Por Manuel González Prada, Anarquía
La celebración de este día va tomando las proporciones de una fiesta mundial. Ya no son exclusivamente los obreros de las grandes poblaciones norteamericanas y europeas los que se regocijan hoy con la esperanza de una próxima redención y renuevan sus maldiciones a la insaciable rapacidad del capitalismo. En nuestra América del Sur, en casi todos los pueblos civilizados, soplan vientos de rebelión al irradiar el 1 de mayo.
Y se comprende: el proletariado de las sociedades modernas no es más que una prolongación del vasallaje feudal. Donde hay cambio de dinero por fuerza muscular, donde uno paga el salario y el otro le recibe en remuneración de trabajo forzoso, ahí existe un amo y un siervo, un explotador y un explotado. Toda industria legal se reduce a un robo legalmente organizado.
Según la iniciativa que parece emanada de los socialistas franceses, todas las manifestaciones que hagan hoy los obreros deben converger a crear una irresistible agitación para conseguir la jornada de ocho horas. Cierto, para la emancipación integral soñada por la anarquía, eso no vale mucho; pero en relación al estado económico de las naciones y al desarrollo mental de los obreros, significa muchísimo: es un gran salto hacia adelante en un terreno donde no se puede caminar ni a rastras. Si la revolución social ha de verificarse lentamente o palmo a palmo, la conquista de las ocho horas debe mirarse como un gran paso; si ha de realizarse violentamente y en bloque, la disminución del tiempo dedicado a las faenas materiales es una medida preparatoria: algunas de las horas que el proletariado dedica hoy al manejo de sus brazos podría consagrarlas a cultivar su inteligencia, haciéndose hombre consciente, conocedor de sus derechos y, por consiguiente, revolucionario. Si el obrero cuenta con muchos enemigos, el mayor está en su ignorancia.
Desde Nueva York hasta Roma y desde Buenos Aires hasta París, flamearán hoy las banderas rojas y tronarán los gritos de rebeldía. Probablemente, relucirán los sables y detonarán los rifles. Porque si en algunos pueblos las modestas manifestaciones de los obreros provocan la sonrisa de los necios o el chiste de los imbéciles, en otros países el interminable desfile de los desheredados hace temblar y palidecer a las clases dominadoras. Y nada más temible que una sociedad cogida y empujada por el miedo. Ahí está Rusia, donde el miedo tiene quizá más parte en el crimen que la maldad misma, siendo ésta de quilates muy subidos.
Si consideramos el 1 de mayo como una fiesta mundial, anhelemos que ese día, en vez de sólo pregonar la lucha de clases, se predique la revolución humana o para todos. En el largo martirologio de la historia, así como en los actuales dramas de la miseria, los obreros no gozan el triste privilegio de ofrecer las víctimas. La sociedad es una inmensa escala de iniquidades, todos combaten por adquirir el amplio desarrollo de su individualidad. Todos los cerebros piden luz, todos los corazones quieren amor, todos los estómagos exigen pan. Hasta los opresores y explotadores necesitan verse emancipados de sí mismos porque son miserables esclavos sujetos a las preocupaciones de casta y secta.
Para el verdadero anarquista no hay, pues, una simple cuestión obrera, sino un vastísimo problema social; no una guerra de antropófagos entre clases y clases, sino un generoso trabajo de emancipación humana.
(1906)
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