Por Manuel González Prada, Anarquía
Liebknecht dijo: “En el mundo no hay sino dos patrias: la de los ricos y la de los pobres”. Se puede afirmar, también, que en toda nación, sea cual fuere su grado de cultura y su forma de gobierno, sólo existen dos clases sociales bien definidas: la de los poseedores y la de los desposeídos. Como el dinero suele separar a los hombres más que la raza, no se carece de razón al asegurar que el pobre es el negro de Europa.
Esa gran división de clases no dejamos de palparla en nuestra América republicana, donde las familias acaudaladas van constituyendo una aristocracia más insolente y más odiosa que la nobleza de los Estados monárquicos: a fuer de advenedizos, nuestros falsos aristócratas llevan a tal grado la presunción y el orgullo que sobrepasan al señor de horca y cuchillo.
Descendientes (por línea torcida) de aquellos españoles que sufrían el mal del oro, nuestros hidalgos de llave maestra y ganzúa no tienen más que un solo deseo: juntar dinero. De ahí que habiendo monopolizado el ejercicio de la autoridad, nos hayan dado unas repúblicas de malversaciones y gatuperios, cuando no de oprobios y sangre.
Pero en ninguna de las antiguas colonias españolas resalta más que en Chile esa división de la sociedad en ricos y pobres: en ninguna parte el hombre de levita ve con más desprecio ni trata con mayor inhumanidad al hombre de blusa o de poncho; en pocas es más dura la dominación. Recurrimos al testimonio de los chilenos. En La Razón de Chañaral, número 8, leemos lo siguiente:
“Hemos conocido en Chile, principalmente en los puertos de mar, familias aristocráticas que nacen de tinterillos, abogados, curanderos, despacheros, carpinteros, hojalateros, sastres, cigarreros, zapateros, albañiles, lavanderas y cocineras. Nada tiene de particular que cada cual tenga un oficio; hacemos hincapié en estas últimas proposiciones para buscar pronto el origen de la clase media la cual es más enemiga de los obreros.
Deducimos que la cuna de la burguesía aristocrática laica y la de la clerical se confecciona en los talleres, en las chicherísa y en las pocilgas de lavanderas y cocineras.
La clase media en Chile es el producto, pues, de la plebe, la cual tan pronto se educa, toma las maneras cómicas de los aristócratas, aprende como los monos a vestirse regularmente, embriagándose en los humos de la soberbia, del orgullo y de la vanidad y olvidando que sus padres vendían aguachucho por cangalla mineral; vendían percalas por varas, azúcar por cinco, vino falsificado por litros, velas de sebo por ficha y aun habían sido prestamistas, ladrones al tanto por ciento”.
Por lo transcrito de La Razón vemos que en Chile sucede lo mismo que en el Perú: las dos aristocracias de “nuevo cuño --la del Mapocho y la del Rímac-- se igualan en el olvido de su origen y en el poco amor a la clase de donde provienen. Así, Vicuña Mackenna, que fue un mestizo de anglosajón y araucano, llegó a decir que el roto chileno lleva en su sangre el instinto del robo y del asesinato”.
Si el tal Vicuña Mackenna resucitara, se vería muy vacilante para contestar a más de una pregunta. ¿Qué instintos guarda en la sangre la seudoaristocracia chilena? ¿Son rotos los que se roban el tesoro fiscal y empujan a la nación hacia un cataclismo financiero? ¿Eran rotos los que fraguaron la Guerra del Pacífico y desencadenaron sobre el vecino una asoladora invasión de bárbaros? Verdad, el roto hecho soldado se mostró en el Perú tan feroz como el genízaro en Armenia y el cosaco en la China; pero a la cabeza del soldado venía el jefe para excitarle, alcoholizarle y lanzarle al robo, al incendio, a la violación, al asesinato. Y el jefe no hacía la guerra por voluntad propia: obedecía la orden dictada por la clase dominadora1.
Esta ferocidad del poseedor chileno la acabamos de ver confirmada en la huelga de Iquique. Ahí se ha manifestado por milésima vez que si las leyes valen algo para solucionar las cuestiones de los privilegiados entre sí, no sirven de nada para zanjar las dificultades surgidas entre pobres y ricos, o proletarios y capitalistas; en ese caso, no se admite más ley, más juez ni más árbitro que la fuerza.
No insistiremos en referir la estúpida y cobarde matanza de los peones salitreros (¿quién ignora los sangrientos episodios?) y nos ceñiremos a consignar un hecho muy significativo, pues viene a revelar el estado de alma que se inicia en los trabajadores. En algunas de las salitreras, a raíz de la horrorosa carnicería, los trabajadores chilenos pisotearon, escupieron y quemaron la bandera de Chile.
Así pues, las víctimas de los odios internacionales empiezan a no dejarse alucinar por la grosera farsa del patriotismo y a reconocer que en el mundo no hay sino dos patrias, la de los ricos y la de los pobres. Si de esta verdad se acordaran dos ejércitos enemigos en el instante de romper los fuegos, cambiarían la dirección de sus rifles: proclamarían que sus verdaderos enemigos no están al frente.
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