NUESTROS VENTRALES

Por Manuel González Prada,

Horas de lucha

     

I

     Durante la ocupación chilena, un compatriota nuestro fue a recibir públicamente no sabemos qué número de azotes. Ignorando nosotros la causa, supongámosla un robo insignificante o menudo, pues los chilenos, que roban por mayor, no transigían con el pobre diablo que lo hacía por menor. Rivalidades del oficio. El condenado a sufrir pena tan infamante, no era un hombre del pueblo, sino uno de esos déclassés que en las peripecias del descenso pierden la dignidad, aunque guardan restos de levita para disimular ausencias de camisa y chaleco.

     La ejecución tiene lugar en la plazuela de Santo Domingo, ante muchos espectadores que vienen a presenciar una cosa nueva en Lima —una azotaína pública. Obedeciendo la orden de un oficial o ayudante de verdugo que preside el acto, nuestro digno conciudadano se afloja los pantalones, se tiende en el suelo y, a compás de un tambor, recibe en silencio la dosis que para el mal de uñas le administran los doctores en moralidad. Luego, se levanta, se ajusta los pantalones y después de dirigir una mirada circular, murmura con toda sangre fría de un verdadero estoico ¡Pensé que doliera más!

     Habíamos tenido el publicista que al recibir en plena calle una bofetada del Presidente Castilla, hace una reverencia, se quita el sombrero y dice compungidamente: “Merecida la tengo, Señor Excelentísimo, por mi osadía en atacar a Vuecencia”. También habíamos tenido el egregio funcionario que al sufrir, ante numerosa concurrencia, un puntapié del mismo Castilla, se dobla humildemente y prorrumpe con toda la diplomacia de un Talleyrand: “Siento mucho haber suscitado la justa cólera de Su Excelencia”. Nos faltaba el héroe de la plazuela de Santo Domingo. Ese filósofo es el hombre representativo de Emerson, el símbolo de Lima, del Perú entero, a quien todo le duele menos de lo que había pensado.

     En verdad, nada nos duele mucho, ni las penas infamantes. Hasta se diría que las posaderas nacionales sienten la nostalgia del azote chileno; mas, como no todos los días acaecen invasiones araucanas, nos flagelamos unos a otros en las guerras civiles o nos dejamos flagelar por los gobiernos en esa tiranía latente que se llama orden establecido. Nos hemos convertido en algo así como animales de espinazo horizontal.

     Nos hallamos, pues, en la actitud más cómoda para la flagelación; y hagamos algo más que nuestro compatriota de marras: regocijémonos. Los azotes son higiénicos y saludables, cuando reina una temperatura muy fría cuando la dosis no pasa de lo regular, cuando no carga mucho la mano del verdugo. A más, una solfa, sabiamente administrada, predispone al amor, sirve de afrodisíaco. También sirve de aperitivo, dado que desde las azotaínas chilenas se nota en el país una furiosa rabia de comer.

     

II

     Refieren que en la época del Virreinato un personaje de Madrid, departiendo sobre cosas de América con un recién llegado de Ultramar, tuvo la ocurrencia de preguntarle. ¿Qué harán ahora en Lima? —Repicar y quemar cohetes, respondió el ultramarino, dando señales de conocer a los limeños de entonces. Si hoy, en alguna parte del Globo nos dirigieran la misma interrogación, nosotros no vacilaríamos en contestar: lo que en Lima hacen ahora es comer.

     Los almuerzos suceden a los almuerzos, los lunches a los lunches, las comidas a las comidas, las cenas a las cenas. Se engulle sólidos y se bebe líquidos a punto que bajo el lema de Vida Social o Notas Sociales, los diarios serios han abierto una sección especialmente consagrada a contarnos dónde funcionan con mayor actividad las cucharas, los tenedores y las copas. Hay la bolsa culinaria, como hay la bolsa mercantil. Las redacciones parece que tuvieran personas encargadas de huronear en las canastas del recado para ver cuáles llevan una gallina, y husmear alrededor de los fogones para descubrir cuáles trascienden a extraordinario. El menú de las comidas merece lugar tan importante como la relación de una corrida o de una fiesta religiosa; así que todo buen periodista debe tener en su mesa de redacción un Arte de Cocina junto al Año Cristiano y a un libro de Tauromaquia.

