Por Manuel González Prada,
Horas de lucha
Los jesuítas (que tienden a monopolizar la dominación de los ricos) divulgan desde el púlpito que la Iglesia es aristocrática, pues “Jesucristo descendió del Rey David”; y que “si la incredulidad revela casi siempre el origen plebeyo de un hombre, la adhesión al Catolicismo sirve de probable indicio para descubrir la sangre azul”. Y ¡ya tenemos a ciertas gentes de Lima echándola le buenas católicas por darse humos de aristócratas!
¡Aristocracias en
el Perú! ¿Quién
no sonríe cuando las notas sociales de los diarios
nos describen una matinée o una kermesse donde
asistió lo más granado de la aristocracia limense?
Aquí no existe más línea de separación
que la trazada por el dinero ni se conoce más nobleza que
la especie de mazorca formada por los descendientes de los logreros
enriquecidos en la Consolidación, el huano y el salitre.
Olvidábamos a otros nobles
La sangre española va desapareciendo en las uniones morganáticas y en los misterios libidinosos de las alcobas, de modo que el menos africanizado de nuestros jóvenes aristócratas posee blancura de albayalde con un diez por ciento de brea. A los black minstrels de Estados Unidos se les descubre lo anglosajón a pesar del betún que les embadurna la cara; a nuestros hidalgos se les nota lo berberisco al través del forro blanco: no han perdido más que el pigmento y la vedija. Los unos parecen harina flor en costales alquitranados, los otros semejan carbón de piedra en sacos de armiño.
Todo el que en Lima entre a un salón aristocrático donde se hallen reunidas unas diez o doce personas, puede exclamar sin riesgo de engañarse: “Saludo, a todas las razas y a todas las castas”. Somos una paleta donde se mezclan todos los colores, un barril donde se juntan los vinos de todos los viñedos, una inmensa cuba donde fermentan los detritus de Sem, Cam y Jafet. Y lo repetimos sin ánimo de ofender, pensando que de esa mescolanza o fusión, donde tal vez predominen las buenas cualidades y se anulen las malas, puede surgir una síntesis humana, algo muy superior a lo antiguo y a lo moderno. En tanto ¿qué es Lima? una aldea con pretensiones de ciudad. ¿Qué sus casas? unos galpones con ínfulas de palacios. ¿Qué sus habitantes? unas cuantas lechigadas de negroides, choloides y epifanios, que se creen grandes personajes y figuras muy decorativas porque los domingos salen a recorrer la población ostentando sombreros de copa, levitas negras y bastones con puño de oro.
Como nuestras bisabuelas tuvieron inclinación a la coronilla y al cordobán, los peruanos (señaladamente los limeños) venimos de capellanes y caleseros. No se quedaron atrás los bisabuelos al profesar el principio que si, a más no poder, las blancas están buenas para mujeres legítimas, las negras y las mulatas sirven mejor para mancebas. A medida que las gentes poseían más riquezas y, por consiguiente, mayor número de esclavos, era mayor el roce de las hijas o hijos de los amos con los hijos o hijas de los negros. ¡Si las antiguas recámaras pudieran hablar! Para disimular el escándalo de los frutos nacidos en esa promiscuidad porcina, se inventó la famosa teoría de los vientres sucios y los vientres limpios. Cuando en el matrimonio de dos negros (hermosas muestras de carbón animal) nacía un chico más próximo a la nieve que al tizón, el buen taita fruncía la jeta; pero endulzaba el gesto apenas un comadrón le aseguraba que la señora negra tenía vientre limpio. Al revés, si de dos españoles nacía un muchacho con matriz de chocolate o ladrillo, el papá (algún señor marqués de tic y gagueo) ponía cara alegre y se tragaba el hijo, si la comadrona le juraba que madama la marquesa tenía vientre sucio.
Los cholos y los mulatos (nacidos por lo general de hombre blanco y de mujer amarilla o negra) adquieren el orgullo del padre, blasonan de alta alcurnia y desdeñan a la madre. En Lima, donde los más encopetados miembros de la high life son hipócritamente blancos, no se imagina oprobio mayor que guardar en las venas un poco de sangre indígena o africana; y por eso, cuando riñen dos limeños y agotan el diccionario de los insultos, apelan a tratarse de zambos o de cholos: el zambo y el cholo equivalen a un cartucho de dinamita.
Si las divinidades egipcias brotaban en jardines y huertos, los nobles peruanos nacen donde todos sabemos. La pululación del microbio nobiliario va en aumento, en vez de menguar con la vida republicana; es una endemia nacional. En tiempo de las guerras napoleónicas, las lavanderas y cocineras, transformadas rápidamente en generalas y mariscalas, se inflaron de tal orgullo que, repantigándose en los sofás de las Tullerías, exclamaban: Maintenant, c'est nous qui SONT les princesses. Dentro de poco, las hijas de un marqués calafatero o de un conde pulpero, dirán regodeándose en los sillones de Palacio: Nosotras semos la aristocracia. El Perú correrá parejas con Italia, donde, según nos cuenta un viajero francés, hay que dirigirse a los mozos de fonda gritándoles: Oye, príncipe, dile al marqués que me llame al conde para que me embetune los zapatos.
