NUESTROS TIGRES

Por Manuel González Prada,

Horas de lucha

     

I

     En el Perú se realiza un fenómeno social muy digno de llamar la atención: no sólo el asesinato y el robo, sino los instintos más depravados, tienden a exacerbarse en las personas decentes o clases elevadas. A quien lo dudara le preguntaríamos si fueron indios de ojotas y poncho los rapiñadores del guano y del salitre, si se llamaron Quispe y Mamani los fraguadores de pronunciamientos, incendiarios de pueblos, taladores de haciendas y fusiladores de vencidos o prisioneros. Acaso el indio, repleto de alcohol y rabia concentrada, pudo servir de instrumento para consumar todas las abominaciones; pero la mano ejecutante y el cerebro inspirador no estaban en él.

     Va desapareciendo el coronel Cuatro Balazos, el antiguo fanfarrón que en sus arranques de rabia prometía y juraba fusilar a todo el mundo; y que venido el caso, no cumplía juramentos ni promesas. En cambio, está cundiendo con asombrosa fecundidad et paisano todo labia, el cazurro y jesuita que en sus deliquios amistosos ofrece maravillas a un pobre diablo, para enseguida quitarle el empleo, mandarle prender o hacerle matar en una encrucijada. Al perro que ladraba y no mordía, sucede el Tigre que lame y despedaza.

     Ignoramos si en otras partes del mundo quedan impunes las autoridades que abusan del poder al extremo de convertirse en verdugos de los subordinados; pero diariamente vemos que en el Perú los justos y los buenos se vuelven inicuos y malos desde el momento que disponen de autoridad. El cordero peruano que se duerme de simple alguacil, despierta de lobo. Tómese al primero de los almidonados y melifluos mozalbetes que danzan en los casinos, cenan en los clubs, beben cocktails en las tabernas doradas o gorgoritean idilios en ateneos y círculos literarios; concédasele una prefectura, una subprefectura o una comisaría; invístasele, en fin, con la más diminuta parcela de autoridad; y veremos que instantáneamente se desembaraza de la película burguesa para descubrir el fondo montaraz: como si tratara de hacer una carambola, urdir una mentira o golpear un cigarrillo, el mozalbete melifluo y almidonado introduce la mano en el arca fiscal, incendia, tortura, viola o mata. Casi habría derecho para formular dos axiomas: el hombre decente que maneja fondos públicos, rinde malas cuentas; el caballero de sangre azul que recibe mando, comete alguna iniquidad.

     Recordemos a los más odiosos criminales aparecidos desde 1872, año en que parece iniciarse la recrudescencia de la ferocidad, con la matanza de los Gutiérrez y el advenimiento de los procónsules civilistas. Muchos nacieron de familias apacibles y humanas, algunos recibieron excelente educación y hasta poseían diplomas universitarios. Ofrecían todas las apariencias de hombre; mas al primer ensayo, descubrieron la garra del felino. De ahí que los más cultos y más suaves nos infundan mayor miedo. Cuando en el Parque inglés o en el Paseo Colón divisamos a un gomoso con su trapo dominguero y su fisonomía risueña, no dejamos de murmurar in pectore: ¡si bajo la pechera de batista y el smoking de lana esconderás el hueso y la carne de un Musolino! ¡Si pertenecerás a la manada de los Tigres!

     Es que si algunos hombres han introducido en su cerebro unas cuantas vislumbres de ciencia medio teológica y medio positiva, casi ninguno ha logrado humanizar su corazón al punto de hacerlo sentir su propia carne en toda carne que se desgarra y padece. Muchos olvidan que el insensible al dolor y la muerte de su prójimo debe llamarse bárbaro, aunque atesore la filosofía de un Platón y la ciencia de un Aristóteles. Veinticuatro siglos hace que en la Grecia pagana un filósofo escribió: La vida perfecta es la bondad; hoy, a los diecinueve siglos de Religión Cristiana, hay que decir a los blasonadores de Catolicismo: nada tan absurdo ni estéril como la crueldad, sólo dura lo fundado en la justicia y la misericordia. Mentira la civilización sin entrañas, embuste la sabiduría sin el sentimiento. Para medir el valor real de pueblos e individuos, no sólo se les mira funcionar el cerebro, se les oye latir el corazón. San Vicente de Paul cobijando a un niño vale más que Napoleón ganando la batalla de Austerlitz.

