Manuel González Prada, Pájinas libres, "15 de Julio"

     

15 DE JULIO


     La mejor manera de honrar la memoria de los hombres sacrificados por una idea consiste en imitar su ejemplo, no en lamentarse como plañideras ni en rezar como cartujos. Nos haríamos dignos de Bolognesi i Grau, si en vez de limitarnos a enterrar montones de polvo i huesos, sepultáramos hoi todas nuestras miserias i todos nuestros vicios. Los vivos seríamos superiores a los muertos, si trazáramos una línea de luz i dijéramos: aquí termina un pasado de ignominias, aquí empieza un porvenir de rejeneración.

     Un soplo de ira sacude el corazón más indiferente al recordar que todo sacrificio fué inútil, al ver que hoi se reduce a procesión fúnebre lo que pudo ser una marcha triunfal hacia l’apoteosis.

     Cuando el 2 de Mayo conducíamos al cementerio los cadáveres de nuestros guerreros, destrozados por las bombas españolas, no parecíamos una muchedumbre de sombras escoltando una caravana de ataúdes.

     En vano queremos regocijarnos con el recuerdo de acciones heroicas, en vano intentamos seducir al mundo con la justicia 4 nuestra causa i l’alevosía del enemigo implacable: todos escondemos en el pecho la tristeza del derrotado, todos mostramos en la frente la humillación del vencido.

     Como los sacerdotes del Paganismo ya decrépito no podían encontrarse cara a cara sin sonreír maliciosamente, así los hijo, deste pueblo desmembrado i abatido no podemos mirarnos frente a frente sin sonrojarnos de vergüenza.

     Esta fúnebre ceremonia recuerda el careo del criminal con la víctima. Estos muertos, si nos honran i nos vindican, también nos acusan. Si estérilmente se sacrificaron ¿de quién fué la culpa?

     Más que recordar acciones mil veces recordadas, más que ensalzar nombres mil veces ensalzados, convendría pensar en estos momentos por qué caímos al abismo cuando podíamos estar de pie sobre la cumbre, por qué fuimos vencidos cuando teníamos derecho i obligación de vencer, por qué no marchamos hoi por el camino de la reivindicación i la venganza.

     Pero ¿a qué salpicar de lodo la cara de los vivos mientras cubrimos de flores la tumba de los muertos? Sepultemos con amor a los buenos que nos honran, dejemos en paz a los malos que nos envilecieron i nos envilecen.

     

II

     Todos habríamos deseado que la traslación de nuestros muertos se hubiera reducido a ceremonia de familia; pero la Diplomacia no lo quiso: el hermano en duelo tuvo que verse entre los restos del hermano asesinado i l’aborrecida figura del matador. Nuestro enemigo acaba de enviarnos con ironía sangrienta a los mismos que en el campo de batalla negaron cuartel al prisionero i al herido, a los mismos que en el templo bendijeron i glorificaron el robo, el asesinato i el incendio.

     Chile, como el tirano que mataba sus mujeres i después, saciaba en el cadáver su apetito de fiera con delirio jenesíaco, chupó ayer nuestra sangre, trituró nuestros músculos,quiere hoi celebrar con nosotros un contubernio imposible, sobre el polvo de un cementerio.

     No creamos en la sinceridad de sus palabras ni en la buena fe de sus actos: hoi se abraza contra nosotros para con la fuerza del abrazo hundir más i más el puñal que nos clavó en las entrañas. Dejemos ya de alucinarnos: en nuestro enemigo, el hábito de aborrecemos se ha convertido en instinto de raza. En el pueblo chileno, la guerra contra el Perú se parece a la guerra santa entre musulmanes: hasta las piedras de las calles se levantarían para venir a golpear, destrozar i desmenuzar nuestro cráneo. Chile, como el Alejandro crapuloso en el festín de Drydon, mataría siete veces a nuestros muertos; más aún: como el Otelo de Shakespeare, se gozaría en matarnos eternamente.

     Aquí, al rededor destos sepulcros, debemos reunirnos fielmente, no par’hablar de confraternidad americana i olvido de las injurias,sino para despertar el odio cuando se adormezca en nuestros corazones, para reabrir i enconar la herida cuando el tiempo quiera cicatrizar lo que no debe cicatrizarse nunca.

     Tenderemos la mano al vencedor, después que una jeneración más varonil i más aguerrida que la jeneración presente haya desencadenado sobre el territorio enemigo la tempestad de asolación que Chile hizo pasar sobre nosotros, después que la sangre de sus habitantes haya corrido como nuestra sangre,de sus habitantes haya corrido como nuestra sangre, después que sus campos hayan sido talados como nuestros campos, después que sus poblaciones hayan ardido como nuestras poblaciones.

     Entre tanto, nada de insultos procaces, de provocaciones insensatas ni d’empresas aventuradas o prematuras; pero tampoco nada de adulaciones i bajezas, nada de convertirse los diplomáticos en lacayos palaciegos, ni los presidentes de la República en humildes caporales de Chile. Vamos creciendo lentamente, ocultamente como el banco de corales en las inmensidades del Océano. En la escuela, en el taller, en el cuartel, en el hogar, en todas partes,sembremos grano a grano la buena semilla. Acumulemos gota a gota el deseo, de la revancha; i cuando las gotas hayan formado un mar i tenga fuerza nuestro brazo i esté cultivada nuestra intelijencia... entonces cumplamos con nuestro deber.

     Recordemos que al vencido le queda un solo consuelo: no esperar clemencia del vencedor. Seamos prácticos: n’olvidemos que las repúblicas rejidas por espíritu de vagas teorías son mujeres jóvenes i ardorosas condenadas a las estériles caricias de un viejo impotente. Abramos los ojos si no queremos que la jeneración naciente sea mañana lo que nosotros somos hoi: enterradores de muertos i lamentadores de infortunios.

     En fin, no imajinemos que con haber agotado las flores de los jardines, las figuras de la Retórica i los responsos de la Liturjia, hemos hecho cuanto un pueblo tiene que hacer por la memoria de sus buenos hijos. Hoi celebramos una ceremonia provisional. Los funerales de Atila fueron batallas sangrientas. El funeral digno de Grau i Bolognesi le celebraremos mañana, es decir, le celebrará la jeneración gloriosa que gane a Chile la batalla campal que nos devuelva Arica i Tacna, Iquique i Tarapacá.

1890


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