     Los diarios no necesitan afanarse mucho para inquirir noticias gastronómicas y llevar tanto la baja de los vecinos que ponen mantel largo como el alza de los que se limitan al puchero cotidiano: los anfitriones mismos se cuidan de llevar el dato al periódico, muy ufanos de reunir seis comensales y muy convencidos de ejercer una de las más altas funciones sociales al comerse un pavo y destapar una botella de champagne. Merced a la divulgación de los ágapes caseros, ya estamos en condiciones de no ignorar cuándo echa sus primeros dientes el hijo de un subprefecto y cuándo cumple los setenticinco la suegra de un ministro.

     Los banquetes a los verdaderos y a los falsos personajes se repiten con frecuencia que raya en lo maravilloso, en lo inverosímil. Al pobre Candamo, con ofrecerle tanta comilona, le apresuramos su viaje para el otro mundo, a Menéndez Pidal le hicimos conocer indigestiones más serias que las producidas por el garbanzo y el gazpacho, a Sáenz Peña le dimos razón para sostener que una batería de cocina puede hacer tanto mal como una de Schneider-Canet, a Root no le derribamos de una buena enteritis por haber tenido la feliz idea de salvarse a tiempo. Vivimos en perpetuas bodas de Camacho. En las cinco partes del mundo no hay hombres más atareados que los marmitones de nuestros clubs y de nuestros hoteles. Las quijadas de muchas gentes han resuelto el problema del movimiento continuo, los vientres de muchas personas han denunciado profundidades mayores que las del Océano Pacífico. Algunos dan señales de convertirse en sacos digestivos con el accesorio de tentáculos para coger la presa; otros andan en camino de volverse monstruos acéfalos y llevar en ambos hemisferios un simple conato de circunvoluciones cerebrales. Banquete al pasado y al futuro jefe de la Nación, banquete al senador y al diputado electos, banquete al nuevo juez de Primera Instancia, banquete al vocal últimamente jubilado, banquete al militar ascendido ayer, banquete al financista que llega, banquete al Encargado de Negocios que prepara su viaje, banquete al ganante de un premio en la lotería, banquete al héroe de heroísmos venideros, banquete al joven sesentón que piensa abandonar la vida de soltero. Todo el mundo disfruta de su banquete, menos las pobres mujeres que, sin embargo, tendrían derecho a la reciprocidad, ya que prodigan tantos beneficios y tantas gollerías a nuncios, delegados, arzobispos, obispos, canónigos, etcétera. Bien merecerían su convite las piadosas damas que suministran leche pura a los hijos legítimos de uniones católicas, mientras no darían ni agua con visos o amagos de leche a los hambrientos mamones concebidos en la inmundicia del pecado.

     Ese banquetear de Lima (digamos de una fracción limeña) contrasta con la miseria general del país, da la falsa nota de regocijo en el doloroso concierto del Perú, es un escarnio sangriento a los millares de, infelices que tienen por único alimento un puñado de cancha y unas hojas de coca. Vemos la prosperidad de una oligarquía, el bienestar de un compadraje; no miramos la prosperidad ni el bienestar de un pueblo. Lima es no sólo, el gran receptáculo donde vienen a centralizarse las aguas sucias y las aguas limpias de los departamentos: es la inmensa ventosa que chupa la sangre de toda la Nación. Esas quintas, esos chalets, esos palacetes, esos coches, esos trajes de seda y esos aderezos de brillantes, provienen de los tajos en la carne del pueblo, representan las sangrías administradas en forma de contribuciones fiscales y gabelas de todo género. Merced a las sociedades anónimas, todo ha sido monopolizado y es disfrutado por un diminuto círculo de traficantes egoístas y absorbentes. Fuera de ellos, nada para nadie, lo mismo en los negocios que en la política, salvo haciendo los postulantes el sacrificio de convicciones y dignidad. Consigna —la abyección y la obediencia.