     Los que llevan alguna luz en la cabeza no la usan para guiarse por el camino del bien: falsamente educados, poseen una civilización sin piedad ni misericordia, algo así como una barbarie de guante blanco. Basta indagar lo que sucede en la Nación para cerciorarse de que la tranquilidad de las poblaciones se mide por la lejanía de las autoridades o corregidores modernos, que el bienestar de las indiadas se calcula por la menor influencia de los hacendados o señores feudales, que, en resumen, las llamadas clases dirigentes dirigen hacia el mal. Ora como autoridades religiosas, militares o civiles; ora como agricultores, mineros o comerciantes; los blancos y los mestizos se aproximan a los indios, para quitarles a sus mujeres, explotarles, fanatizarles, alcoholizarles y lanzarles a las revoluciones. Como los más indefensos y más débiles, los indios proporcionan la carne de placer al sátiro y la carne de dolor al Tigre: son los armenios de una Turquía católica.

     Y ¿qué remedio, sin justicia legal ni sanción pública? Al revés del rayo que hiere las cumbres más elevadas, aquí la ley no gravita sino sobre las cabezas más bajas. El delincuente no sufre la pena debida ni se atrae la execración de la muchedumbre: todo prescribe a los pocos años, todo se olvida a los pocos meses. En las tempestades de la vida nacional se conoce los hundimientos momentáneos, no las sumersiones definitivas. Después de un eclipse fugaz, las Mesalinas más averiadas vuelven a la circulación, adornadas con todas las seducciones de la virginidad política. Se ha dicho que en el Perú no existía sanción moral. Efectivamente, aquí no se gana ni se pierde honra; y vale tanto ser Vigil como Chacallaza, Mariano Amézaga como el negro León. Nadie pierde la estimación social por cometer robos y perpetrar asesinatos. Del hombre público enriquecido en una o dos semanas, merced a las dádivas de un gordo traficante, se dice ¡Buena cabeza para los negocios! Del político sanguinario como Nerón y cobarde como una liebre se repite ¡Carácter muy enérgico! A los limpios de sangre y cohecho, a los abominadores de Tigres y aves de rapiña, se les llama teóricos soñadores, utopistas o locos: son los únicos merecedores de vilipendio.

     

II

     No negaremos que si en alguna de las naciones más civilizadas de Europa estallara una revolución aparecerían monstruos iguales a los surgidos en el Perú y se realizarían escenas de tanta sangre como las repetidas aquí desde la guerra con Chile; negamos, sí, que en ninguna sociedad medianamente humanizada (en el estado normal y cuando nada justifica el empleo de la violencia) se ataque oficialmente la propiedad o la vida de los ciudadanos pacíficos. Los crímenes de las autoridades peruanas sobrevienen inesperadamente, como truenos en día claro y bonancible. De repente, se habla de seudo conspiradores flagelados en la prisión, de mujeres violadas por sus carceleros, de reclutas heridos por sus jefes, de presuntos reos fusilados en un camino. Las partidas de campo asumen el Poder Ejecutivo y el judicial, no sólo con los malhechores profesionales, sino con los ladrones de gallinas y cuatreros de relance. Cuando el hombre confiesa, la partida le abalea para robarse el robo, cuando no confiesa, también le fusila si un hacendado rico se interesa en el fusilamiento del culpable o no culpable.

