Por Manuel González Prada, Anarquía
¿Se han fijado los lectores en el cúmulo de necedades (y también de infamias) que nos ha comunicado y sigue comunicándonos el telégrafo con motivo de la última bomba lanzada en Madrid? No han faltado las protestas de los anarquistas y su felicitación al Rey, la cobardía del criminal, la salvación milagrosa ni el conato de tragedia.
Algunos se imaginan que los anarquistas, a semejanza de los carbonarios, forman terribles sociedades secretas donde los miembros se sortean para designar al ejecutor de una obra sangrienta. Nada de eso: cuando más, los libertarios constituyen pequeños grupos. Entre ellos abundan los solitarios, los que lejos de toda influencia colectiva, proceden de su cuenta y riesgo. Son los verdaderamente dignos de causar miedo a la sociedad burguesa, porque en el hombre concentrado, en el que no se difunde al exterior, suelen abundar los pensamientos originales y las acciones enérgicas. Los energúmenos, los bullangueros, los vociferadores en reuniones públicas, resultan más de una vez soplones, emisarios de la policía o agentes provocadores. Porque si hay libertarios de verdad, también los hay de pega. Los que felicitan al régulo de España y protestan de la bomba pertenecen a la segunda clase: deben de ser lacayos, guardias civiles, oficiales que rejonean toros o legos y frailes pertenecientes a las mil y una congregaciones fomentadas por la Reina madre. En Los diamantes de la corona, los ladrones se visten de frailes, honrando el hábito; en los ridículos sainetes de la policía madrileña, los frailes toman el disfraz de anarquistas, deshonrando el nombre.
Conque ¿merece llamarse cobarde el individuo que, sobre exponerse a morir como la primera víctima del explosivo, actúa con la seguridad de caer tarde o temprano en poder de la justicia? Cítennos a los lanzadores de bombas que hayan salido ilesos o quedado impunes. Se puede hablar de fiereza o de inhumanidad; pero de cobardía, no. Si consideráramos cobardes a los Henry o a los Vaillant, ya contaríamos en el número de valientes a los poltrones que se desmayan con la detonación de un cohete chino. Cualquiera de los infelices venidos al mundo con el único fin de mantener la especie, tendría sobrada razón para detenernos en la calle y decirnos: “Cuento seis hijos y medio; voy a cumplir sesenta años, y ¡admire usted mi valor!, todavía no he lanzado ninguna bomba”.
Que el pobre Alfonso XIII crea en el milagro y se juzgue digno de que el cielo le defienda, pase; su mentalidad de semigorila no le permite una explicación racional de los hechos. No pasa que otros lo digan de puro bellacos o bribones. Mas creamos en la salvación milagrosa, figurémonos que la divina Providencia haya movido el dedo y hasta las dos manos para evitar que unos cascotes de hierro fueran a incrustarse en algunas molleras de palo. De hoy en adelante, para ser lógico, el reyezuelo de España debe licenciar a todos los agentes de policía y echarse a caminar solo, de noche y de día, tanto por los viveros de Madrid como por los arrabales de París. Antes habíamos pensado que si Dios existía, se hallaba lo suficientemente lejos de nosotros para no vernos ni oírnos; mas ya sabemos que de vez en cuando viene a la Tierra para disminuir la secreción de pus en las orejas del Káiser o para impedir la emasculación de un reyezuelo en la época de la brama.
Los remisores de telegramas llegan a los límites de la necedad cuando no ven sino conato de tragedia en una explosión que produjo veinte muertos y cincuenta o sesenta heridos, solamente porque el Rey y la Reina escaparon sin el más leve rasguño. Si ambos hubieran sido las únicas víctimas, se habría realizado una tragedia horrorosa. Nosotros pensamos que los veinte muertos, por más humildes que hayan sido en su condición social, representaban una fuerza humana muy superior a la contenida en el organismo de un Alfonso XIII. Superior, así en la cantidad como en la calidad. Digan lo que quieran los aduladores, la carne sana y robusta de unos cuantos albañiles o gañanes importa más en la vida del Universo que el aparato fofo y anémico de un noble minado por la tuberculosis y la sífilis.
Sinceramente nos dolemos de los hombres y también de los caballos, muertos por la bomba, que los animales eran, al fin y al cabo, los más inocentes y los que menos voluntad habían manifestado de concurrir a las fiestas. Nadie nos pregunte si habríamos preferido la muerte del Rey al sacrificio de los caballos, porque daríamos una respuesta que sublevaría la cólera de algunos imbéciles. Nos contentaremos con parodiar al humorista Mark Twain y decir: “Cuánto más conocemos a los reyes, más estimación sentimos por los caballos”.
(1906)
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