I
Hai épocas en que las naciones, sumerjidas en profunda modorra, oyen i ven sin tener aliento de hablar ni fuerza para sostenerse de pie; otras épocas en que se fatigan sin avanzar un palmo, como atacadas de parálisis ajitante; i otras épocas en que se rejeneran con el soplo de un viento jeneroso, traspasan las barreras de la tradición, i caminan adelante, siempre adelante, como atraídas por irresistible imán. A estas últimas épocas pertenece la Francia de la Revolución.
Los hombres de aquellos días poseen una gloria que no supieron conquistar los revolucionarios de otras naciones ni de otros siglos: haber trabajado en provecho inmediato de la Humanidad. Es que Francia, por su carácter cosmopolita, siembra para que la Tierra coseche. Los acontecimientos que en los demás países no salen de las fronteras i permanecen adheridos al terreno propio, como los minerales i vejetales, adquieren en el territorio francés la movilidad de los seres animados i s’esparcen por todos los ámbitos del Globo.
La Revolución inglesa i la Independencia norteamericana presentaron, por decirlo así, un carácter insular, fueron evoluciones, locales que sólo interesaron a la dinastía de un reino i a los pobladores de un estado; pero la Revolución francesa vino como sacudida continental, hizo despertar a todos como toque de clarín en campamento dormido, se convirtió en la causa de todos. Con razón dijo Edgar Quinet que “si la Iglesia se llama romana i católica, la Revolución tiene legítimo derecho de llamarse francesa i universal, porque el pueblo que la hizo es el que menos l’aprovecha”.
La Revolución significa ruptura con las malas tradiciones de lo pasado, golpe de muerte a los últimos restos del feudalismo i establecimiento de los poderes públicos sobre la base de la soberanía nacional. El 4 de Agosto muere l’antigua sociedad francesa con sus privilejios i sus castas; pero el día que l’Asamblea Constituyente declara, no los derechos del francés, sino los derechos del hombre, surje para la Humanidad un nuevo mundo moral: desaparece el siervo i nace el ciudadano, al derecho divino de los reyes sucede el derecho de rebelión, i el principio de autoridad pierde l’aureola que le ciñeron la ignorancia i el servilismo.
Largas i tremendas luchas sostuvieron aquellos innovadores que todo lo atacaban i todo lo derribaban; pero ante nada se amilanaron, ante nada retrocedieron. Europa les apretaba con argolla de hierro, Francia misma les amagaba con esplosiones intestinas; ellos rechazaban transacciones, se negaban a demandar o conceder tregua, i según la frase de Saint Just, “no recibían de sus enemigos i no les enviaban sino el plomo”. Los revolucionarios combatieron en el cráter de un volcán, rodeados de llamas, pisando un terreno movedizo que amenazaba hundirse bajo sus plantas.
Vencidas en el interior las resistencias de la nobleza i del clero, arrollados en la frontera los ejércitos de los monarcas europeos, no estaba concluída la obra: faltaba que la Revolución se pusiera en marcha, que volara de pueblo en pueblo, que dejara de ser arma defensiva para convertirse en carga ofensora. Entonces surjió Napoleón.
Como ciego de nacimiento que lleva en sus manos un’antorcha, ese tirano, que no conoció respeto a la libertad ni amor a la justicia, caminó de reino en reino, propagando luz de libertad i justicia. El divinizó la fuerza i, como nuevo Mesías de una éra nueva, rejeneró a las naciones con un bautismo de sangre. Fué el Mahoma de Occidente, un Mahoma sin Alá ni Korán, sin otra lei que su ambición ni otro Dios que su persona. Sabía magnetizar las muchedumbres, subyugarlas con una palabra, i arrastrarlas ciegamente al pillaje i a la gloria, al crimen i al heroísmo, a la muerte i a l’apotesosis. Con sus invencibles lejiones se precipitaba sobre la Tierra, unas veces devastando como un ciclón, otras fertilizando como una creciente del Nilo. Era el hombre del 18 Brumario, la negación de las ideas modernas, la personificación del cesarismo retrógrado; pero sus soldados llevaban de pueblo en pueblo los jérmenes revolucionarios, como los insectos conducen de flor en flor el polen fecundante. De las naciones mutiladas por las armas nacía la libertad, como la savia corre del tronco rajado por el hacha. “Los pueblos, dice Michelet, despertaban heridos por el hierro, mas agradecían el golpe salvador que rompía su funesto sueño i disipaba el deplorable encantamiento en que por más de mil años languidecían como bestias que pacen la yerba de los campos”.
En vano asomó la Restauración apoyada en los ejércitos de la Santa Alianza; en vano desfilaron, como espectros de otras edades, Luis XVIII, Carlos X i Luis Felipe; en vano quiso Napoleón III seguir las huellas jigantescas de Bonaparte; Francia esperimentó siempre la nostaljia de la libertad i regresó a la república como a fuente de rejeneración i vida.