     Los descendientes de inquisidores no olvidan la cuestión previa. ¿Qué no se hace con los infelices para obligarles a confesar un delito real o atribuirse uno imaginario? se les aglomera en habitaciones sin aire ni luz, húmedas y pestilentes; a media noche se les arranca del sueño para lanzarles cubos de agua fría; desnudos, se les encordela en el lomo de una bestia con el fin de pasearles bajo los rayos de un Sol cunicular; se les remacha grillos, se les pone en cepo volador, se les atenacea las puntas de los dedos, se les da tortor en el cráneo, se les cuelga de los pulgares o de los testículos...

     Y semejantes horrores no pasan únicamente más allá de la cordillera, donde apenas si alcanza la acción del Gobierno: se realizan en la Capital, no muy lejos de prefectos, ministros y presidentes. No hace muchos años que en los salones de la Prefectura se oía los alaridos de los presos martirizados en los calabozos de la Intendencia. Tampoco hace mucho tiempo que al asaltar el pueblo esa misma Intendencia, halló los instrumentos de suplicio, manchados aún con la sangre de las víctimas. Rebuscando en los arrabales, se daría tal vez con alguna pobre mujer descoyuntada en las torturas de una comisaría. Parece verdad que el año 1895 los revolucionarios triunfantes quemaron vivo a un negro por el delito de espionaje. Los menos crueles, los más humanos resultan los que toman a un hombre, le fusilan y le entierran. El Chinchao de Pardo, el Santa Catalina de Morales Bermúdez, el Tebes de Cáceres, el Guayabo de Piérola y el Pazul de Romaña deben figurar como actos de humanidad y clemencia.

     Se comprende, hasta se mira sin horror el crimen pasional, cometido cuando saltan los nervios y hierve la sangre; mas se necesita ser contemporáneo del mastodonte para concebir la ferocidad serena y sistemática. Pierden el derecho de figurar en la especie humana los que ordenan fusilamientos o flagelaciones, y acto continuo bailan chilenas o se atiborran de cañazo y guisotes criollos. Son curas de Bambamarca sin la disculpa del fanatismo, son los peores criminales, los de sangre fría.

     ¿De dónde proviene la ferocidad intensiva? ¿Herencia o adquisición? Se diría que nos hubieran transvasado sangre de tigre. En la aparición de los hechos criminales no lamentarnos unos simples casos esporádicos; estudiemos una gran epidemia —la neurosis roja. La sangre nos tiñe de pies a cabeza; mas no vivimos satisfechos: desearíamos que nos sumergiera y nos ahogara. Parece que sintiéndonos impotentes para vengarnos de Chile, volvemos el atina contra nosotros mismos: no pudiendo matar, nos matamos. Nadie más que nosotros debería anhelar el advenimiento de hombres justos y humanitarios, como desea buenos manjares y buena bebida el prisionero que por muchos días vivió de pan seco y agua tibia. En el Perú ensayamos todos los sistemas de gobernar, menos el basado en la justicia y la verdad. Casi todos los presidentes fueron encarnaciones de la iniquidad y la mentira; poquísimos no llevan su mancha de sangre ni aparecen seguidos por interminable caravana de viudas y huérfanos.

     Nuestra paz debe considerarse como preámbulo de una revolución o armisticio para enterrar a los muertos y repartir el rancho a los vivos. Siempre existieron manadas de Tigres esperando el momento sicológico. Existen hoy mismo, atisbando y agazapándose para dar el salto. ¿Caerán de nuevo sobre la Nación o se destrozarán en una guerra de familia? Si los felinos se devoraran unos a otros, nos regocijaríamos con la esperanza de verles desaparecer algún día; pero no cabe regocijo porque los malos quedan ilesos en las acometidas a los buenos, o donde muere uno, brotan cien y mil.

