Por Manuel González Prada, Anarquía
Enunció una verdadera profecía; tuvo una clara visión del porvenir, el hombre que desde el patíbulo decía en Chicago el 11 de noviembre de 1887: “Salve, ¡oh días en que nuestro silencio será más poderoso que nuestras voces, próximas a quedar ahogadas con la muerte!”
El silencio de ese hombre y de sus valerosos compañeros habla hoy con tan elocuentes palabras que en América y Europa remueven todos los corazones animados por sentimientos de conmiseración y justicia. Veinte años hace del ajusticiamiento, y lejos de habérsele olvidado en el transcurso de tan largo tiempo, cada día se le ha ido recordando con mayor piedad para las víctimas y con mayor odio contra sus verdugos. Ya puede considerarse su rememoración anual como un deber de todo revolucionario. Más que el 14 de julio, que el 20 de setiembre y que el 1 de mayo, el 11 de noviembre parece destinado a ser una fecha de recordación mundial: tiende a personificar el día de la gran revolución proletaria.
Esos hombres, injustamente sacrificados al miedo cerval de las clases dominadoras, no sólo forman hoy una cabeza de proceso para juzgar a los capitalistas del Illinois, sino constituyen una prueba irrefutable para condenar a los jueces norteamericanos. Fueron sentenciados a muerte; pero reconocidos inocentes cuando ya dormían en la paz de un cementerio. Habían sido enredados y cogidos en un complot donde la policía maniobraba con su perfidia tradicional.
Algo parecido, aunque menos horroroso, acaeció después en Francia con el capitán Dreyfus: condenado por la justicia militar, resultó inocente, a vuelta de sufrir una larga deportación en la Isla del Diablo.
Estos dos errores judiciales nos sirven de fecundísima enseñanza: vienen a decirnos que la justicia militar vale como la justicia civil, y que a todo presunto reo le aprovecha tanto caer en las garras de unos sargentones empenachados como ir a dar en las fauces de unos leguleyos enfraquetados. Esa justicia social, ese monstruo bicéfalo, no tiene más misión que defender al capital (es decir, al robo) y servir al Estado (es decir, a la fuerza); de ahí que no trepide en sacrificar al inocente, si el sacrificio contribuye a mantener el orden social o, lo que significa lo mismo, a consolidar un régimen donde tranquilamente se verifique la explotación del más hábil o más honrado por el más fuerte o más bribón. Justicia cobarde y servil en las cinco partes del mundo, humana y compasiva en ningún lugar de la Tierra, pues aquí mismo, en el Perú, la vemos absolver a los criminales adinerados o poderosos y condenar sin misericordia al negro, al indio desheredado y al desertor inconsciente. Es que bajo la casaca del militar como bajo el frac del abogado, el hombre convertido en juez de otros hombres, a más de conservar las preocupaciones de su casta y de su secta, adquiere con asombrosa rapidez la deformación profesional. Se diría que el aire respirado en un Consejo de guerra o en un Tribunal de justicia poseyera la virtud de oscurecer los cerebros y marmolizar los corazones.
La deportación perpetua de un militar, infundadamente acusado de traición a la patria; la ejecución de algunos rebeldes, también infundadamente culpados de arrojar bombas: he aquí dos injusticias fecundas, que merecerían un aplauso, si los padecimientos y la vida de los hombres debieran tomarse como un medio para conseguir la propagación de las ideas. Injusticias tan enormes siguen sublevando la conciencia universal, convirtiéndose en bandera de combate, sirviendo de pábulo al fuego revolucionario que arde en el corazón de las muchedumbres. Si Chicago dice: ¡Guerra al capital!, la Isla del Diablo responde: ¡Guerra al militarismo!
El capitán Alfredo Dreyfus ha sido y continúa siendo la causa inmediata de un efecto colosal: víctima del antisemitismo católico y militar, ha ocasionado el recrudecimiento del antimilitarismo internacional; más propiamente hablando, produce la eclosión ruidosa de un sentimiento que sordamente se incubaba en Francia --y con mayor motivo en París-- desde los fusilamientos de la Comuna. El antimilitarismo, que tanto cunde en los intelectuales del mundo entero y que nos parece una flor nacida para no vivir sino en los grandes cerebros luminosos, germinaba en el pueblo desde 1871.
Hemos juzgado conveniente recordar al reo de París el día que rememoramos a los reos de Chicago: uno y otros deben figurar en la misma página del proceso iniciado a las instituciones sociales, porque ellos fueron devorados por esa Justicia inhumana y vengadora que servía de instrumento a la fuerza hipócrita del capital y a la fuerza bruta del soldado.
Militarismo y capitalismo, calamidades solidarias y tan estrechamente unidas que donde asoma la una, surge la otra, para sostenerse y perpetuar la dominación de la especie humana. ¿Quién más culpable y más digno de execración, el capitalista o el soldado? Quizá el soldado, que sin él, no durarían mucho jueces, sacerdotes, propietarios ni gobernantes. Mas, ya no parece eterno el reinado del soldadote: el monstruo de ferocidades atávicas, el mixto de cuervo y tigre lleva el plomo en las alas y el hierro en los ijares. Cayendo los puntales, ¿qué será de toda la fábrica? El edificio está más apolillado de lo que se piensa.
Imitando al moribundo que en el patíbulo de Chicago presagiaba el advenimiento de mejores días, saludemos a la Humanidad futura, a la Humanidad sin víctimas ni verdugos, a la Humanidad sin pobres ni ricos, a la Humanidad regenerada por el amor y la justicia.
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