NUESTROS INMIGRANTES

Por Manuel González Prada,

Horas de lucha

     

I

     Gracias a la protección de gobiernos y a la indolencia o complicidad de gobernados, sigue creciendo la invasión negra. Casi ningún vapor arriba del Sur o del Norte sin aportar al Callao una remesa de clérigos, frailes y monjas. Con las persecuciones religiosas en el país más lejano del nuestro, recrudece la invasión: cuando los demás sacuden el plumero, a nosotros nos llueven las moscas. Padres y hermanas acuden al Perú, como zánganos a su colmena, salvo que afluyan como vendimiadores a su viña.

     Los inmigrantes que vienen a ejercer una profesión o un oficio, luchan con grandes obstáculos y muchas veces no logran arraigar; los que sólo importan la tonsura y un poco de latín, no dejan de hallar nido espacioso donde cobijarse ni terreno fértil donde cosechar. Efectivamente: el pedagogo extranjero cuenta por adversarios a los pedagogos nacionales; el médico, a los médicos; el comerciante, a los comerciantes; el artesano, a los artesanos; mas el clérigo y el fraile, caigan de donde cayeren, no despiertan rivalidades ni provocan resistencias: en la corona llevan pasaporte y recomendación, ejecutoria de honradez y diploma de omnisciencia.

     ¿Qué parece Lima? un Mar Muerto en que iglesias y monasterios asoman como islotes sin agua ni vegetación. Donde se proyecta una calle, surge ya un plantel de Jesuitas; donde se traza una avenida, blanquea ya un edificio de Salesianos. Conventos nacionales que por falta de personal debieron clausurarse legalmente, se repletan de frailes extranjeros, resurgen de sus ruinas y, como si obedecieran a una voz de mando, se transforman en colegios. Así la población que tal vez encierra más de cien edificios destinados al culto y a la enseñanza religiosa, no posee una sola escuela municipal, digna de un pueblo civilizado. El Concejo Departamental edifica hoy el Liceo de Guadalupe; mas va desplegando tanta magnificencia en la erección de la capilla que sin duda considera el Liceo como un accesorio y la capilla como lo esencial.

     A partir de 1895, vivimos bajo la férula de gobiernos abiertamente clericales. Desde el Presidente de la República hasta el Director de la Beneficencia y desde el miembro del Cuerpo Legislativo hasta el vocal de la Suprema, todos los funcionarios públicos hacen el papel de monaguillos. No satisfechos con besar la esposa de un obispo y seguir las procesiones en las fiestas de tabla, los hombres públicos se esmeran en ceder propiedades y otorgar auxilios pecuniarios a las congregaciones docentes. Basta que una sociedad dependa de monjas o sacerdotes para merecer subvenciones de las Cámaras, de los ministerios y de las municipalidades. La protección, el favoritismo para todo lo referente a la religión y las comunidades, raya en lo inverosímil. Cuando faltan decenas de soles para ayudar en algo a las compañías de bomberos, sobran centenares de libras esterlinas para obsequiar regiamente a una congregación. A religiosas se concede hospitales, manicomio, Instituto Sevilla, Taller de Santa Rosa, Cárcel de Santo Tomás, y se las deja fundar con el nombre de Buen Pastor una especie de Bastilla matrimonial donde algunos desalmados consiguen inhumar vivas a sus mujeres, después de haberlas ofendido y explotado. Si con el fomento de las congregaciones docentes se va poniendo la instrucción pública en manos de sacerdotes y monjas, con el establecimiento de las Prefecturas Apostólicas se abandona el Oriente del Perú a la exclusiva dominación de frailes españoles.

     Y ¿qué hacer? Masones y liberales contribuyen a fundar obispados, decretan subvenciones a las comunidades religiosas, desempeñan, sindicaturas de monasterios, apadrinan inauguraciones de altares y, lo peor de todo, educan a sus hijos en los Sagrados Corazones, San José de Cluny, la Recoleta, Santo Domingo, San Agustín o los Jesuitas. Basándose en un liberalismo hipócrita, alegando, una tolerancia casuística, muchos incrédulos y racionalistas proclaman que en el seno de la familia debe seguirse esta máxima: Al tratarse de religión, dejar hacer. De ahí que las mujeres hagan, ordenando que sus hijos se instruyan en escuelas de padres o de madres y prohibiendo que a sus casas ingresen periódicos de tinte medio liberal. Hay algo más: con anuencia de los maridos, y a veces contra la voluntad del esposo mismo, las matronas se hallan militarmente organizadas en hermandades, congregaciones o cofradías, bajo la dirección (visible o invisible) de algún eclesiástico. Amazonas del fanatismo, si no cogen una lanza ni montan un caballo, las mujeres rebuscan dinero, ejercen influencias, calumnian al hereje y viven listas para cargar los tizones de la hoguera.