II
La revolución no se reduce al populacho ebrio i desenfrenado que apagaba con sarcasmos la voz de las víctimas acuchilladas en las prisiones o guillotinadas en las plazas públicas. Frente a los enérgumenos que herían sin saber a quién ni por qué, como arrastrados por un vértigo de sangre, se levantaban los filósofos i reformadores que vivían soñando con la fraternidad de los pueblos i morían creyendo en el definitivo reinado de la justicia.
Si no faltaron bárbaros que ante el cadáver de un Lavoisier proclamaban que “la Revolución no necesitaba de sabios” sobraron también hombres que, según la gráfica espresión de Víctor Hugo, buscaban “con Rousseau lo justo, con Turgot lo útil, con Voltaire lo verdadero i con Diderot lo bello”. ¿Quién no los conoce? Lalande, Lagrange, Laplace, Berthollet, Daubenton, Lamarck Parmentier, Monje, Bailly, Condorcet, Lakanal i otros mil pertenecen a la Revolución, brillan como estela de luz en mar de sangre.
Verdad, hubo momentos en que Francia parecía retrogradar, a la barbarie; pero verdad también que tras de l’acción impulsiva i perjudicial, vino inmediatamente la reacción meditada i reparadora. La Revolución, la buena Revolución, se mostró siempre intelijente: fué movimiento libre de hombres pensadores, no arranque ciego de multitudes inconscientes.
“Hasta en pleno Terror, los revolucionarios ofrecen ejemplos de habilidad i prudencia que no siempre fueron imitados en épocas más tranquilas. . .”. Esos hombres “dan a la Ciencia vida política i la emplean como medio de infundir confianza, preparar victorias i ganar batallas”. Piensan en todo, desde aplicar a la guerra el telégrafo i los globos hasta uniformar pesos i medidas con el sistema métrico decimal. Confinados en el territorio francés, se bastan a sí, de nadie necesitan: mientras unos fabrican lápices o enseñan a estraer alquitrán del pino, otros vulgarizan un nuevo procedimiento para curtir pieles o hallan la manera de obtener acero i hierro.
Francia vacilaba en la orilla de un precipicio. Las flotas enemigas dominaban el mar, bloqueaban los puertos i efectuaban continuos desembarcos. Tolón había caído en manos de los ingleses, mientras Landrecies, le Quesnoy, Condé i Valenciennes estaban en poder de los aliados. La contrarrevolución batía pendones en la Vendée, Marsella i Lyon, a la vez que el hambre i el Terror imperaban en todo el territorio francés. Era indispensable armar 300,000 soldados, i la pólvora escaseaba, pues el bloqueo cerraba el paso al salitre de las Indias. La Convención acude a los hombres de ciencia, pide milagros a la Química; i los sabios inventan en poco tiempo la elaboración i purificación del salitre. Según la frase de un convencional, “a los cinco días d’encontrada la tierra salitrosa se carga el cañón”.
Los hombres de acción secundan, superan a los hombres de saber. Brotan jenerales de veinte años que enseñan el Arte de la Guerra a los encanecidos mariscales d’Europa, surjen reclutas que hacen morder el polvo a los veteranos de cien campañas. Los ejércitos de la Revolución carecen de todo i suplen a todo: ganan batallas sin tener cañones, pasan ríos sin puentes, hacen marchas forzadas sin zapatos, vivaquean sin ron i muchas veces sin pan. En sólo cinco meses aplastan a los ingleses i holandeses en Hondschoote, derrotan a los austríacos en Wattignies, rechazan a los piamonteses, contienen a los españoles, recuperan las líneas de Weissemburg, libertan Landau, reconquistan Alsacia, espantan a los aliados, sofocan las sublevaciones de Lyon, arrancan Tolón a los ingleses i someten la Vendée.
Francia, como círculo de fuego, s’ensancha prodijiosamente, arrojando por todas partes muerte i luz. El toque de la Marsellesa resuena desde el Tajo hasta el Tíber i desde la tumba de Carlomagno hasta el sepulcro de los Faraones. Hai florescencia de vida, exuberancia de fuerza, desbordamiento de actividad. Todas las enerjías acopiadas durante siglos estallan a la vez. Como se ordena la construcción de un dique o el trazo de un camino, se decreta la victoria. Se trasmonta los Alpes como Aníbal i se atraviesa los desiertos como Cambises. Hoi se combate en la nieve que entumece, mañana en el arenal que sofoca. Parece que la carne no siente dolor i que el miedo ha dejado de habitar la Tierra. Se sufre cantando i se muere riendo. Francia celebra las panateneas del heroísmo.
