Por Manuel González Prada, Anarquía
Aunque alabemos las buenas intenciones de todos los que hablaron o escribieron en los comienzos de mayo, no dejaremos de lamentar la confusión que algunos han hecho de los hombres y las cosas, dando a ciertos individuos el lugar que no les corresponde y considerando iguales o afines las ideas que se excluyen o se rechazan. Y no pensemos que esto suceda únicamente en el Perú, donde vivimos en una especie de niñez intelectual. En Europa, lo mismo que entre nosotros, muchos buscan de buena fe una orientación fija; pero la sanidad de las intenciones no les impide andar a tientas y sin rumbo: sienten la presencia de la luz, y tienen al crepúsculo por aurora; oyen ruido de alas, y toman por águilas a los buitres.
No pretendemos que de la noche a la mañana broten legiones de libertarios ni que hasta los infelices peones de las haciendas profesen ideas tan definidas como las tienen Pedro Kropotkin o Sebastien Faure. Desearíamos que los ilustradores de nuestras muchedumbres hicieran comprender a los ignorantes la enorme distancia que media entre el hombre público y el verdadero reformador, entre los cambios políticos y las transformaciones sociales, entre el Socialismo y la Anarquía.
Cierto, en un solo día se consuma una revolución y se derriba un imperio secular; pero en muchos años no se educan hombres capaces de efectuar semejantes revoluciones. Cuando la palabra demoledora y el libro anárquico lleguen a las capas sociales donde hoy no penetra más luz que la emitida por frailes ignorantes, políticos logreros y plumíferos venales, entonces las muchedumbres adquirirán ideas claras y definidas, distinguirán unos hombres de otros hombres y procederán con la energía suficiente para derrumbar en unas cuantas horas el edificio levantado en cuatro siglos de iniquidad.
Anarquistas o no, los trabajadores que persiguen un fin elevado se hallan en la necesidad de recurrir a una medida salvadora: desconfiar de los políticos. Desconfiar de todos ellos y particularmente de los histriones que se revisten con los guiñapos del liberalismo y sacuden las sonajas de reforma electoral, sufragio libre, garantías del ciudadano y federalismo. Para evitar el contagio de la tuberculosis por medio de la saliva, las autoridades higiénicas cuelgan en los lugares públicos el siguiente letrero: Se prohíbe escupir. Por razón semejante, pues se trata de precaver una contaminación moral, los obreros están en el caso de fijar en todas sus reuniones públicas unos grandes carteles que digan: Se prohibe eyacular política.
Los libertarios deben recordar que el Socialismo, en cualquiera de sus múltiples formas, es opresor y reglamentario, diferenciándose mucho de la Anarquía, que es ampliamente libre y rechaza toda reglamentación o sometimiento del individuo a las leyes del mayor número. Entre socialistas y libertarios pueden ocurrir marchas convergentes o acciones en común para un objeto inmediato, como sucede hoy con la jornada de ocho horas; pero nunca una alianza perdurable ni una fusión de principios: al dilucidarse una cuestión vital, surge la divergencia y se entabla la lucha.
Lo vemos hoy. Mientras los anarquistas se declaran enemigos de la patria y por consiguiente del militarismo, los socialistas proceden jesuíticamente queriendo conciliar lo irreconciliable, llamándose internacionalistas y nacionalistas. Bebel ha dicho en pleno Reichstag, confundiéndose con los brutos galonados a servicio del Emperador: “Nosotros los socialistas lucharemos por la conservación de Alemania y realizaremos el último esfuerzo para defender nuestra patria y nuestras tierras”. Algo parecido podríamos citar de los Millerand, de los Clemenceau y hasta de los Jaurés.
En cuanto a la tolerancia de los socialistas, basta recordar que Liebknecht se opuso constantemente a la admisión de libertarios en los congresos de obreros. “Nosotros --decía-- debemos combatirles como a nuestros mayores enemigos, no permitiéndoles entrar en ninguna de nuestras comunidades o reuniones”. El que brutal y francamente reveló todo el amor fraternal que los socialistas profesan a los anarquistas fue el diputado francés Chauvin, cuando en presencia de dos o tres mil ciudadanos lanzó las siguientes palabras: “El primer acto de los socialistas demócratas el día del triunfo debe ser fusilar a todos los anarquistas”.
Medítenlo, pues, y no lo olviden los inocentes libertarios que igualan el Socialismo con la Anarquía y reconocen en cada socialista un hermano caritativo y bonachón.
(1906)
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