     La Nación, cogida entre el bando civilista y la fracción demócrata, se mueve como el hombre que avanza por un estrecho callejón de paredes embadurnadas con sangre y lodo: tanto se mancha pegándose a la derecha como acercándose a la izquierda, Por un lado, los Demócratas que pretenden erigir nueva montaña de cadáveres para instalar en la cumbre al enemigo de toda luz y de toda libertad; por el otro lado, los Civilistas que amenazan convertir el Perú en una de aquellas repúblicas italianas, desaparecidas en la abyección y la sangre por no haber conocido más divinidades que el agio y la rapiña. Sabemos que si el bien no puede existir en la paz del Civilismo, tampoco puede venir con la revolución demócrata. Aquí, los pronunciamientos no entrañan el propósito de cambiar lo malo por lo bueno sino el de sustituir a hombres malos con otros iguales o peores. Casi toda revolución del Perú ha sido una guerra civil entre dos reacciones.

     Veamos lo que actualmente pasa en Lima con motivo de la elección presidencia]. El pueblo se divide en dos campos —los demócratas o forajidos a pie y los civilistas o facinerosos en coche. Donde se reúne,un club civilista, asoma de improviso un grupo demócrata que al son de ¡Abajo la argolla! descarga una lluvia de piedras y salva el bulto. Donde se agolpa un gentío —demócrata o no demócrata— aparece en el acto una victoria llena de personas decentes que lanzan el grito de ¡Mueran los demócratas! y descargan los revólveres sobre enemigos y simples curiosos. Tan venales los unos como los otros, pues si la blusa se vende por dos o cuatro soles, la levita hace lo mismo por un empleo, cuando no por dos o cuatro libras esterlinas. Y lo más nauseabundo no es la venta, la procacidad ni la agresión salvaje: es la impudencia en el mentir, cuando resulta un muerto y la justicia quiere deslindar responsabilidades. El demócrata miente lo mismo que el civilista, el blancón de levita como el zambo de chaqueta. Nada más repugnante que la lucha entre esas dos canallas, la de arriba y la de abajo.

     Los cerebros parecen desequilibrados por la monomanía revolucionaria: tenemos hombres que personifican la revolución latente, como Don Quijote representaba la caballería andante. A los profesores de barricadas nosotros oponemos los doctores en montoneras. Y no sólo florecen los profesionales que al diploma de doctor agregan los despachos de coronel para dragonear como Napoleones de chicha y coca, sino los aficionados o de ocasión, los individuos que al oír el anuncio de la centésima regeneración nacional a mano armada, empuñan su rifle, merodean en poblado lo mismo que en despoblado y, concluyendo la obra de regeneración, se retiran a saborear honestamente los ahorros de su labor patriótica. Si en las cinco partes del mundo pululan agricultores, marinos y mineros que respectivamente desean poseer su tierra, su buque y su mina, en el Perú abundan los hombres que sueñan tener su montonera propia. Con una breve campaña se asegura el porvenir de la familia y se gana la estimación general. ¿Quién no forma su montonera? el pobre diablo incapaz de reunir seis hombres armados con cinco rifles. ¿Quién no intenta su revolución? el infeliz inhabilitado para conseguirse una gorra de coronel, una banda de cuatro músicos y dos hojitas de aguardiente.

     Y ¡esto se llama nación y república! Mas no lancemos jeremiadas ni andemos con pesimismos. En lugar de lamentarnos por la frecuencia de sediciones y motines, congratulémonos de que no se realicen mensual o diariamente. ¿Hemos sobrellevado tres presidentes a la vez? podríamos haber sobrellevado seis. ¿Hemos sufrido unas cien revoluciones? podríamos haber sufrido doscientas. ¿Hemos presenciado la desolación de medio territorio? podríamos haber presenciado la ruina de todo el país. ¿Hemos visto carnicerías de tres o cuatro indios? podríamos haber contemplado la eliminación de toda la raza indígena. Los que todavía respiramos el aire y vemos el Sol, vivamos agradecidos a los Tigres que nos otorgan esos beneficios.

     1904



 Para regresar a:

El índice de Horas de lucha.

El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.

 Para comunicarse con el Webmaster.



Esta edición ©2003; ©2010; ©2023 Thomas Ward