Por Manuel González Prada, Anarquía
Si hay algo que puede hacernos poner en duda la infalibilidad de los fallos históricos es seguramente la rápida modificación de los juicios sobre la Comuna de París. Execrada ayer por casi todos los escritores burgueses como una explosión de las malas pasiones o como la siniestra mascarada de unos bandidos sedientos de sangre y pillaje, es considerada hoy por muchos escritores de esa misma casta como un prematuro ensayo de reivindicaciones sociales o como la insurrección violenta pero justa de hombres animados por ideales generosos. Raros dejan de condenar la implacable saña de los vencedores ni de horrorizarse ante el resultado de una desigual partida en que el ejército de Versalles sufrió unas quinientas bajas mientras los comunistas o confederados tuvieron más de treinta mil víctimas, incluyendo en ellas un considerable número de mujeres, de ancianos y aun de niños.
Hasta los políticos —que fueron y siguen siendo los mixtificadores del pueblo y los monopolizadores de los beneficios causados por las revoluciones—, hasta ellos recurren hoy a los distingos, separan el bien del mal y reconocen que la Comuna de París hizo la república de Francia. Reconocimiento irónico y romántico, pues no les induce a mostrarse más agradecidos ni más humanos con sus benefactores. El obrero sufre bajo el gobierno republicano de Falliéres la misma servidumbre económica que sufría bajo el régimen imperial de Napoleón III. Hoy, como antes, el político es el aliado del patrón; hoy, como antes, el obrero en huelga tiene que ceder ante el arma del pretoriano. Si el comunista de 1871 hizo la República, los republicanos no le hicieron más libre ni más feliz.
Examinando las cosas a la luz de la experiencia y con la perspectiva de la distancia, se ve, actualmente, de qué provino el fracaso y en dónde se hallan las raíces del mal. La Comuna incurrió en la gravísima falta de haber sido un movimiento político, más bien que una revolución social; y si no hubiera muerto ahogada en sangre, habría desaparecido tal vez en un golpe de Estado, como sucedió a la República del 48. Sus hombres, por más temibles y destructores que parecieran a los vecinos honrados, sentían hacia las instituciones sociales y hacia la propiedad un respeto verdaderamente burgués. No atreviéndose a provocar una crisis financiera de amplitudes colosales, se convirtieron en guardianes de la riqueza amontonada en los bancos, defendieron a ese Capital —inhumano y egoísta— que azuzaba y lanzaba contra ellos a la feroz soldadesca de Versalles.
En cuanto a los crímenes y horrores de la Comuna, ¿cuáles fueron, exceptuando el fusilamiento del arzobispo Darboy, del clérigo Deguerry y de unos cuantos frailes dominicos? El acto, no por muy censurable que sea, merece disculpa al tener presente que vino como represalia y fue ejecutado en las últimas horas de la lucha, cuando el despecho de la derrota inevitable y cercana enfurecía los corazones y les ahogaba todo sentimiento de humanidad. ¿Por qué horrorizarse con una decena de ejecuciones hechas por los comunistas y no con los millares de asesinatos cometidos por el ejército del orden? Será, probablemente, por la categoría de las víctimas, pensando que la vida de un obispo vale por la vida de diez mil proletarios. Nosotros no pensamos así; no sabemos por qué la sangre de un clérigo ha de ser más sagrada que la de un albañil. Vida por vida, nos parece más útil la del obrero que la del vendedor de misas y mascullador de latines.
Aunque muchos juzguen una exageración el repetirlo, afirmamos que si en algo pecó la Comuna, fue, seguramente, en la lenidad de sus medidas: amenazó mucho, agredió muy poco. Un testigo, nada favorable a ella, escribía a mediados de mayo, es decir, unos cuantos días antes de la toma de París: “Siete semanas hacía que la Comuna decretaba medidas terroristas y justo el mismo tiempo que esas medidas quedaban sin ejecución. Se comenzaba a creer, de su parte, en una especie de locura dulce, compatible con una sociabilidad relativa... Los solos condenados serios eran los pobres diablos que ella enviaba a las fortificaciones” (Ludovic Hans).
(1909)
Para regresar a:
El porvenir nos debe una victoria, Ensayos y poesía de González Prada.
Para comunicarse con el Webmaster.