     

III

     Sin llegar al extremo del filósofo que se avergonzaba de tener un cuerpo, deberíamos desear el advenimiento de una era en que el hombre dejara de ser el goloso comedor de carne, el animal feroz y sanguinario que parece resumir al felino y al ave de rapiña. Si el vegetarismo pule y amansa nuestra condición áspera y bravía, ¿qué maravillosos cambios no produciría en la Humanidad la alimentación soñada o anunciada por Berthelot? Acaso, el mundo vería nacer la raza de los verdaderos superhombres. “Dime tú lo que comes, yo te diré quién eres”, afirmaba el autor de la Fisiología del Gusto. Los hombres somos lo que somos porque, en medio de nuestra civilización, guardamos mucha semejanza con las hambrientas muchedumbres que seguían a los ejércitos mercenarios cartagineses, con esos infelices a quienes Flaubert llamaba comedores de inmundicias. ¡Cuán repugnantes no aparecerán entonces los individuos que, a más de ingurgitar cosas no muy limpias, viven reducidos a la condición de Ventrales, con sólo manos para coger el trinche, mandíbulas para triturar el bocado y estómagos para almacenar el bloque digestivo!

     En la añeja política nacional, nunca entraron como elementos indispensables la Ciencia y la honradez sino el trampolín y la maroma; hoy acontece más o menos lo mismo, con el aditamento de hacerse necesario un buen estómago. Comer se ha vuelto sinónimo de gobernar: a los Presidentes se les exige, más que buena sustancia gris en el cerebro, jugos poderosos en el aparato digestivo. Los mandatarios reclaman a su vez la recíproca: riéndose de principios y doctrinas, confesando que el vientre sobrepuja a la cabeza, no admiten más programas que transformar al pueblo en una manada de ilotas con las rodillas en el suelo y la boca en el pasto. (Se sobrentiende en la ración estrictamente necesaria).

     No parece difícil conseguirlo. Abundan hombres que teniendo una copa de vino y un churrasco, viven dichosos sin importarles nada que un bárbaro de charreteras nos desplume y nos abalee ni que otro bárbaro de tiros cortos nos desnude y nos ahogue en una pila de agua bendita. Permanecen tranquilos, celebrando el civismo de los Gobernantes, encareciendo los adelantos del país y celebrando las excelencias de la paz. Bien atiborrados ellos, todo anda perfectamente; mal comidos, todo va de mal en peor. Son microbios que reciben la coloración del reactivo, y el reactivo es el caldo con mucha o poca sustancia. Puros Ventrales.

     Hoy no se concibe la existencia de partidos ni la formación de oposiciones desinteresadas. Los grupos no se constituyen por asociación de individuos bien intencionados, sino por conglutinación de vientres famélicos: no se alían cerebros con cerebros, se juntan panzas con panzas. Cuando nos digan: “Ayer se congregaron más de trescientos notables para organizar un nuevo partido”, oigamos que ayer se conchabaron más de trescientos vientres para ver el modo de locupletarse. Gobierno y oposición, meras fases del asunto culinario. Demos a los más feroces oposicionistas una cuchara que meter en la olla del presupuesto, y ya veremos si encuentran sabroso el guiso que segundos antes juzgaban desabrido y malo. Puros Ventrales.

     ¿Dónde están, pues, los hombres? ¿En qué paraje los caracteres nobles y levantados? ¿En qué lugar las inteligencias de vuelo generoso y libre? Parece que un malévolo Doctor Ox se gozara en saturar la atmósfera de Lima con un gas deprimente y enervante; peor aún: se diría que una guadaña hubiera segado todas las cabezas prominentes, sin dejar una sola que se elevara un palmo del suelo. Asistimos a una zarabanda de pigmeos, a un desfile de marmitones, a una pululación de Ventrales microscópicos.

     1907



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