Por Manuel González Prada, Anarquía
Si los hombres valen por lo que de sí mismos conceden a los demás, muy pocos de nuestros semejantes pueden valer tanto como la virgen roja o la buena Luisa; su existencia se resume en dos palabras: abnegación y sacrificio.
Casi octogenaria, recién salida de una penosa convalecencia, cuando había llegado la hora de reposar algo en la vida antes de ir a descansar eternamente en el sepulcro, realiza un esfuerzo supremo y sale a recorrer el sur de Francia en una gira de conferencias. Atacada por una grave enfermedad, como lo había sido en Tolón el año pasado, no resiste y muere en Marsella a principios de enero. “Se va —según Lucien Descaves— agotada, arruinada, exangüe, con la piel colada a los huesos, como un perro errante, habiendo dado más que cien millonarios empobrecidos a fuerza de liberalidades, habiendo dado toda su existencia a los desgraciados. Indiferente a sus propios y continuos infortunios, insensible a las privaciones, a la fatiga, al frío, a los ayunos, no devuelve a la tierra más que un esqueleto, demasiado tiempo ambulante para no tener en fin derecho al reposo”.
Con ella se desvanece la manifestación más pura del espíritu revolucionario en el alma femenina: representaba en el movimiento social de Francia lo que Georges Sand en la novela, Madame Ackermann en la poesía, Rosa Bonheur en la pintura, Clémence Royer en la ciencia. Pascal se esfuma en un lejano claroscuro, sin fragilidades de sexo, tan consagrado a meditar en Dios que no se da tiempo de amar a las mujeres; Luisa Michel se diseña en una cercana reverberación de incendios, sin debilidades de mujer, tan henchida del amor a la Humanidad que en su corazón no deja sitio para la exclusiva ternura de un hombre. Ama las muchedumbres, o lo que da lo mismo, la desgracia, pues quien dice pueblo dice desgraciados. Sin hijos, no conociendo las vulgares y depresivas faenas de la maternidad, aparece a nuestros ojos con toda “la fría majestad de la mujer estéril”.
Por la serenidad ante el peligro y la muerte, Luisa Michel nos recuerda a las mujeres romanas nacidas en el seno de las familias estoicas; por esa misma serenidad y el menosprecio de todos los bienes, sin excluir la propia dicha ni la salud, nos hace pensar en las mujeres de los primeros siglos cristianos. De las estoicas se distingue por el amor a todos los seres o la caridad en su interpretación más generosa; de las cristianas, por su desinterés en la práctica del bien, pues no considera los buenos actos como letras de cambio pagaderas en el otro mundo.
La estoica romana se revela ante el Consejo de guerra que la juzga por su complicidad en la Comuna de París. Encarándose a sus jueces (o verdugos) les fulmina estas palabras donde se siente revivir el orgullo y la grandeza de las almas antiguas: “Yo no quiero ser defendida, y acepto la responsabilidad de todos mis actos. Lo que yo reclamo de vosotros es el campo de Sartory donde mis hermanos han caído ya. Puesto que todo corazón que late por la libertad, sólo tiene derecho a un poco de plomo, dadme mi parte. Si no sois unos cobardes, ¡matadme!”.
La cristiana de los primeros siglos se descubre en cien historias muy conocidas y recordadas a menudo. Refiramos una sola. En un día de invierno, dos amigos la encuentran casi exánime, tiritando, irrisoriamente abrigada con una ropa viejísima y tan leve, que parecía buscada expresamente para viajar en la zona tórrida. Compadecidos ambos, la obligan a entrar en un almacén, le ruegan aceptar el obsequio de un vestido más propio de la estación. Después de mil evasivas, ella concluye por ceder, con una condición: que le permitan llevarse la ropa vieja. Naturalmente, los dos amigos no le oponen ninguna dificultad. Al día siguiente, Luisa Michel tirita bajo los mismos trapos viejos de la víspera: ha regalado la ropa nueva.
La que ama tanto (pues de su inmensa ternura no excluye ni a los animales), deja de amar a un solo ser, no se quiere a sí misma. Hubo santo que llegó a lastimarse de su cuerpo, a demandarle perdón por lo mucho que le había martirizado con las penitencias. Ignoramos si Luisa Michel, al verse como hecha de raíces, no sintió piedad de su miseria ni tuvo un arranque de ira contra sus enemigos y sus perseguidores.
Porque esta mujer había sido befada, escarnecida, encarcelada, deportada a Nueva Caledonia y herida por un hombre, quizá por uno de aquellos mismos desheredados que ella amaba y defendía. Sin embargo, no pierde la fe ni la esperanza y sigue luchando por esa muchedumbre que en Versalles, al distinguirla entre un pelotón de soldados, la escarnece, le tira lodo, la escupe y la amenaza de muerte.
En resumen, Luisa Michel nos ofrece el tipo de la mujer batalladora y revolucionaria, sobrepuesta a los instintos del sexo y a las supersticiones de la religión. Practicando el generoso precepto de vivir para los demás, no es una supermujer a lo Nietzsche, sino la mujer fuerte, conforme a la Biblia de la Humanidad. La llamaríamos una especie de San Juan de la Cruz femenino, una cristiana sin Cristo.
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