     Asistimos, pues, a una recrudescencia de fanatismo agravada por la incuria, debilidad o cobardía de padres y maridos. Más que a hijas y esposas, debemos inculpar y escarnecer a todos esos padres sin energías en el alma y a todos esos maridos sin virilidades en el cerebro: ellas pecan por ignorancia y de buena fe, ellos por maldad y bellaquería. Nada tan cómodo para el mal hombre como una mujer hipnotizada por el sacerdote, adormecida en el misticismo y rebajada a la condición de ente rezador, sin rebeldías, sin voliciones propias y hasta sin femenilidad. Hay quienes empujan a sus esposas hacia el abismo religioso, como si arrojaran una flor al torrente o echaran un mueble a la hoguera. Y, cosa bien triste, sobran desgraciadas que se resignan al destino del mueble o de la flor. En algunos matrimonios rige un convenio tácito: la mujer, a iglesias y sociedades piadosas; el hombre, al garito, al lupanar o al retrete de su concubina.

     Y, mientras el pueblo arroja la fe y tiende a emanciparse del sacerdote, las clases dominadoras regresan a la superstición y reclaman el yugo sacerdotal. A Lima debe mirársela como el gran foco de las prostituciones políticas y de las mojigangas religiosas, como el inmenso pantano que inficiona el ambiente de la República. Si las clases dominadoras decayeron desde la guerra con Chile, el decaimiento no presenta señales de cesar. Casi toda la fuerza superior del organismo se desperdicia en maquinaciones de política sin vuelo, casi toda la sangre de las venas se malgasta en guerras de pretorianos y escaramuzas de bandidos. Mientras los indios de punas y serranías siguen dormitando en su barbarie colonial, los habitantes de la costa se pulen a medias, asimilándose lo malo de la civilización. Muchos de esos grandes hombres que pontifican en universidades y congresos o señorean en tribunales y ministerios, no llevan plumas en la cabeza porque las guardan en el cerebro. Desgraciadamente, no se vislumbra hoy ni la posibilidad de que a una generación nacida y crecida en el oprobio de la derrota sucedan generaciones levantadas, viriles, capaces de iniciar una reacción: lo que viene da muestras de valer tanto como lo que se va. Y ¿qué hombres obtendremos de niños educados por frailes y clérigos? ¿Qué beneficios lograremos en la cultura intensiva de una religión envejecida y moribunda?

     La invasión negra amenaza engrosar de modo formidable. Ya somos el refugio de los frailes lanzados del Ecuador y Filipinas; y si la expulsión de las congregaciones se realiza en Francia, las naciones sudamericanas servirán de inevitable reservorio a los expulsados. El contingente francés vale la pena de inspirar serios temores. La cuna de Voltaire y Víctor Hugo, el cerebro y corazón del mundo, es también la hija mayor de la Iglesia y la calamidad religiosa del globo terráqueo. Puede asegurarse que sin el brazo, la inteligencia y el metálico del pueblo francés, el Catolicismo habría muerto de consunción. Francia abastece a las cinco partes del mundo, no sólo de todas esas congregaciones —masculinas y femeninas— que drenan el oro al mismo tiempo que inoculan la superstición, sino de semanas Religiosas, Cruces, historias de Bernadette, agua de Lourdes, medallas, detentes, cromos, rosarios. Cristos de yeso, Vírgenes de terracotta y demás bondioserías grotescas. Pero como a la vez sostiene y vulgariza las ideas humanitarias y redentoras, merecía igualarse con el mortícola que en el brazo derecho nos inoculara el virus de la hidrofobia, mientras en el izquierdo nos inyectara el suero antirrábico.

     Gambetta, el grande hombre de las lentejuelas y papier maché, decía: El anticlericalismo no debe convertirse en articulo de exportación. Lo que buenamente significa: para nosotros los franceses el librepensamiento, y para vosotros los bárbaros el Catolicismo; para nosotros el educador laico, y para los vecinos el padre jesuita o el hermano cristiano; para nosotros la Ciencia, y para los demás el catecismo. Fundándose en doctrina tan original, los republicanos y ateos de París envían a las colonias francesas tantos monaguillos como funcionarios; se enorgullecen de que en el Santo Sepulcro algunos frailes cosmopolitas gorjeen un ¡Que Dieu sauve la République francaise! se lamentan porque, desde hace unos diez años, en el Cairo celebran la misa consular de Austria, con el fin de oponerse a la misa consular de Francia; y deben de extrañar que la colonia francesa de Lima no festeje ya el 14 de Julio con un solemne Te Deum en la iglesia de Guadalupe. Ateos y republicanos de semejante calibre suscitarían reclamaciones diplomáticas, si algún estado sudamericano expulsara las congregaciones francesas o tratara de expropiar sus bienes.