Cuando, al estallar la guerra de los Estados Unidos con España, algunos de nuestros negroides vociferaban contra los Yankees y se golpeaban el pecho, diciendo que para ellos la guerra hispano-americana era una cuestión de raza, nosotros sonreíamos y murmurábamos interiormente, recordando al personaje de una ópera bufa: “Hay gentes que se titulan españolas, y maldito lo que de españolas tienen”.
Jacinto O. Picón declara en una de sus novelas: “Yo tengo la preocupación de creer que no hay español que no tenga en las venas sangre de fraile... Siempre que se me ocurre una idea mala, digo: esto es atavismo, reminiscencia del Padre Tal o Cual, que debió de tener algo con alguna de mis abuelas”. Y Rodrigo Soriano escribe en sus Flores Rojas: “Los españoles, cuando no tienen carlistas con que pelear, inventan moros. Al fin y al cabo, todo es guerra civil, sea carlista, sea moruna”. Por confesión de dos escritores españoles, los hijos del Cid no tienen la sangre azul del germano ni la roja del francés, sino un compósito de suero entintado y glóbulos rojos con bonete.
Y como, en vez de mejorar el compósito, le hemos empeorado, ya se comprende la religiosidad, o mejor dicho, el catolicismo y la frailería de las matronas y los caballeros que en nuestra sociedad aspiran a titularse la flor y nata: por atavismo van a la sacristía, como fue su ascendiente el capellán; por atavismo acuden también a las hermandades religiosas, como asistió a la cofradía su devoto progenitor el bozal. Cuando alguno me afirma que sin religión no se concibe moralidad ni buenos sentimientos, yo me digo: tú me denuncias tu procedencia sacerdotal. Cuando algún otro me sostiene que al revolucionario se le debe exterminar sin misericordia, yo pienso: tú me revelas a tu abolengo el cafre.
Siempre se alabó la docilidad de los bozales para convertirse al Catolicismo. Nada más lógico. El hombre ignorante y primitivo no se aviene a los cambios radicales y violentos, sobre todo en el orden religioso: con ligaduras de hierro, vive amarrado a las creencias inmemoriales. Por lo difícil de vencer la tradición y de introducir en un cerebro salvaje las ideas de un hombre civilizado, no se hace de un fetichista un librepensador. El negro se convertía fácilmente a la religión de su amo porque no saltaba de una creencia vulgar a otra sublime y diametralmente opuesta: la doctrina enseñada por el sacerdote guardaba mucha similitud con las supersticiones de las tribus africanas.
La adhesión al Catolicismo, en vez de probar el origen aristocrático de un hombre, denuncia su africanismo. La intensidad del fervor religioso crece en proporción a la oscuridad de la piel; así, el negro puro excede en religiosidad al cuarterón, el cuarterón al octavón, el octavón al blanco. Midiendo, pues, la religiosidad de una matrona limeña, se hará el porcentaje de la sangre africana contenida en sus venas. Y los hechos lo constatan. ¿Quiénes asisten con más entusiasmo a procesiones y fiestas católicas? Toda religión nace de la cabeza y muere en los pies. Cuando el Paganismo dejó de ser creencia popular, había desaparecido ya de los cerebros ilustrados. El Catolicismo, llamado a sucumbir como su hermano el Paganismo, no es ya creencia de sabios ni de filósofos: a semejanza del árbol en invierno, vive de la savía almacenada en sus raíces.
Emile Burnouf ha sentado un principio: “El abandono de las ortodoxias comienza siempre por las clases elevadas, quiere decir, instruidas, porque el saber que a un hombre le liberta de la ortodoxia, le coloca al mismo tiempo en esas clases”. Del principio de Burnouf se deduce que toda clase donde predomina el fanatismo no merece llamarse alta o superior sino baja o inferior. Los que en el orden social se arrogan el título de personas decentes o clases elevadas suelen representar a la verdadera plebe en el orden intelectual o moral. Un negro y un indio pobres, más instruidos y desfanatizados, pertenecen a clase más elevada que un blanco noble y rico, mas ignorante y supersticioso. El ser hombre no depende tanto de llevar figura humana como de abrigar sentimientos más depurados que los instintos de, un animal inferior. ¡Cuántos nobles y ricos distan menos de un chimpancé o de un gorila que de un Spencer o de un Tolstoi!
Resumiendo: los católicos del Perú no deberían
enorgullecerse de su Catolicismo sino avergonzarse de él
como de un estigma hereditario: les prueba que si por la raza
son negroides, por la intelectualidad son plebe1.
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El índice de Horas de lucha.
El porvenir nos debe una victoria, prosa y poesía de Manuel González Prada.
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1Una lectura descuidada de esta oración podría hacer que el lector concluya que González Prada censura a los dos grupos, los afrodescendientes y los plebeyos.
Sin embargo, en el nivel connotativo, el sarcasmo de González Prada es patente. Igual como la aristocracia muestra racismo contra los grupos afrodescendientes
a pesar de haber fusionado con las personas traficadas de África durante el coloniaje, menosprecia a la gente plebeya, a pesar de actuar como gente ignorante.
El término que emplea el autor puede ser de mal gusto en nuestra época, no lo fue en época positivista menos reflexiva que la nuestra [TW].