Por Manuel González Prada, Anarquía
Este conocido anarquista español ha muerto en Cádiz el 28 de setiembre. Había nacido en esa misma ciudad el 1 de marzo de 1842. Un ataque de parálisis, cinco días de enfermedad y la muerte.
La vida de Salvochea se reduce a una continua lucha, primero como republicano para derribar la monarquía de Isabel II, después como anarquista para echar por tierra el edificio de todas las iniquidades sociales. El, lejos de cristalizarse en el molde estrecho del reformador meramente político, evolucionó en campo libre, llegando a convertirse en ardiente propagador de las ideas anárquicas.
Humano como Luisa Michel, sincero como Pi y Margall, nunca poseyó bien que no fuera de los necesitados ni concibió pensamiento que no expresara sin ambigüedades y sin reticencias, viviendo en contradicción abierta con la España santurrona e hipócrita donde había nacido.
Dado el hombre, se comprenderá fácilmente que no ha podido hundirse en la tumba sin llevar en sus carnes las cicatrices labradas por la Justicia española, tal vez la más inicua y más despreciable de todas las justicias humanas. Condenado por no sabemos qué, a perpetua reclusión en un presidio africano, sólo permaneció siete años en el Peñón de la Gomera, pues logró evadirse, favorecido por unos traficantes moros. Otros seis años de cárcel sufrió en Valladolid y Burgos, no habiendo cumplido los doce de la sentencia, merced al indulto de 1899.
Propagandista, más en los actos que en las palabras, no dejó por eso de manejar la pluma. Colaboró asiduamente en muchos periódicos --de modo brillante en la Revista Blanca-- y tradujo del francés o del inglés varias obras, entre las que citaremos las Memorias de Luisa Michel y Campos, fábricas y talleres de Kropotkin.
Amalia Carvia dice en Las Dominicales de Madrid al hablar de Salvochea, poniéndole frente al célebre autor de Ana Karenina:
“Tolstoi, con toda su alma de regenerador, no puede compararse con Fermín. Tolstoi vivió la vida del hombre; disfrutó de todos los placeres de la existencia; se recreó en los goces de la familia, y cuando tomó sobre sus hombros la cruz del redentor, fue cuando había agotado las dichas que el mundo ofrece.
En cambio, Salvochea no vivió desde niño más que para la piedad humana; los juegos de su infancia, los amores de su juventud, las alegrías de la edad viril, no fueron más que un constante trabajo de redención; sus sufrimientos han sido infinitos, tan grandes como su amor por la humanidad.
El apostolado de Salvochea no fue inspirado por los desengaños de la vida, por la vista de las injusticias sociales, por la lectura de libros revolucionarios, no, ese apostolado fue inspirado por los besos maternales. .”.
Si el fragmento de Amalia Carvia nos pinta a Salvochea en el curso de la vida, la siguiente anécdota nos le retrata en la hora del gran viaje, cuando las máscaras se desprenden de los semblantes y dejan ver a los hombres en toda su belleza o en toda su deformidad. La víspera del fallecimiento hablaba con su madre y algunos amigos; la vida, el más allá, la religión, el porvenir de la Humanidad, la anarquía, etc., eran los temas de la conversación, que nos recuerda el último diálogo de Sócrates con sus discípulos. Alguien —quizá la excelente señora que le había dado el ser— mencionó a Jesús, encareciendo su bondad, su amor al prójimo y recordando la resurrección de Lázaro. Salvochea fijó los ojos en su madre y dijo con la mayor serenidad:
—De ser cierto ese milagro, él te prueba que Jesús no era bueno. . . Sí, no era bueno, porque debió haber resucitado a todos los muertos del pueblo.
(1908)
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1Fermín Salvochea fue alcalde de Cádiz, España, uno de los anarquistas de más influencia en Andalucía. Bebía de las fuentes de Kropoktin, Robert Owen y Thomas Paine [TW].