     ¿Cumple a la Francia de hoy proclamar que el anticlericalismo no debe convertirse en artículo de exportación? Civilizarse es adquirir un alma francesa; pero no el alma de un Gambetta ni de un Casimir Périer, de un Drumont ni de un Derouléde, sino de un Anatole France o de un Guyau, de un Berthelot o de un Claude Bernard.

     

II

     Según Rochefort, en los clérigos hay tres cosas negras —la sotana, las uñas y la conciencia. No garantizamos que, por fuera y por dentro, posean blancura de cisne los frailes hacinados hoy en los conventos de la República.

     Los españoles difícilmente encerrarían mucho saber y mucha educación, siendo los detritus sociales recogidos en Filipinas, Cataluña y las Provincias Vascongadas. Pensando en cómo se abastece un convento, se mide cuánto vale una comunidad. Cuando escasea la sustancia prima para elaborar descalzos, sale de Lima una comisión de padres con el fin de tirar la red en Manila, Barcelona, Bilbao, etcétera. Verdaderos pescadores de aguas turbias, los comisionados cogen en las redadas a cuantos desperdicios humanos vagamundean y roncan en los muelles o merodean y rastrojean en los campos. La pesca ofrece abundancia milagrosa en la época de las quintas: ansiosos corren a morder el anzuelo divino cuantos mozos desean evadir el servicio militar. Acopiada la materia prima, comienza la elaboración Los padres toman a los mozos, los atusan, les embalan en el hábito, les consignan a la América del Sur y les enjaulan en un transatlántico. En Lima y Ocopa les someten al noviciado. Con enseñarles un ego te absolvo y un dominus vobiscum, les tienen elaborados o listos para decir misa, predicar, dirigir conciencias, gobernar en las familias y servir de mentores a los presidentes de la República.

     Dado el valor de la materia prima, no debe sorprendemos la calidad del artefacto. Los sacerdotes ingleses, alemanes y franceses, por muy burdos e ignorantes que sean, guardan un resto de elevación, no dejan de mostrarse hombres; los padres españoles, por muy cultos y civilizados que deseen manifestarse, descubren un sedimento sospechoso, no dejan de parecer frailes. Un santo padre afirmó que en los seres más humildes había un átomo de inteligencia, como para significar: Por aquí pasó Dios; en todo fraile español subsiste un rezago de ferocidad y grosería, como para revelar: por aquí pasaron Torquemada y Sancho.

     Veamos a los sacerdotes operando en nuestra sociedad. El fracés se muestra insinuante, meloso y cortesano, de modo que rara vez nos causa una impresión desagradable, aunque viene adornado de maravilloso poder extractivo. Beneficia oro en minas donde todos hallaron piedras, recoge trigo en campos donde los demás cosecharon abrojos. Barbero celestial, descañona bolsillos sin dejarles pelo de moneda, vampiro de un orden seráfico, chupa sangre sin turbar el sueño del paciente. Despabila el dinero, dulcemente, calladamente, insensiblemente, compitiendo con las niñas busconas de Quevedo en el arte de sacar bolsas sin dolor. Nadie explota como él la vanagloria y vanidad, ingénitas en el alma de los beatos: con su Lourdes y su Sacré-Coeur hace dadivoso al Gran Tacaño, pródigo al Caballero de la Tenaza. Considerando al pobre como una fruta que no arroja bastante jugo por más que se la exprima, gusta de operar en las gentes elevadas y ricas, sin predicar una virtud severa ni reñida con lo mundano. Hasta juzga con benevolencia los tropiezos y caídas de pecadoras con traje de seda. Según la moral jesuítica, pecar en una otomana de brocatel ofende menos a Dios que violar el sexto en una estera o colchón de paja. En resumen: el clérigo francés impone un yugo suave, observa una moralidad relativa y apunta más a la bolsa que a las almas.

