Manuel González Prada, Pájinas libres, Discurso en el entierro de Luis Márquez

DISCURSO EN EL ENTIERRO DE LUIS MÁRQUEZ

Señores:

     No vengo a derramar públicas lágrimas por el hombre libertado ya del horror de pensar i del oprobio de vivir: consagro un recuerdo al fundador del Círculo Literario, doi el último adiós al poeta, nada más.

     Los héroes de los antiguos tiempos lloraban como niños i mujeres; los hombres de hoi no sabemos, no queremos llorar, i cuando sentimos que las lágrimas pugnan por subir a nuestros ojos realizamos un supremo esfuerzo para detenerlas en lo íntimo del corazón.

     Gastados precozmente en el uso de la vida, como la piedra contra el acero, conservamos, sin embargo, el culto a los muertos que se resume en el culto a nosotros mismos, pues en el sepulcro de los seres queridos encerramos un amor, un'alegría o una esperanza. Al acompañar hasta la última morada los restos de un hombre idolatrado, pensamos enterrar a otro, i nos enterramos a nosotros mismos.

     Aunque existir no sea más que vacilar entre un mal cierto i conocido —la vida—, i otro mal dudoso e ignorado —la muerte—,amamos la roca estéril en que nacemos, a modo de aquellos árboles que ahondan sus raíces en las grietas de los peñascos; suspiramos por un Sol que ve con tanta indiferencia nuestra cuna como nuestro sepulcro; i sentimos la desolación de las ruinas cuando alguno de los nuestros cae devorado por ese abismo implacable en que nosotros nos despeñaremos mañana.

     En vano repiten los antiguos por boca de Menandro; “Mueren jóvenes los predilectos de los dioses”; en vano también mumuran los ilusos de hoi: “Es horrible morir, dulce haber muerto”. Los que no tienen idea segura de lo que puede seguir a esa inmersión en las tinieblas, llamada muerte, balancean del desaliento a la esperanza; i cuando se hallan al pie de una tumba querida, empiezan por reclinar la frente en el mármol frío, silencioso e impenetrable, i acaban por lanzar una mirada de indignación i despecho hacia esa inmensidad más fría, más silenciosa i más impenetrable que la piedra de los sepulcros.

     ¡La vida!... ¡La muerte!... Platón, después de medio siglo de meditaciones i desvelos, supo tanto sobre la vida i la muerte, como sabe hoi el labrador que mece la cuna de sus hijos o se reclina en la piedra que marca la fosa de sus abuelos. Pasaron siglos de siglos, pasarán nuevos siglos de siglos, i los hombres quedaremos siempre mudos i aterrados ante el secreto inviolable de la cuna i del sepulcro. ¡Filosofías! ¡Relijiones! ¡Sondas arroja as a profundizar lo insondable! ¡Torres de Babel levantadas para ascender a lo inaccesible! Al hombre, a este puñado de polvo que la casualidad reúne i la casualidad dispersa, no le quedan más que dos verdades: la pesadilla amarga de la existencia i el hecho brutal de la muerte.

     Sin embargo, ¿todo aparece en la vida color de sangre? ¿Habitamos un planeta de sólo tinieblas i horrores? Las frases homéricas “Tierra–madre, dulce vida” ¿son ilusiones de, poetas, o hai instantes en que saboreamos la dulzura de vivir i contemplamos a la Tierra como buena i amorosa madre? Tal vez; pero en el combate diario, en casi todas las horas de nuestro desaliento, pensamos como Lucrecio: “Si los dioses existen, se bastan a sí gozan tranquilamente de su inmortalidad sin acordarse de nosotros”.

     Mas, ¿a qué vanas palabras en el lugar del silencio? La vida, esa negra interrogación, oculta su clara respuesta aquí, en estos nichos abiertos, en estas bocas de fieras hambrientas que amenazan devorarnos.

     ¡Adiós, amigo! Tú, que de los labios destilabas la miel ática de los chistes, probaste ya el acibarado veneno de la agonía. Tú atravesaste ya por el tenebroso puente que nos lleva deste mundo al país de que ningún viajero regresó jamás. ¡Tú sabes ya si la Naturaleza es amiga bondadosa que nos acoje en su seno para infundirnos sueño de felices visiones, o madre sin entrañas que guarda para sí la salud, la juventud i la eternidad, reservando para sus hijos las enfermedades, la vejez i la nada!

1888


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