La historia i la fábula no refieren nada igual a la epopeya que se abre con el ˇadelante! de Kellermann en Valmy para cerrarse con la soldadesca interjección de Cambronne en Waterloo.
III
Cuando asomó la Revolución, parecía que sobre la Tierra hubiera descendido un espíritu nuevo, que la Humanidad acabara d’encontrar el camino de una relijión iluminada por interminable aurora boreal. Desde el Manzanares hasta el Rhin i desde el Támesis hasta el Volga, hubo una esplosión de regocijo. En las calles de Sampetersburgo los hombres se abrazaban llorando. Todos los poetas cantaron el 89, desde Burns i Klopstock hasta Schiller. Todos se enorgullecían con merecer el título de ciudadanos franceses. Goethe, el impasible Goethe, confesó que la victoria de los revolucionarios franceses en Valmy señalaba el principio de una éra nueva.
Francia, en un deliquio de amor, salvaba las fronteras i estendía los brazos para estrechar a todas las naciones del Globo. Los odios vinieron más tarde: el pueblo francés hizo el 89, los reyes provocaron el 93. Si algo debe censurarse a los revolucionarios es la exajeración en el ideal humanitario, el afán de convertir a Francia en el caballero andante de las naciones. A los dos meses de Valmy, el 19 de Noviembre de 1792, la Convención Nacional promulga un decreto para socorrer a los pueblos que quieran recobrar su independencia i auxiliar a los ciudadanos que sufran o hayan sufrido vejámenes por la causa de la libertad.
La Revolución nos parece una pesadilla de sangre cuando le vemos como hecho aislado i no como consecuencia lójica, cuando contamos las centenas de hombres que arrastró a la guillotina i no los millares de víctimas que vengó. La estupenda cólera popular, que hoi nos admira i espanta, fué reventazón de mina cargada grano a grano, durante siglos enteros, por nobleza, clero i reyecía.
Hai que aceptarla como aceptamos un fenómeno atmosférico,sin contar los desastres, aprovechando los beneficios. Los hombres del 93 destruyeron, pero también construyeron; segaron plantas fecundas, pero a la vez arrojaron buenas semillas; se manifestaron pródigos de la vida ajena, pero no fueron avaros de la propia; sintieron la embriaguez del bandido en la emboscada, pero también conocieron las alucinaciones del apóstol i del mártir.
No debe considerársele como una obra consumada, sino como un acontecimiento en marcha; ella fermenta inconscientemente en el corazón de sus propios enemigos, desaparece como locomotora en el túnel, i de cuando en cuando estalla en medio de un pueblo,como súbita llamarada de fuego subterráneo.
Todo paso de las naciones hacia la emancipación relijiosa,política o social, viene como repercutimiento del empuje dado a la Humanidad por los hombres del 93. Los pueblos, que ya entrevieron anchos horizontes de luz, no se resignan hoi a tantear en el limbo ni a tener por código el amalgama de la inicua lejislación romana con las absurdas decisiones canónicas. Coronando el Renacimiento i la Reforma, la Revolución servirá de correctivo a la propaganda retrógrada de las comuniones relijiosas i cortará el vuelo a la dejeneración del tercer estado, a la burguesía implacable i avara. De 1789 a 1793 se acabó de templar las armas que tarde o temprano herirán de muerte a los seculares enemigos de la libre espansión individual.
Imajinemos lo que sería hoi Europa sin la Revolución Francesa. Hubo entonces crímenes i horrores; pero, ¿cuando las naciones combatieron el mal con sólo el bien, se libertaron de la esclavitud con sólo amigables convenios? Las cuestiones sociales son problemas, planteados con la pluma en el silencio del gabinete, resueltos con pólvora en el fragor de la barricadas. Los Enciclopedistas plantearon la ecuación, el pueblo francés encontró la incógnita. Las ideas que en el principio de su jestación se limitan a palabras o sombras, se convierten después en hechos o cuerpos; actúan, débiles primero, irresistibles luego, como viento que empieza por rizar la superficie de los mares i acaba por levantar la marejada tremenda i purificadora.
¿Cuándo la Humanidad ejecutó algo bueno sin lágrimas ni sangre? ¿Cuándo lo ejecuta la Naturaleza? Las lentas evoluciones del Universo ¿cuestan menos sacrificios que las violentas revoluciones de las sociedades? Cada época en la existencia de la Tierra se marca por una carnicería universal, todas las capas jeolójicas encierran cementerios de mil i mil especies desaparecidas. Si culpamos a la Revolución francesa porque avanzó pisando escombros i cadáveres, acusemos también a la Naturaleza porque marcha eternamente sobre las lágrimas del hombre, sobre las ruinas de los mundos, sobre la tumba de todos los seres.
1889
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