     El italiano diverge del francés en elegir por terreno de evoluciones las clases trabajadoras. No funda liceos ni sueña con establecer universidades libres; pero tiende a monopolizar la dirección de los planteles en que se instruye al pueblo, señaladamente las escuelas de artes y oficios. De una laudable tolerancia (quizá mayor que la del francés), no se asusta con pecadillo más o pecadillo menos, ni se fija mucho en la renta del pecador. Como vive en relación íntima con los niños, ahorra el viaje a Citeres. Sin embargo, hay excepciones. Cometeríamos una falta imperdonable, si no admiráramos aquí el vigor y la galantería de algunos clérigos italianos que visan alto, sostienen el buen nombre de la corporación y saben imponer aquellas suavísimas cargas que sólo resultan pesadas a los nueve meses. Lima conserva gratísimos recuerdos (quizá memorias vivientes) de monseñores que entonaban dúos al piano, manejaban con blandura de sílfide la mota de veloutine y primaban en el arte de ajustar y aflojar los lazos de un corsé.

     Los sacerdotes alemanes, ingleses, belgas, etcétera, no abundan mucho ni se caracterizan por ninguna peculiaridad. Algunos —y de modo especial los anglosajones— vienen, colectan limosnas para la construcción de una iglesia en Boston o en Tombuctú y luego toman el vapor, sin que se hable más de la iglesia, de los fondos ni de los colectores: son rayos globulares que penetran en una habitación, voltejean, funden o gasifican la pieza de metal que hallan a su paso y en seguida se van por donde vinieron.

     El fraile español domina ruda y brutalmente, denunciando a cada momento lo bajo de su extracción y lo nulo de su cultura. Habla como si excitara bueyes o instruyera reclutas, acciona como si nadara o partiera un leño; no come: engulle y se atiborra; no se sienta: se repantiga o se tiende; al predicar, fulmina excomuniones y arroja tizonazos; al mendigar, arrebata, arrancha el dinero y las especies, llevando la sordidez de su codicia hasta el punto de maldecir al moribundo que no lega sus bienes a un testa de la comunidad. Testifica la supervivencia de la España medioeval, y constituye el amalgama de gitano, inquisidor y torero. Al divisarle, aguardamos que transforme el cerquillo en coleta, el hábito en bandola, el crucifijo en espada: delante de un altar, debe de parecer un matador al frente de un berrendo. Lo repetimos: el clérigo extranjero, por irregular que se manifieste, gira en la órbita humana; pero el fraile clásico, el fraile de olla y misa, el fraile importado de Filipinas, Cataluña y las Provincias Vascongadas, es algo que no pertenece a nuestro período geológico, algo que no entra en ninguna clasificación zoológica, algo viscoso y pungente que infunde repugnancia y mueve a náuseas: basta decir que ese fraile viene tal vez del mundo morboso y anómalo donde florecen el placer solitario y el unisexual.

     A los frailes descalzos no se les puede estudiar en Lima, donde salvan las apariencias y se cubren de un barniz humano: se les conoce a fondo en las montañas y poblaciones de la sierra, donde evolucionan con desenvoltura y dan libre campo a sus instintos. Enfardelados en una jerga terrosa y mugrienta, cubiertos por enormes sombreros de paja, con grandes crucifijos (no en el pecho sino en la boca del estómago), blandiendo descomunales garrotes o terciándose al hombro un Winchester o un Mauser, marchan con aire amenazante y conquistador1. Hablan, y sólo pronuncian interjecciones groseras o incitaciones al odio y exterminio de liberales; ejecutan, y sus acciones implican ultrajes a las personas o ataques a los bienes. Arrebatan cosechas, se apropian animales domésticos, maltratan hombres, secuestran niños, seducen mujeres. Sobran indicios para inferir que los frailes mismos de Ocopa incendiaron su iglesia, con el doble propósito de granjearse pingües subvenciones y satisfacer una venganza, achacando el delito a los librepensadores de Huancayo. Mas, aunque los religiosos no hubieran causado voluntariamente el incendio, difícilmente quedarían justificados y limpios de toda mancha. Al menos enemigo de la religión se le ocurre decir ¡qué tropelías y abominaciones no habrán cometido los padres, cuando en pueblos sufridos y timoratos surgen hombres capaces de llegar al extremo de quemar una iglesia!

     Mas los sociólogos nacionales olvidan que el florecimiento de las comunidades religiosas coincide con el retroceso de las naciones, que el Romanticismo es una religión de vencidos y de esclavos, que si el Cristianismo civilizó ayer a los bárbaros, el Catolicismo barbariza hoy a los civilizados. Anatematizan la inmigración asiática y enmudecen ante la invasión clerical, sin comprender que él chino trabajador, honrado y pacífico, ejerce una función social más elevada que el fraile holgazán, mendicante y sedicioso. Los chinos, enfermos y ancianos, que pordiosean hoy en las calles de Lima, gastaron ayer su juventud y su fuerza en arar el campo, tender el riego y cultivar la sementera. Ellos nos mueven a lástima, porque representan la víctima del hacendado, el hombre convertido en animal de labranza, la carne de trapiche. Los frailes, sanos y rollizos, que actualmente ocupan el primer lugar en la mesa de las familias, supieron conducirse con tanta prudencia que desde los primeros años de su vida cosecharon sin sembrar, descansaron sin fatigarse y pecaron sin pagar. Ellos no merecen amor ni respeto porque simbolizan la explotación en nombre de la misericordia, la mentira bajo la capa de verdad, la ignorancia con presunciones de omnisciencia.

