto toro”. A más, publican largas relaciones de las corridas y reproducen las biografías de los toreros, adornándolas con el respectivo fotograbado, sin dejar de recurrir al tecnicismo del arte, a esa repugnante jerga, sólo comprendida y sólo gozada por los buenos Aficionados.

     Aquí, una sociedad protectora de los animales cubriría de ridículo a sus iniciadores; y una Ley Gramont no hallaría probablemente un congreso capaz de dictarla. La juventud limeña no funda bibliotecas ni edifica teatros: organiza sociedades taurinas, construye plazas de toros. No concibe nada mejor que manejar la muleta, poner dos banderillas y dar una estocada en el cerviguillo de un barroso. El flamenquismo sevillano la corroe. Ya, y principalmente los domingos de la temporada, divisamos a mocitos o ñifles que remedan el gallardo meneo de los andaluces, afectan aire chulesco y se figuran traspasar el nec plus ultra del ingenio al repetir los dicharachos de manolas y chulos. Tienden a cambiar el tongo por el sombrero cordobés; y como no se atreven a salir con las pantorillas al aire ni con la indumentaria del oficio, usan una especie de chaquetín que deja en descubierto las regiones glúteas. Pasan garbosos (y hasta provocativos) luciendo aquellas protuberancias que las mujeres exageran con los postizos y los hombres disimulamos con los faldones del vestido. Tememos que de repente cambien el apretón de manos con el palmeo en las posaderas, inaugurando el imperio de la nalga.

     Si algún Aficionado nos arguyera que las lidias de toros enseñan el desprecio a la vida y sirven de escuela para dar lecciones de valor, nosotros, por única respuesta, le recordaríamos la guerra del Pacífico. Los chilenos, no muy partidarios de la Tauromaquia, nos vencieron desde San Francisco hasta Huamachuco. Difícilmente se hallará pueblo más Aficionado que el de Lima; y ¿conviene igualar a los limeños con los espartanos? El derramamiento de sangre no sirvió de estímulo para virilizar el ánimo: díganlo verdugos y matarifes. ¿Qué tanto hablar de valor, encareciéndole a ciegas, no haciendo distinciones de cuándo merece alabanzas y cuándo es digno de vituperio? Hay lo que llamaríamos el valor rojo y el valor blanco: el rojo es de toda fiera sanguinaria, tenga dos o cuatro pies, llámese Napoleón o tigre, nómbrese Sakiamuni o perro de San Bernardo. Si el valor rojo del que mata un novillo excede al valor blanco del que asiste a un varioloso, no lo repetiremos. Alejandro, César, Bonaparte, Moltke, en una palabra, todos siguen representando la tradición bárbara, figuran como los puntos de una línea que surge de la selva prehistórica y viene a cruzar por Macedonia, Italia, Francia y Prusia.

     Representan la misma tradición algunos de aquellos hombres que viven soñando con banderilleros y pases de bandola; encima de la epidermis, el lino; más allá de la epidermis, el cañamazo, la sangre torera. Por mucho que blasonen de intelectuales, no andan muy lejos del troglodita: un cerebro luminoso en un organismo insensible es una lámpara en el fondo de un sepulcro. De mucho carecemos para merecer el título de hombres, cuando nos falta la piedad, esa justicia del corazón. La Humanidad perfeccionada, la que distará de nosotros como nosotros distamos del antropoide, será hija del amor y de la misericordia. Si queremos favorecer la evolución de la especie, debemos ensanchar nuestro corazón de modo que en su amplitud inmensa hallen cabida todos los seres del Universo.

     No pensaba así el aficionado español que al narrar los episodios de una famosa lidia realizada en las arenas de Madrid, prorrumpía con una satisfacción verdaderamente seráfica: “¡Hermosísima tarde! Como había llovido y murieron muchos caballos, la plaza parecía un lago de sangre, ofreciendo un lindísimo color rojo”. No creemos que en el mundo ni fuera de él haya una justicia para remunerar a los buenos y castigar a los malos; pero al oír nosotros que los blindados de Cervera se hundían bajo los cañones de Sampson, y que la sangre de los marinos españoles teñía los mares de Cuba, nos figurábamos asistir a la expiación de toda una raza por su crueldad con los animales, recordábamos el lindísimo color rojo de la plaza madrileña.

     Tal vez nos equivoquemos al juzgar tan severamente a los Aficionados sin ver una esperanza nacional en nuestra juventud de sangre torera. Hoy se habla de reconstituir la marina, de organizar el ejército, de hacernos fuertes para reivindicar lo perdido en la guerra del 79. Pues bien: cuando suene la hora y cada sección de la República envíe su contingente de reivindicadores, Lima formará sus batallones de monaguillos, suerteros y Aficionados.

     1906



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