     Al presenciar la ingerencia de una gran señora en la política alemana, Bismarck prorrumpió con toda la insolencia de un palurdo atiborrado por una ingestión de cerveza y sauerkraut ¡Fuera faldas! Con menos grosería pero con más razón, los hombres de estado y los padres de familia deben repetir hoy, al divisar la formidable y arrolladora invasión que se precipita sobre nosotros: ¡Fuera sotanas!

      


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El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.

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Nota

     1Según acaba de afirmar en los diarios una persona digna de crédito. El sargento mayor Angel Sornosa y 80 soldados pertenecientes a los gendarmes de Lima fueron portadores de dos grandes cajones de rifles Manlicher y tres cargas de municiones que el presidente de la república mandó a los frailes de Ocopa, a fin de que persiguieran a muerte a los librepensadores de Huancayo.
     Pero no se necesita recurrir a citaciones ajenas para saber si los misioneros descalzos estiman el valor de un buen rifle.
     En los Apuntes de viaje del R.P. Fr. Gabriel Sala (Lima, Imprenta de la Industria, Amazonas, Núm. 7, 1897) leemos:

     “En un remanso que formaba la confluencia de los dos ríos, había muchos lobos marinos, lo que dio motivo a que gastásemos unas 20 cápsulas de Winchester, siquiera por vía de recreación” (pág. 144).
     “Hemos tirado todos al blanco y de doce tiros solamente dos nos han tocado al palo, los demás todos han hecho su agujero, quién más arriba, quién más abajo. Se ve, pues, que el pulso no está tan mal; y si llegase el caso de tener que apuntar contra algún salvaje, procuraríamos dirigir la vista al centro, para dar siquiera a los pies o a la cabeza” (pág. 81).
     “De modo que el Padre misionero no debe meterse entre ellos (se refiere a los cachivos) sino bien escoltado de soldados o gente con armas. Estos pueden y deben obligar a dichos antropófagos, en nombre de la humanidad, a que dejen sus feroces costumbres y vivan como gente racional; de lo contrario, exterminarlos. Mediante el terror y el castigo moderado, se verán obligados a recurrir a la piedad del Padre misionero” (pág. 153).
     “Ellos (los chunchos) mienten como los cholos, sin mudarse de colores; roban y destruyen sus casas entre sí, como si fuesen unos animales... Esto es, un chuncho quiere decir lo mismo que un hombre falso, traidor, ingrato, perezoso, tragador, vengativo e inconstante. ¿Y qué haremos con unos seres semejantes? Lo que se hace en todo el mundo: supuesto que no quieren vivir como hombres, sino como animales, tratarlos lo mismo que a éstos, y echarles bala cuando se oponen injustamente a la vida y al bien de los demás” (págs. 158 y 159).
     “Después de caminar cerca de una hora, llegamos a casa del Curaca José, en Inguiribeni. .. Le regalé pólvora, municiones, fulminantes y otras curiosidades, y le dije que si nos acompañaba hasta Chanchamayo o San Luis de Shuaro, le regalaría cuchillos, pañuelos y otras cosas. El se ofreció de muy buen agrado y nos sirve de cicerone en todos los casos y caminos, explicándonos y enseñándonos los cerros y quebradas, y hasta los huesos y calaveras de los que ellos han muerto en los combates” (págs. 128 y 129).
     “Todo lo que traíamos nos pedía, incluso el Breviario y nuestro santo hábito de religioso; y viendo que yo tenía otro compañero, me dijo que se la dejase allí, para formar una capilla como en San Luis de Shuaro. Yo le dije que si se portaban bien y vivía mucha gente, podría ser que más tarde hiciésemos allí un pueblo. Parece que le gustó mi incierto ofrecimiento, y prosigue muy contento en nuestra compañía... Si este hombre supiera leer y escribir podría ser tan fatal como Santos Atahualpa: es preciso, pues, mejorarlo, utilizarlo o exterminarlo, dado el caso de que así conviniese a la civilización y bien general de la sociedad” (págs. 129 y 130).
     El padre Sala fue misionero descalzo, emprendió el viaje con auxilio pecuniario del gobierno y publicó su libro a expensas del Estado [MGP].

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